– Una abominación, así llamas tú al opio.

Theo sonrió y le besó los cabellos oscuros.

– Sí, mi tesoro. Una abominación. De modo que ha aceptado investigar el pasado de ese cabrón para ver si encuentra algo que yo pueda usar para tenerlo en mis manos.

Entró en el aula vacía, acunándola en sus brazos.

– Por suerte es domingo -dijo ella entre carcajadas.

Theo la levantó un poco más y la sentó, mirando hacia él, sobre su mesa, frente a las hileras de pupitres.

– Cuando mañana me plante aquí y hable a mis alumnos del Vesubio, pensaré en esto -dijo, echándose hacia delante y besándole el pecho izquierdo-. Y en esto cuando describa un triángulo equilátero. -Sus labios se aferraron al pezón derecho-. Y en esto cuando explique a esos cabezas huecas cosas sobre el corazón profundo y húmedo de África.

Bajó la cabeza y le besó la mata oscura que le nacía en el extremo del vientre.

– Tiyo -susurró ella, tirándole del pelo-. Tiyo, ten cuidado. Mason tiene poder.

– No es el único que lo tiene -replicó él, echándose a reír.

Y la tumbó despacio, suavemente, sobre el suelo.

Capítulo 12

– ¿Qué es?

Valentina estaba de pie en medio de la habitación, señalando con el dedo muy rígido una caja de cartón en el suelo. Lydia acababa de llegar a casa, y el desván le parecía más asfixiante que de costumbre: las ventanas estaban cerradas, y olía raro, aunque no percibía por qué.

– ¡Tú! -acusó Valentina alzando la voz-. ¡Debería darte vergüenza!

Lydia se revolvió, incómoda, sobre la alfombra, buscando a toda prisa respuestas en su mente. ¿Vergüenza de qué? ¿De Chang? No, de él no. De modo que, una vez más, debería recurrir a las mentiras. Pero ¿a qué mentira?

– Mamá, yo…

Se fijó en su madre. Dos manchas de rojo encendido iluminaban las pálidas mejillas de Valentina, que tenía los ojos muy oscuras, las pupilas dilatadas, las pestañas maquilladas.

– Ha venido a verme Antoine -explicó al fin, como si aquello fuera culpa de Lydia. El dedo acusador volvió a señalar en dirección a la caja-. Mira qué hay dentro.

Lydia se acercó a ella sin darle la menor importancia. Se trataba de una sombrerera a rayas, rodeada de una cinta roja. No entendía por qué demonios su madre estaba tan enfadada y le había organizado aquella escenita ridícula sólo porque alguien le hubiera regalado un sombrero. A ella los sombreros le encantaban. Y cuanto más grandes, mejor.

– ¿Es pequeño? -preguntó, antes de inclinarse sobre la caja y levantar la tapa.

– Sí.

– ¿Y tiene pluma?

– No tiene plumas.

Lydia levantó la tapa. En el interior de la caja se agazapaba un conejo blanco.


– Sun Yat-sen.

– ¿Qué?

– Sun Yat-sen.

– ¿Qué nombre es ése para un conejo?

– Fue el padre de la República. Abrió la puerta a una vida totalmente nueva para el pueblo de China, en 1911 -respondió Lydia.

– ¿Y eso quién te lo ha contado?

– Chang An Lo.

– ¿Mientras le cosías el pie?

– No, después.

– Eres tan valiente, Lydia… Yo me habría muerto antes de meter una aguja en la carne de nadie.

– No, Polly, no te habrías muerto. Si hubieras tenido que hacerlo, lo habrías hecho. Hay muchas cosas que somos capaces de hacer si debemos hacerlas.

– Pero ¿por qué no llamas al conejo Caramelo, o Nube, o incluso Lewis, en honor a Lewis Carroll? Algo bonito.

– No. Se llama Sun Yat-sen.

– Pero ¿por qué?

– Porque va a abrirme la puerta a un mundo nuevo.

– No seas tonta, Lyd. Es sólo un conejo. Te sentarás con él y lo acariciarás, como yo acaricio a Toby.

– A eso me refiero, Polly.


Era la una y media de la madrugada. Lydia se levantó de la silla que había acercado a la ventana. Ya no iba a venir.

Aunque, tal vez sí, tal vez sí viniera. Aún era posible. Podía estar escondido en alguna parte, esperando a que la noche…

No, no iba a venir.

Sentía la lengua y la boca secas. Llevaba horas discutiendo consigo misma, con los ojos vidriosos de cansancio. No por mucho que ella lo deseara iba a aparecer él. «Chang An Lo, confié en ti. ¿Cómo he podido ser tan tonta?»

A oscuras se dirigió al fregadero y se echó agua fría en la boca. Sin querer, emitió un gemido grave, pues no soportaba el dolor que le oprimía el pecho. Chang An Lo la había traicionado. El mero pensamiento de aquellas palabras le causaba una herida. Hacía mucho tiempo había aprendido que la única persona en la que se puede confiar es en uno mismo, pero pensó que él era distinto, que entre ellos existía un vínculo. Se habían salvado la vida el uno al otro, y estaba tan segura de que entre ellos había una… una conexión especial… Y sin embargo parecía que sus promesas no valían más que una boñiga de mono.

Él sabía que el collar era la única oportunidad que tenía para empezar de nuevo, para empezar una nueva vida en Londres, o incluso en América, donde, según se decía, consideraban a todo el mundo igual. Una vida brillante, sin rincones oscuros. Era su oportunidad de devolverle a su madre al menos una parte de lo que los rojos le habían robado. Un gran piano con teclas de marfil que sonara como los ángeles, y el mejor abrigo de visón, no uno de esos que vendía el señor Liu, de segunda mano, sino uno reluciente y nuevo. Todo nuevo. Todo. Nuevo.

Cerró los ojos. De pie en la oscuridad, descalza, cubierta con unas enaguas que habían pertenecido a otra persona, se obligó a aceptar que él se había ido y que, con él, se había ido el collar de rubíes, y la nueva vida, el brillo, la felicidad. Todo se había ido.

El nudo que sentía en la garganta la oprimía cada vez más. Casi no podía respirar, le faltaba el aire. Sin ver, se dirigió a la puerta. Se pilló un dedo con ella, se hizo un rasguño, pero la abrió y bajó los dos tramos de escaleras. Se dirigió a la parte trasera del edificio. A la puerta que daba al patio. Levantó el tirador una y otra vez, hasta que al fin se abrió, y salió como una exhalación, impregnándose del aire fresco de la noche. Aspiró hondo una vez, dos veces. Obligó a respirar a sus pulmones, a seguir respirando, inspirando, exhalando. Pero le costaba. Trató de apartar de su mente la ira, la desesperación, la decepción, el miedo, la furia y todo aquel deseo, aquel anhelo, aquella necesidad. Y eso le costó aún más.

Al fin el pánico remitió. Le temblaba todo el cuerpo, tenía la piel sudorosa, pero al menos volvía a respirar. Y a pensar con claridad. Pensar con claridad era muy importante.

El patio estaba muy oscuro, ocupaba un espacio angosto, rodeado de altos muros, y olía a moho y a cosas viejas. La señora Zarya guardaba en él muebles inservibles que iban pudriéndose y mezclándose con montañas de sartenes oxidadas y zapatos antiquísimos. Era de las que no se decidían nunca a tirar nada. Lydia se subió a un baúl desvencijado puesto de lado, sobre una mesa rota, cuya abertura estaba cubierta por una tela metálica, que hacía las veces de tapa. Acercó mucho la cara a la tela.

– Sun Yat-sen -susurró-. ¿Estás dormido?

Se oyó algo que arañaba, husmeaba, y finalmente una nariz rosada, suave, se apretó contra la suya. Ella desató la tela y sostuvo en sus brazos aquel cuerpecillo inquieto, que al instante quedó inmóvil complacido, sobre sus costillas, la nariz hundida en el hueco del codo. Lydia permaneció allí, acunando al animal soñoliento. De sus labios brotó una canción de cuna rusa que tenía casi olvidada, y alzó la vista para contemplar las pocas estrellas que brillaban sobre su cabeza.

Chan An Lo se había ido. Ella había escondido el collar en el club y le creyó cuando él le dijo que se lo traería. Pero la tentación debía de haber sido demasiado fuerte para él. Había cometido un error, y no estaba dispuesta a cometer otro.

Subió la escalera de puntillas, sin el menor ruido esta vez, pues sus pies hallaron el camino silenciosamente por la casa oscura, el ovillo caliente aún alojado en su brazo, acariciando con las yemas de los dedos la piel sedosa de sus orejas largas y su cuerpo suave, sintiendo su aliento etéreo contra la piel.

Abrió la puerta de la buhardilla y se sorprendió al comprobar que su madre había encendido la vela de su habitación, que brillaba tenuemente tras la cortina. Lydia se dirigió rápidamente a la suya, impaciente por esconder a Sun Yat-sen, pero cuando descorrió la cortina se detuvo en seco.

– Mamá -dijo.

Su madre estaba ahí de pie, con el camisón ladeado, observando la cama de Lydia con ojos muy abiertos. Llevaba el pelo sobre los hombros, muy enredados, y unas lágrimas calladas resbalaban por sus mejillas. Se rodeaba el cuerpo con sus delgadísimos brazos, como si tratara de mantener unidas todas sus partes.

– Mamá -volvió a susurrar Lydia.

Valentina volvió la cabeza y abrió mucho la boca.

– ¡Lydia! -exclamó-. Creía que te habían llevado.

– ¿Quién? ¿La policía?

– Los soldados. Han venido con armas.

A Lydia el corazón le latía cada vez con más fuerza.

– ¿Aquí? ¿Esta noche?

– Te sacaban de la cama y tú gritabas y gritabas, y golpeabas a uno de ellos en la cara. Él te encañonaba la boca y te arrancaba los dientes, y luego te arrastraban hasta la nieve y…

– Mamá, mamá. -Se acercó deprisa a su madre y le pasó un brazo por los hombros temblorosos, atrayéndola hacia sí-. Tranquila, mamá, ha sido sólo un sueño. Una pesadilla, nada más.

Valentina estaba helada, y Lydia sentía los espasmos que recorrían su cuerpo, como si algo estuviera quebrándose en su interior.

– Mamá -musitó, con la boca pegada a sus cabellos sudorosos-. Mírame, estoy aquí, sana y salva. Las dos estamos bien. -Retiró los labios-. ¿Lo ves? Conservo todos mis dientes. -Valentina se fijó en su hija, haciendo esfuerzos por comprender las imágenes que se agolpaban en su mente-. Has tenido una pesadilla, mamá, no ha sido real. Lo real es esto. -Y besó a su madre en la mejilla.

Valentina meneó la cabeza, tratando de desprenderse de la confusión. Acarició el pelo de su hija.

– Creía que estabas muerta.

– Estoy aquí, estoy viva. Tú y yo seguimos juntas en esta ratonera apestosa, con la señora Zarya, que sigue contando los dólares en la planta baja, y la casa de los Yeoman sigue oliendo a alcanfor. No ha cambiado nada. -Imaginó el collar de rubíes pasando de unas manos chinas a otras-. Nada.

Valentina aspiró hondo una vez. Dos veces.

Lydia la condujo hasta su cama, junto a la que una vela chisporroteaba y emitía su luz titubeante. La arropó con las sábanas y, amorosa, le besó la frente. Sun Yat-sen seguía acurrucado contra su cuerpo y tenía los ojos, rosados como ratoncillos de azúcar, muy abiertos, en señal de alarma, de modo que también le besó en la cabeza, aunque Valentina no se percató siquiera.

– Te dejo la vela encendida -susurró, aunque sabía que era un despilfarro que no podían permitirse. Pero su madre lo necesitaba.

– Quédate.

– ¿Que me quede?

– Quédate aquí, conmigo -aclaró Valentina, levantando la sabana.

Sin decir nada, Lydia se metió en la cama y se tumbó boca arriba, con su madre a un lado y el conejo al otro. Se mantenía inmóvil por si su madre cambiaba de opinión, y observaba el humo y las sombras bailar en el techo.

– Tienes los pies helados -dijo Valentina, que parecía más sosegada y apoyaba la cabeza contra la de su hija-. Ya no recuerdo la última vez que estuvimos juntas en la cama.

– Fue cuando te pusiste enferma. Pillaste una infección de oído, y tenías fiebre.

– ¿De veras? Entonces tiene que haber sido hace tres o cuatro años, cuando Constance Yeoman te dijo que tal vez me moriría.

– Sí.

– Vieja bruja. Hace falta algo más que una fiebre, incluso algo más que un ejército de bolcheviques para acabar conmigo. -Apretó la mano de su hija bajo las sábanas, y Lydia se aferró a ella.

– Cuéntame cosas de San Petersburgo, mamá. De cuando el zar fue a visitar tu escuela.

– No, otra vez no.

– Pero si no he oído la historia desde que tenía once años.

– Tienes una memoria rarísima para las fechas, Lydochka.

Lydia no respondió. El instante era muy frágil, y su madre podía volver a levantar la guardia en cualquier momento, y entonces ya estaría fuera de su alcance.

Valentina suspiró y empezó a tararear un pasaje del Nocturno en mi bemol mayor de Chopin. Su hija se relajó al momento, y Sun Yat-sen se apretujó contra ella y apoyó la diminuta barbilla contra su pecho, haciéndole cosquillas.

– Nevaba -empezó su madre-. Madame Irena nos hizo pulir el suelo hasta que quedó reluciente como el hielo que se acumulaba en las ventanas, hasta que vimos nuestras caras reflejadas en él. Lo hicimos durante la clase de francés, que ese día no dimos. Estábamos tan emocionadas… A mí me temblaban mucho los dedos. Estaba asustada, y no podía tocar. Tatiana Sharapova vomitó en el pupitre, y la enviaron todo el día a la cama.