– ¿Cómo estás? -le preguntó.
– Estoy bien.
Pero su mirada decía lo contrario, y como si se encontrara al borde de un acantilado, pareció tensar los músculos bajo la túnica negra. Parecía a punto de saltar, pero entonces suspiró de un modo peculiar, y con apenas una sonrisa tímida, fugaz, volvió la cabeza.
Era la primera vez que ella le veía el perfil derecho.
– ¡La cara…! -exclamó, antes de detenerse. Sabía que los chinos consideraban de mala educación los comentarios personales-. ¿Te duele?
– No -respondió.
Pero debía de estar mintiendo. Tenía aquella mitad del rostro abierta, hinchada. Un cardenal negro, al que asomaban restos de sangre seca, le recorría el espacio que separaba la frente de la oreja. Al verlo, Lydia se puso furiosa.
– Ese policía -dijo, colérica-. Lo denunciaré por…
– ¿Cumplir con su deber? -replicó él muy serio-. Creo que no sería una decisión demasiado sensata.
– Pero tienen que curarte eso -insistió Lydia-. Iré a buscar a la señora Yeoman, ella sabrá qué hay que hacer. -Hizo ademán de regresar al comedor, impaciente por conseguir ayuda.
– No, por favor -dijo él con voz amable pero firme.
Ella se detuvo en seco y lo miró, observó con fijeza aquella figura que conocía pero que a la vez no conocía. Él seguía allí, inmóvil, con algo en la mano. ¿Qué? ¿Qué más le ocultaba? En su quietud se mostraba tan elegante como en los movimientos que había ejecutado en el callejón. Los hombros eran musculosos, pero las caderas le parecieron más estrechas que las suyas. Cubrían sus pies unos horribles zapatos de goma.
Ni antes, en el comedor, ni cuando la saludó, se había fijado en el perfil herido de su rostro, y ahora caía en la cuenta de que era porque se lo había mantenido oculto. Tal vez temiera su reacción. Tal vez creyera que se trataba de una muestra de debilidad por su parte, de una incapacidad para cuidar de sí mismo. Lydia meneó la cabeza, consciente de que estaba entrando en un mundo raro y delicado, un mundo que le resultaba tan ajeno como su lengua. Y debía avanzar con pies de plomo. Asintió, acatando sus deseos, y volvió la cara hacia las lápidas, pulcras y adornadas con claveles rojos dispuestos en unos jarrones pequeños. Ese mundo sí lo entendía.
– Sus espíritus van directamente al cielo -dijo, señalando los rectángulos de hierba-. No importa dónde mueran, si son cristianos, pero si son malos van al infierno. O eso es lo que nos dicen los sacerdotes. -Volvió la cabeza para observarlo y descubrió que, en lugar de fijarse en las tumbas, tenía la vista clavada en ella. Lydia le sostuvo la mirada y añadió-: De modo que yo, claro está, me iré derecha al infierno.
Y soltó una carcajada.
El joven pareció escandalizado, pero al cabo de un instante esbozó su sonrisa tímida.
– Creo que te burlas de mí.
Oh, no, la había malinterpretado de nuevo. ¿Cómo se habla con alguien tan distinto? En todos los años que llevaba en Junchow, los únicos chinos con los que había hablado eran dependientes de tiendas y criados, pero conversaciones como «¿Cuánto vale?» y «Una libra de habas de soja» no contaban. Sus tratos con el señor Liu, el encargado de la casa de empeños, eran lo que más se acercaba a una comunicación real con un nativo chino, e incluso estaba salpicada de peligro. Debía volver a empezar. Con gran formalidad, juntando las manos y bajando la mirada, le hizo una reverencia.
– No me burlo de ti. Deseo darte las gracias. Tú me salvaste en el callejón, y te estoy agradecida. Te debo mi agradecimiento.
Él no se movió, ni un solo músculo de su cuerpo, de su rostro, cambió de sitio, pero algo, en lo más profundo de su ser, sí se modificó, y ella se dio cuenta, aunque sin saber exactamente de qué se trataba. Con todo, notó como si un espacio cerrado se hubiera abierto, y sintió una calidez que emanaba de él, y que la pilló por sorpresa.
– No -respondió él, mirándola fijamente a los ojos-. No me debes agradecimiento. -Dio un paso en dirección a ella, y se acercó tanto que Lydia distinguió unas manchas diminutas, rojizas, en sus ojos-. Te habrían cortado el cuello cuando hubieran terminado contigo. Lo que me debes es la vida.
– Mi vida es mía, y sólo me pertenece a mí.
– Y yo te debo la mía. Sin ti, ya estaría muerto. Tendría una bala en la cabeza si no hubieras salido la otra noche a rescatarme. -Le hizo otra reverencia, más pronunciada esta vez-. Te debo mi vida.
– En ese caso, estamos en paz. -Lydia se echó a reír, aunque insegura, pues no sabía lo serio que era todo aquello-. Una vida a cambio de otra vida.
El joven la miró, pero ella no fue capaz de interpretar la emoción que expresaban sus ojos, inmóvil, oscura. No dijo nada, y Lydia empezaba a pensar que tal vez no lo hubiera entendido todo, idea que creyó confirmar cuando él le preguntó:
– ¿Tiene tu señora Yeoman aguja e hilo?
– Supongo que sí. ¿Quieres que vaya a buscarlos?
– Sí, por favor, si eres tan amable.
Ella se fijó en su ropa, en la túnica con el cuello de pico, en los pantalones anchos, pero no vio ningún agujero en ella, de modo que tal vez lo quisiera para llevar a cabo algún ritual de hermandad de sangre, para coser sus vidas. La idea hizo que un calor intenso le recorriera la espalda, y por primera vez desde que el Comisionado Lacock en persona la condujo a la sala de conciertos la noche anterior, el nudo que le oprimía los pulmones se aflojó, y respiró con alivio.
Capítulo 10
– Me llamo Lydia Ivanova.
Le tendió la mano, y él supo al instante lo que esperaba de él, pues se lo había visto hacer a ellos, a los extranjeros. Una costumbre muy desagradable. Ningún chino que se preciara sería tan maleducado como para tocar a otro, y menos a un desconocido. ¿Quién habría deseado sostener una mano que podía acabar de degollar un cerdo, o de acariciar las partes íntimas de una esposa? Aquellos bárbaros eran unas criaturas muy sucias.
Con todo, la visión de aquella mano pequeña, pálida como un lirio, expectante, le resultaba curiosamente tentadora. Quería tocarla, conocer su tacto. Se dieron la mano.
– Y yo me llamo Chang An Lo.
Fue como estrechar un pájaro en la mano, un pájaro tibio, suave. De un solo apretón podría haberle aplastado aquellos huesos frágiles. Pero no quería. Sintió una necesidad poco frecuente de proteger en su mano aquella criaturita salvaje que agitaba las alas. Ella retiró la suya con la misma naturalidad con que se la había ofrecido, y miró a su alrededor. Se habían alejado del asentamiento, habían caminado por la zona trasera del sector americano y habían tomado un camino de tierra que conducía a la Quebrada del Lagarto, un saliente pequeño y boscoso que quedaba al oeste de la nielad. Allí, el sol matinal se demoraba en la superficie del agua, y las hayas proporcionaban una sombra moteada a las rocas grisáceas, lisas. Los lagartos correteaban sobre ellas, brillando como hojas mecidas por la brisa. Más allá de la quebrada, la tierra se extendía, llana y húmeda tras las lluvias de la noche anterior, hasta las montañas lejanas que se alzaban al norte, y que, azules, resplandecían al sol del verano, aunque Chang sabía que, en algún lugar profundo, en el interior del tigre agazapado, se ocultaba un corazón rojo que cada día latía con más fuerza, y que muy pronto inundaría el país con su sangre.
– Este lugar es hermoso -dijo la muchacha-zorro-. No tenía ni idea de que existiera.
Lo dijo sonriendo. Se notaba que estaba contenta, y aquella alegría le llenaba a él el pecho de una emoción extraña. La observaba hundir una mano en la lenta corriente del arroyo, reírse al contemplar a un gorrión sobrevolar el agua. Los insectos zumbaban, y dos cigarras cantaban entre los juncos.
– Yo vengo aquí porque el agua está limpia -le explicó él-. Mira qué clara se ve, oye cómo vive, cómo canta. Fíjate en ese pez. -Un centelleo de plata, y el pez desapareció-. Pero cuando esta agua se une al gran río Peiho, los espíritus la abandonan.
– ¿Por qué? -preguntó ella, desconcertada. ¿Sabía en verdad tan pocas cosas?
– Porque se llena del aceite negro de las bombarderas extranjeras, y de los venenos de sus fábricas. Los espíritus morirían en la mugre marrón del Peiho.
Ella le miró, pero no dijo nada. Se sentó sobre una roca y lanzó una piedra al agua. Estiró las piernas, desnudas, delgadas, en dirección al arroyo, y él se dio cuenta de que la suela de uno de sus zapatos estaba agujereada. Por desgracia para él, llevaba el pelo indómito oculto bajo el sombrero de paja. El sombrero se veía viejo, gastado, como los zapatos, pero el pelo siempre parecía nuevo, y habría querido ver de nuevo las llamaradas que surgían de él. En aquel preciso instante, ella observaba un pajarillo que, a sus pies, tiraba de la hoja de una rama muerta.
– Hablas muy bien mi idioma, ¿sabes?
Lo dijo en voz muy baja, aunque él no supo si lo hacía para no asustar al pájaro o porque, de pronto, se sentía incómoda allí, a solas con un hombre, en un lugar tan aislado. Había demostrado valor al seguirlo hasta allí. Ninguna joven china se habría arriesgado de ese modo. Habrían preferido arrojar sus tortugas a las cobras. Pero no, no le parecía nerviosa en absoluto. Sus ojos brillaban, expectantes.
Chang se acercó al borde del agua, sin acercarse demasiado a ella, pues no quería alarmarla, y se acuclilló sobre la hierba, que todavía estaba mojada.
– Me honra que pienses que mi inglés es aceptable -respondió. Mientras ella seguía atenta a las evoluciones del pájaro marrón, él se quitó el zapato de goma del pie derecho. El dolor le ascendió hasta el cráneo. Empezó a quitarse la venda, empapada en sangre, que le mantenía cerrada la carne del pie-. Tuve un tutor inglés durante años -añadió-. Cuando era joven. Me enseñó bien. -El olor pútrido de la venda le llegó a la nariz-. Y mi tío fue a la universidad en Harvard. Eso está en América. Siempre me insistía en que el inglés es la lengua del futuro, y se negaba a hablarme en otra lengua.
– ¿En serio? Igual que mi madre. Ella habla no sé cuántas lenguas.
– ¿Excepto mandarín?
Lydia se echó a reír, un sonido vibrante que, con sus ondulaciones hizo que el pájaro saliera volando a refugiarse en un árbol. Para Chang, aquella risa se fundió con el canto del río, y alivió el dolor que sentía en el pie.
– Mi madre siempre me dice que el inglés es la única lengua que merece la pena…
Se detuvo y lanzó un grito ahogado.
Chang volvió la cabeza y descubrió que ella, boquiabierta, no le quitaba la vista del pie. Al ver que la miraba, ella alzó los ojos, y durante un largo rato permanecieron así, sosteniéndose la mirada. Fue él quien, al fin, retiró la suya. Cuando levantó el pie de los harapos sucios y lo hundió en el agua del río, ella no dijo nada, se limitó a observarlo en silencio. Él empezó a frotarse las heridas con las manos, debajo del agua, extrayendo de ellas la ponzoña, inoculándoles vida. Algunos coágulos de sangre seca ascendían a la superficie, y al momento eran devoradas por bocas hambrientas que surgían de las zonas más profundas. Un flujo continuo de sangre brillante atrajo un banco veloz de pececillos que destacaban, verdes contra las piedras amarillentas del fondo. El agua era fresca, y su pie parecía beber de su frescura.
Chang oyó un ruido, se giró y la descubrió arrodillándose a su lado, sobre la hierba, el rostro muy blanco bajo el ala del sombrero. Sostenía en la mano la aguja y el hilo. Su proximidad hizo que el aire que los separaba revoloteara como una paloma con las alas extendidas, y le acariciara la mejilla. Deseó rozar su piel europea, cremosa, con las yemas de los dedos.
– Te harán falta -le dijo ella, alargándoselos
Él asintió pero, al acercar la mano para recogerlos, ella se alejó y negó con la cabeza.
– ¿No sería mejor que lo hiciera yo?
Él volvió a asentir, y se dio cuenta de que Lydia tragaba saliva. Su cuello, pálido, pareció temblar en un espasmo, y luego quedó quieto.
– Tiene que verte un médico.
– Los médicos cuestan dinero.
Lydia no dijo nada. Se quitó el sombrero, dejando suelto el espíritu maravilloso e indómito de sus cabellos, igual que él había hecho cuando liberó al zorro de la trampa. Se inclinó sobre el pie. Sin tocarlo, sólo mirándolo. Él oía su respiración, sentir que con ella le rozaba los bordes de su carne dañada, como el beso del dios río.
Vació la mente del ardiente dolor, y la llenó de la visión de la curva suave de su frente despejada, del brillo cobrizo de un mechón de aquel pelo, que se curvaba sobre la piel blanca del cuello. La perfección. No había dolor. Cerró los ojos y ella empezó a coser. ¿Cómo podía decirle que amaba su valentía?
– Eso está mejor -dijo ella, y él oyó el alivio en su voz.
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