Ella se había quitado la enagua, deprisa y con decisión, la había cortado en tiras, ayudándose del cuchillo de Chang, y le vendó el pie de tal manera que no le había cabido en el zapato. Sin preguntarle nada, cortó también los dos lados del calzado de goma, y se lo ató sobre el vendaje con otros dos pedazos de tela. El resultado era limpio, profesional. El dolor seguía ahí, pero al menos la hemorragia se había interrumpido.

– Gracias -susurró él, acompañando sus palabras de una leve inclinación de cabeza.

– Te harían falta polvos de sulfuro, o algo así. He visto que la señora Yeoman los usa para secar llagas. Podría pedirle que te…

– No, no es necesario. Sé de alguien que tiene hierbas. Gracias otra vez.

Lydia volvió el rostro y hundió las manos en el agua, con los dedos extendidos. Observaba sus movimientos como si pertenecieran a otra persona, como si estuviera sorprendida de lo que habían hecho ese día.

– No me las des -respondió al fin-. Si nos pasamos la vida salvándonos el uno al otro, eso quiere decir que somos responsables el uno del otro, ¿no te parece?

Chang estaba asombrado: le había quitado las palabras de la boca. ¿Cómo podía saber una bárbara algo así, algo tan chino? ¿Saber que aquél era el motivo por el que la había seguido, la había vigilado? Porque él ya era responsable de ella. ¿Cómo podía saberlo aquella muchacha? ¿Qué clase de mente poseía que le permitía ver con tal claridad?

Sintió que ella se alejaba de su lado cuando se puso en pie, se quitó las sandalias y metió los pies en las aguas poco profundas. Un pato de cuello dorado que dormía entre los juncos se sobresaltó y salió nadando deprisa, como si le persiguiera un armiño, pero ella apenas se percató, y siguió echándose agua sobre el dobladillo del vestido. Se trataba de un atuendo ancho, lavado en demasiadas ocasiones.

Hasta ese momento Chang no se fijó en que se le había manchado de sangre. De su sangre, que se había fundido con los hilos de su ropa, con su propio ser. Él, por su parte, también se había fundido con ella.

Lydia seguía en silencio. Preocupada. La observó allí de pie, junto al arroyo, la piel moteada de las estrellas de plata que el agua reflejaba, el sol en el pelo, vivificándolo, abrasándolo. Mantenía los labios entreabiertos, como si estuviera a punto de decir algo, y él se preguntaba qué podía ser. Un rostro con forma de corazón, unas cejas perfectamente arqueadas, y aquellos ojos grandes, ambarinos, ojos de tigre… Se le clavaban dentro y le sacaban el corazón. Era un rostro que ningún chino habría hallado atractivo, de nariz demasiado larga, de boca demasiado grande, de barbilla demasiado prominente. Y sin embargo su mirada se trasladaba hasta el una y otra vez, y daba placer a sus ojos de un modo que no comprendía, pero que le llenaba el corazón de alegría. Y eso que, en aquel rostro, él veía secretos, y los secretos creaban sombras. Así, su rostro estaba lleno de sombras pálidas, asfixiadas.

Chang se echó sobre la hierba tibia, apoyándose en los codos.

– Lydia Ivanova -dijo en voz baja-. ¿Qué es lo que tanto te preocupa?

Lydia alzó la mirada, la clavó en su mirada, y en ese instante, cuando sus ojos se encontraron, él sintió que algo tangible se forjaba entre ellos. Un hilo. Un hilo de plata, brillante, tejido por los dioses. Brillaba entre ellos tan esquivo como una onda del río, y a la vez era tan fuerte como los cables de acero que sostenían el nuevo puente sobre el Peiho.

Levantó una mano y la tendió hacia ella, como si con ese gesto pudiera atraerla hacia sí.

– Dime, Lydia, ¿qué es lo que tanto te pesa en el corazón?

Ella se incorporó, todavía en el agua y soltó el dobladillo del vestido, que flotó alrededor de sus piernas, como una red de pesca. Y Chang fue testigo de que a sus ojos asomaba una decisión.

– Chang An Lo -le dijo-. Necesito tu ayuda.


La brisa soplaba desde el río Peiho, trayendo consigo un hedor a tripas de pescado podridas. Provenía de los cientos de sampanes que atestaban las precarias pasarelas y pantalanes que asfixiaban sus orillas, pero Chang ya estaba acostumbrado a él, y casi no lo notaba, como tampoco notaba el insoportable olor de las pieles de vaca de las curtidurías instaladas en los almacenes que rodeaban el puerto.

Avanzaba deprisa, sin pensar en los cuchillos que sentía clavados en el pie, y se deslizaba por entre el mundo ruidoso, estridente y bullanguero de la orilla, en la que grupos de mendigos y barqueros tenían su hogar. Los sampanes cabeceaban y se rozaban, con sus tejadillos de ratán y sus pasarelas oscilantes, mientras los cormoranes se apostaban, maltrechos y famélicos, sobre las proas de las barcas de pesca. Chang sabía que no debía demorarse. Allí no. Un filo entre las costillas, y otro cuerpo que añadir a la mugre que todos los días terminaba en el Peiho… No era nada insólito, y todo por un par de zapatos.

Allí donde el gran Peiho era más ancho que cuarenta campos, las lanchas bombarderas británicas y francesas navegaban en círculos, sus banderas rojas y azules ondeando en señal de advertencia. Al verlas, Chang escupió en el suelo y pisoteó su propia saliva, para que se hundiera en el barro. Se fijó también en que seis grandes vapores habían atracado en el puerto, y en que unos porteadores medio desnudos subían y bajaban de las pasarelas, doblando la espalda bajo cargas que habrían deslomado a un buey. Se mantuvo alejado del capataz que, con una vara negra y gruesa en la mano, se paseaba profiriendo maldiciones, pero por todas partes gritaban hombres, sonaban campanas, rugían motores y mugían camellos, y en todo momento, en medio de aquel caos, los rickshaws hormigueaban por todas partes, como insectos que se posaran sobre cualquier cosa.

Chang seguía adelante. Dejó atrás los muelles, dobló por un callejón en el que, sobre el polvo, entrevió una mano seccionada. Rajó hasta los almacenes, inmensas construcciones custodiadas por más diablos azules. Con todo, tras ellos había ido surgiendo una hilera de barracas que se apoyaban en su fachada. Más que barracas, se trataba de pocilgas, pues llegaban apenas a la altura de la cintura, y estaban construidas con maderas podridas. Parecía que el batir de las alas de una polilla podría haberlas echado abajo. Se acercó a la tercera de ellas. Su puerta no era más que una lona engrasada, y la retiró con la mano.

– Te saludo, Tan Wah -susurró.

– Que las serpientes del río te muerdan esa lengua miserable -replicó secamente su interlocutor-. Me has robado a mis dulces doncellas, de piel más suave que la miel para mis labios. Seas quien seas, yo te maldigo.

– Abre los ojos, Tan Wah, y abandona ya tus ensoñaciones. Únete a mí en este mundo en el que el sabor a miel es un gran placer para el hombre, y la sonrisa de una doncella se encuentra a un millón de lis [2] de distancia de este montón de estiércol.

– Chang An Lo, hijo menor del lobo. Amigo mío, perdona el veneno de mis palabras. Le pido a los dioses que retiren mi maldición, y te invito a entrar en mi hermoso palacio.

Chang se acuclilló, se metió como pudo en el interior de aquella guarida maloliente y se sentó, con las piernas cruzadas, sobre una estera de bambú que parecía mordida por las ratas. A pesar de la escasa iluminación, distinguió a una figura envuelta en varias capas de papel de periódico, sobre el suelo húmedo, de tierra, con la cabeza apoyada en un viejo asiento de coche, que hacía las veces de almohada.

– Acepta mis humildes disculpas por perturbar tus sueños, Tan Wah, pero he venido a que me informes de algo.

El hombre envuelto en su capullo de periódicos hacía esfuerzos por sentarse. Chang veía que era poco más que un manojo de huesos, que su piel había adquirido el tono amarillo que delataba su adicción al opio. Junto a él, la pipa de barro, de larga embocadura, que era la fuente del olor repugnante que impregnaba aquella choza mal aireada.

– La información cuesta dinero, amigo -respondió con los ojos entrecerrados-. Lo siento, pero es así.

– ¿Y quién tiene dinero hoy en día? -replicó Chang-. A cambio, te he traído esto. -Colocó un salmón grande en el suelo, entre los dos, las escamas brillantes como un arco iris en medio de aquella perrera inmunda-. Se ha acercado nadando hasta mis brazos, esta misma mañana en el arroyo, cuando ha sabido que venía a verte.

Tan Wah no lo tocó, pero las finas ranuras de sus ojos ya calculaban su peso en pasta negra, la pasta negra que traerían hasta su casa la luna y las estrellas.

– Pregunta lo que quieras, Chang An Lo, y yo patearé a mi cerebro inútil hasta que me diga lo que tú deseas saber.

– Tú tienes un primo que trabaja en ese gran club de los fanquis.

– ¿En el Ulysses?

– Sí, en ése.

– Sí, mi primo tonto, Yuen Dun, un cachorro que aún tiene los dientes de leche, pero que sin embargo engorda con los dólares de los extranjeros, mientras que yo… -Cerró los ojos y la boca.

– Amigo, si te comieras el pescado en vez de venderlo a cambio de tus sueños, tal vez también engordaras.

El hombre no dijo nada, se tendió en el suelo, recogió la pipa y la acunó en su pecho, como si de un recién nacido se tratara.

– Dime, Tan Wah, ¿dónde vive ese primo tonto que tienes?

Se hizo el silencio, roto sólo por el rumor de unos dedos que acariciaban la pipa de barro. Chang aguardaba, paciente.

– En la Calle de Cinco Ranas -musitó-. Junto al mercado de cuerdas.

– Mil gracias por tus palabras. Que conserves la salud, Tan Wah. -Con un ágil movimiento, se puso en pie dispuesto a irse-. Mil muertes -dijo, esbozando una sonrisa.

– Mil muertes -respondió su interlocutor.

– Al general de Nanking que bebe meados.

Del montón de periódicos surgió un sonido que parecía una risita ahogada, un gruñido.

– Y a los diablos azules del puerto, a esos malditos burros.

– Conserva la vida, amigo, China necesita a su gente.

Pero, cuando Chang corría la lona, Tan Wah le susurró con apremio:

– Te pisan los talones, Chang An Lo. No te confíes.

– Ya lo sé.

– No es buena idea ofender a la Hermandad de la Serpiente Negra. Y al verte la cara me ha parecido que se la habías arrojado a los chow-chows para que se la comieran. He oído que rescataste a una niña de sus garras, y que arrebataste la vida de uno de sus guardianes.

– Le golpeé en las costillas. Nada más.

En el aire denso se oyó un suspiro.

– Necio. ¿Por qué arriesgar tanto por una miserable babosa, por una muchacha blanca?

Chang salió de la guarida y soltó la lona.


Dejó que fuera su cuchillo quien expusiera sus razones, y lo apretó con fuerza contra el cuello del joven.

– La chapa -exigió Chang.

– Está en mi… en mi cinturón.

El rostro del muchacho, aterrorizado, adquiría por momentos un tono grisáceo. Ya se había orinado encima cuando lo arrastró hasta el callejón oscuro. Al quitarle la chapa identificativa, Chang notó que, en efecto, no pasaba hambre, que su piel brillaba como la de una concubina bien alimentada.

– ¿En qué parte del club trabajas?

– En las cocinas.

– Ah, de modo que robas comida para tu familia.

– No, no. Nunca.

El cuchillo se acercó más al cuello, y una gota de sangre se mezcló con el sudor del muchacho.

– Sí -gritó-, sí, lo admito, a veces lo hago.

– En ese caso, cara de perro, la próxima vez llévale algo a tu primo Tan Wah, o su espíritu vendrá a alimentarse de tu barriga gorda, y se alojará en tu hígado, del que te sacará toda la grasa, hasta que te mueras.

El muchacho empezó a temblar, y cuando Chang lo soltó, vomitó sobre sus caras botas de cuero.

Capítulo 11

– Mira, Theo, ese ruso de ayer noche fue un imprudente dejándolo en el bolsillo de ese modo.

– ¿El collar?

– Sí.

Theo Willoughby y Alfred Parker jugaban al ajedrez en la terraza del Club Ulysses. El director habría preferido las cartas, una partida rápida de póquer, pero era domingo, y Alfred era muy estricto con esas cosas. Nada de jugar en el sabbat. A Theo le parecía absurdo. ¿Por qué no se podían llevar sombrillas los sábados, ni mondarse los dientes con palillos? No tenía sentido. Movió el alfil y se llevó uno de los peones del triángulo defensivo de Alfred.

Éste frunció el ceño. Se quitó las gafas y, meticuloso, se las limpió con un pañuelo blanco, almidonado. Poseía un rostro redondo, bonachón, unos ojos castaños de mirada intensa. Se trataba de un tipo íntegro, que se tomaba su tiempo ante las cosas, algo sorprendente, tratándose de un periodista. Pero había cierta tensión alrededor de la boca, lo que siempre llevaba a Theo a sospechar que su amigo se hallaba al borde del pánico. Tal vez China no era lo que esperaba. Sobre ellos, un cielo azul, fiero, chupaba la energía a la jornada. Incluso las hojas etéreas de la glicina parecían colgar indolentes, fatigadas, pero en la pista de tenis dos mujeres jóvenes ataviadas con sus deliciosos uniformes blancos perseguían una pelota. Theo las observaba de vez en cuando, con discreto interés.