– Por Dios, sí.
Polly abrió mucho la boca, y ahogó un grito.
– Oh, Lydia, eso es horrible, pobrecita -añadió, abrazando a su amiga.
– ¿Y entonces?
– ¿Entonces qué?
– ¿Hablarás con tu padre por mí?
– Oh, Lydia, no puedo.
– Sí puedes, y lo sabes. Por favor, Polly.
– Pero ¿por qué quieres volver al club? Han registrado a todo el mundo, lo han revisado todo, y no han encontrado el collar robado. ¿Qué puedes hacer tú? -Miró a su alrededor unos instantes y bajó la voz-. ¿Es que viste algo? ¿Sabes quién se lo llevó?
– No, no, claro que no. Si lo supiera, se lo habría dicho a la policía.
– Entonces, ¿por qué quieres ir?
– Porque… porque… Bueno, está bien, te lo diré, pero debes prometerme que mantendrás el secreto.
Polly asintió, impaciente, cruzó dos dedos y se los besó.
– Te lo juro.
– ¿Te acuerdas del joven que me rescató en el callejón el viernes? ¿Con aquellas patadas de kung fu, y todo eso?
– Sí.
– Bien, pues ayer se presentó en el club.
– No.
– Sí.
– ¿Fue él quien robó el collar?
– No seas tonta -se apresuró a responder Lydia-, por supuesto que no. Vino especialmente para hablar conmigo sobre algo. Me dijo que era importante. Pero nos interrumpió la policía en cuanto se descubrió que el collar había desaparecido, de modo que me pidió que volviera hoy… Y la verdad es que estoy en deuda con él, y no sé dónde si no puedo encontrarlo.
Para horror de Lydia, se percató de pronto de que se estaba tirando de un mechón de pelo junto a la oreja derecha. Qué tonta. Su madre tenía razón. Lo soltó al momento, y miró a Polly de reojo para ver si su amiga se había dado cuenta. A continuación, se agachó y recogió la pelota de Toby.
– Hay algo que no entiendo -insistió su amiga. Lydia lanzó la pelota, y el perro salió disparado tras ella-. Dices que tu madre casi nunca te riñe, que te deja hacer todo lo que quieres. A mí me das mucha envidia, ya lo sabes. Ojalá yo tuviera la libertad que ella te permite. -Se volvió y observó, perpleja, a su amiga-. Entonces, ¿por qué tanto secretismo? ¿Es que no puede tu madre… o incluso ese amigo francés suyo, el del Morgan… es que no pueden colarte ellos?
Lydia odiaba tener que mentir a Polly, la única persona en el mundo con la que era sincera, pero tenía que regresar al club ese mismo día para recuperar los rubíes de su escondrijo del salón de lectura. Y Polly se le resistía.
Lydia se puso en pie e, impaciente, echó la cabeza hacia atrás.
– Ni mi madre ni Antoine son miembros del club, como sabes Jen. Pero si te da tanto miedo pedirle a tu padre que me permita el acceso, se lo pediré yo misma.
– Pero es que él querrá conocer el motivo.
– No importa, le diré que ayer perdí un broche, o algo así.
– Lo único que conseguirás será enojarlo, y te dirá que si no eres capaz de cuidar de algo, es que no lo merecías.
– Oh, Polly, qué cría eres -zanjó Lydia, antes de dar media vuelta y dirigirse a las verjas del parque.
Pero Polly se fue tras ella al momento, y Toby las siguió, correteando entre sus piernas.
– Por favor, Lyd, no te enfades.
– No estoy enfadada.
Pero sí lo estaba. Enfadada consigo misma. Se volvió a mirar a Polly, su encantador vestido azul, sus elegantes zapatos de piel legítima, sus ojos enormes, entrecerrados por la preocupación, y se odió a sí misma. No tenía ningún derecho a arrastrar por el lodo a aquella persona tan pulcra, tan inmaculada. Ella estaba tan acostumbrada a arrastrarse que se le olvidaba que a los demás podía resultarles desagradable. Se agarró de su brazo y le dedicó una sonrisa fugaz.
– Lo siento, Polly, a veces me altero demasiado.
– Eso es porque eres pelirroja.
Las dos se echaron a reír, y sintieron que su amistad volvía a su sitio.
– Está bien, se lo pediré a mi padre.
– Gracias.
– De todos modos, no servirá de nada.
– Inténtalo igualmente.
– Lo haré, a condición de que me cuentes más cosas de tu salvador chino cuando lo veas otra vez -dijo. Hizo una pausa, y ató el perro a la correa mientras le acariciaba las orejas-. ¿No crees que puede ser algo peligroso? -le preguntó, sin mirarle a la cara-. Quiero decir, que no sabes nada de él, ¿verdad?
– Sólo sé que evitó que terminara como esclava… o algo peor. -Se echó a reír-. No tengas miedo, tonta. Te prometo que te contaré todo lo que pase.
– Descríbemelo otra vez. ¿Cómo es?
– ¿Mi halcón volador?
– Sí.
Lydia se puso nerviosa. Por una parte deseaba conversar sobre su protector chino, dar voz a las imágenes que poblaban sus pensamientos, hablar sobre el arco elevado de sus cejas, que se alzaba como el ala de un pájaro, de su manera de ladear la cabeza cuando escuchaba, de robarte con los ojos las ideas que asomaban tras las palabras. Sentía en su pecho la impaciencia por volver a verlo, como una piedra que le quemara dentro, y no sabía por qué. Se dijo que lo único que quería era darle las gracias de nuevo, y ver si estaba herido. Nada más. Mera cortesía.
Pero no se le daba mejor mentirse a sí misma que engañar a Polly. Y lo cierto era que le asustaba, le asustaba aquella sensación repentina de perderse en un laberinto de senderos ignotos. Le asustaba y le excitaba. Algo revoloteaba en el fondo de su mente, y ella lo apartaba. Las barreras entre sus dos mundos eran muy altas, y sin embargo, no sabía cómo, se desvanecían cuando estaba junto a él. Polly no lo entendería.
No lo entendía ni ella, y no se atrevía a contarle a su amiga la verdad sobre lo que había sucedido la noche anterior.
– ¿Es guapo? -le preguntó Polly, esbozando una sonrisa.
– No me fijé mucho, la verdad -mintió Lydia-. Lleva el pelo muy corto, y tiene los ojos… no sé cómo decirlo, son como… -«penetran bajo mi piel y ven más allá de ella»-; te miran con fijeza -concluyó pobremente.
– ¿Y es fuerte?
– Se movía deprisa mientras luchaba, como un… como un halcón.
– ¿Y tiene también nariz de halcón?
– No, claro que no. Tiene la nariz muy recta, y cuando no habla su rostro queda tan inmóvil que parece de porcelana fina. Y tiene las manos largas, y unos dedos que…
– Y eso que dices que no te fijaste mucho.
Lydia se ruborizó sin remedio, y no terminó la frase.
– Vamos -dijo, y salió corriendo en dirección a la entrada de los jardines-. Vamos a hablar con tu padre.
– Está bien, pero te advierto que dirá que no.
Christopher Mason dijo que no. Y sin dejar lugar a dudas. Mientras depositaba un montoncito de puré de patata en un plato, en el comedor de San Salvador, volvió a ruborizarse al recordar las Palabras que aquel hombre había usado para emitir su respuesta, habría querido cerrarle la boca a aquel ser engreído mencionando, como de pasada, que le había visto encaramado a los pechos de su madre la noche anterior, usar aquel conocimiento para abrirse puertas, pero ¿cómo iba a hacerlo? Pensaba en la amabilidad constante de Anthea Mason, en los ojos sinceros y azules de Polly, y no podía. No podía. De modo que no dijo nada, y salió de allí corriendo. Pero ahora estaba desesperada.
Sirvió otra cucharada de puré en el plato que se le puso delante. Ni siquiera se fijó en el rostro fatigado que había del otro lado, ni en el del siguiente, pues estaba demasiado ocupada buscando entre la cola de gente, buscando unos hombros anchos, unos ojos negros, brillantes, unas cejas que eran como alas.
– Presta atención, Lydia -dijo la señora Yeoman con voz alegre, a su lado-, te estás excediendo un poco con esos tubérculos, querida, y aunque Nuestro Señor logró repartir cinco panes y tres peces entre cinco mil, a nosotros la multiplicación no se nos da tan bien. No me gustaría quedarme sin existencias antes de tiempo.
La risa alegre de su acompañante modificó las arrugas de su rostro, y le hizo parecer de pronto más joven, a pesar de sus sesenta y nueve años. Exhibía la piel apergaminada de los blancos que pasan la mayor parte de su vida en los trópicos, y aunque en sus ojos apenas quedaba ya color, siempre sonreían. Ahora, permanecieron un instante más fijos en Lydia, y ésta le dio una palmadita en el brazo antes de retomar la tarea de distribuir cuencos de gachas de arroz a la cola incesante de rostros famélicos. A Constance Yeoman no le importaba ni su color de piel ni su credo: todos eran iguales, y todos eran amados por el Señor, de modo que lo que valía para Él valía también para ella.
Lydia llevaba casi un año acudiendo todos los domingos por la mañana al comedor de San Salvador. Se trataba de una especie de granero espacioso en el que incluso los susurros resonaban en el techo alto, rematado con vigas, y en el que gran cantidad de mesas montadas sobre caballetes se alineaban frente a dos cocinas humeantes. El señor Yeoman había subido un día a su casa desde el piso que quedaba debajo del de la señora Zarya y le había sugerido, con su habitual ímpetu misionero, que tal vez le gustara ayudarles de vez en cuando. Valentina, cómo no, declinó la oferta, y comentó algo sobre aquello de que la caridad empieza en casa. Pero, más tarde, Lydia había bajado la escalera de puntillas, había llamado a la puerta, sintió el olor a friegas de alcanfor y a violetas de Parma que ocupaba sus habitaciones con la misma fuerza que los himnos, la imagen triste de Jesús en la puerta, representado con una lámpara en la mano y la corona de espinas en la cabeza, y les ofreció sus servicios en la cocina de caridad. Se le había ocurrido que, al menos, de ese modo, comería caliente una vez por semana.
Tal vez Sebastian Yeoman y su esposa, Constance, estuvieran jubilados de la iglesia, pero trabajaban más que nunca. Pedían limosna para los pobres y pedían dinero prestado, un dinero que les llegaba de los bolsillos más insospechados y que servía para mantener llenas las calderas humeantes del gran comedor que se alzaba tras la iglesia de San Salvador, y que todos los domingos abría sus puertas a pobres, enfermos e incluso criminales que acudían en busca de alimento, de una sonrisa amable y de unas palabras de aliento, que se les ofrecían en una asombrosa variedad de lenguas y dialectos. Para Lydia, los Yeoman eran la versión real de la lámpara de Jesús: una luz brillante en medio de un mundo tenebroso.
– Gracias, señorita. Xie, xie. Usted amable.
Sólo entonces Lydia se fijó mejor en la joven china que tenía delante: era todo huesos, tenía el pelo apelmazado, y en la cadera, en una especie de columpio raro, llevaba a un recién nacido, mientras dos niños más crecidos se pegaban a ella. Todos iban vestidos con harapos malolientes, y tenían la piel tan gris y cuarteada como el polvoriento suelo. La madre poseía el rostro ancho pero demacrado, y los dedos gruesos, marrones, de campesina, de una campesina expulsada de su granja por el hambre y los ejércitos de saqueadores que diezmaban la tierra más que las plagas de langostas. Lydia ya había contemplado aquellos rostros muchas veces, tantas que se le aparecían como calaveras en sueños y la despertaban en plena noche. Por eso había dejado de observarlos.
Tras percatarse de que los Yeoman estaban demasiado ocupados con el estofado y las patatas como para darse cuenta, añadió una cucharada más al cuenco de madera de la mujer. Ésta no dijo nada, pero sus lágrimas calladas le hicieron sentirse peor.
Y entonces lo vio. Separado de los demás, criatura fibrosa y vibrante en medio de aquel edificio de muerte y desesperación. Él era demasiado orgulloso para mendigar.
Cuando salió, y tal como ella sospechaba, él estaba esperándola. A pesar de encontrarse de pie, dándole la espalda, junto al pequeño cementerio que había tras la iglesia, pareció notar el momento en que apareció, porque le habló sin volver la cabeza. ¿Cómo encuentran vuestros muertos el camino a casa?
– ¿Qué?
Entonces sí dio media vuelta y, tras esbozar una sonrisa breve, le hizo una reverencia. Tan educado… Tan correcto… Lydia sintió una punzada de decepción: notaba que el joven mantenía una distancia entre los dos que en las ocasiones anteriores no había existido, y que se mantenía serio, como si ella fuera una desconocida a la que hubiera conocido en la calle. Y, sin duda, era algo más que eso, ¿no?
Lydia levantó la barbilla y le dedicó la sonrisa fría con que el señor Theo castigaba a Polly cuando quería ser sarcástico.
– Has venido -le dijo y, como sin darle importancia, se concentró en el campanario de San Salvador.
– Por supuesto que he venido.
Algo en aquella voz la llevó a fijarse en él que, por su parte, se acercó más, aunque con tanto sigilo que no se oyeron sus pasos. Pero sí, ahí estaba, tan cerca que podría haberlo tocado. Y sus ojos alargados, negros, le hablaban, a pesar del silencio de su boca. Había ladeado ligeramente el rostro, pero seguía observándola fijamente. Ella le sonrió de nuevo, pero esa vez con una sonrisa franca, y vio que él parpadeaba con la lentitud con que los gatos cierran los ojos cuando la luz del sol les resulta excesiva.
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