– Pobre Tatiana. Sí, se lo perdió todo.

– Pero la que debería haberse sentido indispuesta eras tú -apuntó Lydia.

– Exacto. A mí me escogieron para tocar para él. El Padre de Rusia, el zar Nicolás II. Era un gran honor, el mayor honor con el que una muchacha de quince años podía soñar en aquellos días. Nos escogió a nosotras porque nuestra escuela era el Instituto Ekaterininsky, el mejor de toda Rusia, mejor incluso que los de Jarkov y Moscú. Éramos las mejores, y lo sabíamos. Orgullosas como princesas, andábamos con las cabezas tan erguidas que casi tocaban las nubes.

– ¿Y habló contigo?

– Por supuesto. Se sentó en una gran silla labrada, en medio del salón, y me pidió que empezara. Yo había oído que Chopin era su compositor favorito, así que toqué el Nocturno, y le puse todo mi corazón. Y, cuando terminé, él tenía lágrimas en los ojos, unas lágrimas que no se molestó en ocultar.

Por la mejilla de Lydia también resbaló una lágrima, que no supo bien de quién era.

– Todas llevábamos nuestras capas blancas, cortas, y nuestros pichis -prosiguió Valentina-, y él vino hasta mí y me besó la frente. Recuerdo que me pinchó la cara con la barba, y que olía a cera de pelo, pero las medallas de la pechera relucían tan intensamente que parecía que las hubiera rozado el dedo de Dios.

– Cuéntame qué te dijo.

– Me dijo: «Valentina Ivanova, eres una gran pianista. Algún día tocarás el piano en la corte, en el Palacio de Invierno, para mí y para la emperatriz, y te codearás con lo mejor de San Petersburgo.»

Un silencio complacido llenó la habitación. Lydia temió que su madre concluyera el relato en ese punto.

– ¿Y el zar fue acompañado de alguien? -le preguntó, como si no lo supiera.

– Sí, con un séquito de cortesanos del más alto rango. Todos permanecieron de pie, junto a la puerta, y aplaudieron cuando finalizó mi actuación.

– ¿Y había alguien especial entre ellos?

Valentina aspiró hondo.

– Sí, había un joven.

– ¿Cómo era?

– Era como un guerrero vikingo. Su pelo relucía más que el sol, iluminaba la habitación entera, y en los hombros podría haber cargado con la gran hacha de Thor. -A Valentina se le escapó una risita que era como un vaivén, y que llevó a su hija a pensar en el mar y en los largos barcos vikingos.

– ¿Te enamoraste?

– Sí -respondió Valentina, en voz muy baja, muy dulce-. Me enamoré de él la primera vez que vi a Jens Friis.

Lydia se estremeció de placer, un placer que apaciguaba el agudo dolor que sentía en el pecho. Cerró los ojos e imaginó la gran sonrisa de su padre, sus brazos fuertes doblados sobre el pecho. Trató no sólo de imaginarlo, sino de recordarlo. Pero no pudo.

– Y también había alguien más -prosiguió Valentina.

Lydia abrió los ojos al momento. Aquello no formaba parte de la historia. La historia terminaba cuando su madre se enamoraba a primera vista.

– Alguien a quien tú conoces. -Valentina parecía decidida a contarle algo más.

– ¿Quién?

– También estaba la condesa Natalia Serova. La única que tuvo las agallas la otra noche de decirte que deberías hablar ruso. Pero ¿adónde ha llegado ella hablando ruso? A ninguna parte. Cuando los perros Rojos empezaron a morder, ella fue la primera en hacer cola para huir del país en el Transiberiano, llevándose todas sus joyas. Y ni siquiera esperó a saber si su esposo, que era moscovita, seguía vivo o estaba muerto, antes de casarse con ese ingeniero de minas francés aquí mismo, en Junchow. Aunque ahora él se ha ido al norte, no sé adónde exactamente.

– ¿Entonces ella tiene pasaporte?

– Sí, claro. Por matrimonio dispone de pasaporte francés. Cualquier día de éstos estará en París, en los Campos Elíseos, bebiendo champán y luciendo a sus perritos de aguas mientras yo me pudro y me muero en este triste infierno.

Acababan de fastidiarle la historia. Lydia sintió que el momento de felicidad se desvanecía. Permaneció inmóvil unos instantes, contemplando el baile de las sombras, antes de hablar.

– Creo que me iré a mi cama, ya estás mejor.

Su madre no dijo nada.

– ¿Estás mejor, mamá?

– Estoy mejor de lo que estaré nunca.

Lydia le dio un beso en la mejilla, sostuvo entre sus brazos al conejo hecho un ovillo y dejó la cama.

– Gracias, cariño. -Valentina seguía con los ojos cerrados, y las sombras parpadeaban sobre su rostro-. Gracias. Apaga la vela cuando salgas.

Lydia aspiró hondo y, de un soplo, mató la llama.

– ¿Lidia?

– ¿Sí?

La palabra reverberó en la oscuridad. ¿Sí?

– No traigas más a ese gusano a mi cama.


Los siguientes cinco días fueron duros. Fuera a donde fuera Lydia no dejaba de buscar a Chang An Lo por todas partes. Entre el mar de rostros chinos rastreaba por si encontraba alguno de mirada despierta, marcado por un cardenal. Cualquier movimiento que se produjera a su alrededor la llevaba a volver la cabeza, expectante. Bastaba un grito lanzado desde el otro lado de la calle, o una sombra en un portal. Pero, al cabo de cinco días de mirar por la ventana de la clase en busca de una figura oscura merodeando junto a la verja de la escuela, sus esperanzas se extinguieron.

En su mente, lo había excusado de todas las maneras posibles: estaba enfermo, la infección del pie le había llegado a la sangre, o estaba oculto en algún lugar, a la espera de que cesara la búsqueda. O incluso no había logrado recuperar el collar, y le daba vergüenza admitirlo. Pero sabía que, de ser así, se lo habría hecho saber de algún modo. Se habría asegurado de que ella no permaneciera en aquella incertidumbre. Sabía lo mucho que el collar representaba para ella. Lo mismo que ella sabía lo mucho que podía representar para él. La imagen del joven azotado, con grilletes, en la cárcel, la asaltaba en sueños, por las noches.

Y peor aún. Mucho peor. Del mismo modo que su padre la había protegido, y por ello había muerto en las llanuras nevadas de Rusia, así también, ahora, Chang había salido en su defensa, y por ese motivo había perdido la vida. Veía su cuerpo inerte arrojado a un río negro y de aguas bravas, y despertaba gimiendo. Pero de día no se engañaba. El Asentamiento Internacional era campo abonado para el rumor y el chisme, de modo que si hubieran detenido al ladrón, y la joya hubiera vuelto a su propietario, ella lo habría oído.

Era un ladrón, así de simple. Se había llevado el collar y había desaparecido. Le daba igual el honor, y que le hubiera salvado la vida. Se sentía tan enfadada con él que habría querido arrancarle los ojos y pisarle el pie que le había suturado con tanto cuidado, para verle sufrir lo mismo que sufría ella. En su mente resonaba un rumor que se parecía al de los dientes de una sierra en contacto con un metal, y no estaba segura de si era cólera o un hambre atroz. El señor Theo no paraba de regañarla en clase por no prestar atención.

– Cien veces, Lydia. Escriba «No soñaré en clase». Quédese a hacerlo a la hora del recreo.

No soñaré en clase.

No soñaré en clase.

Soñaré en clase.

Soñaré.

Soñar.

Las palabras alteraban sus pensamientos, y asumían sus propios tintes sobre el papel blanco, rayado, por lo que a veces aquel «soñaré» se pintaba de rojo intenso, y giraba sobre la página. Pero el «no» seguía siendo negro como la boca de una mina, y a partir de cierto momento fue dejándolo fuera de las frases, lo que creó una profunda sima en ella, hasta el final, momento en que el señor Theo acercó la mano a la hoja para cogerla. Sólo entonces, y a toda prisa, garabateó los «noes» que faltaban. Él no pudo evitar sonreírse, divertido, y aquella sonrisa hizo que el rumor que oía en la cabeza sonara con más fuerza. Por eso no quiso mirarlo, y fijó la vista en la mancha de tinta que la pluma había dejado en su dedo izquierdo. Tan negra como el corazón de Chang.

Al salir de clase se quitó el uniforme y el sombrero, se puso un vestido viejo -no el de las manchas de sangre, ése no podía ni verlo-, y se fue en busca de alimento para Sun Yat-sen. El lugar propicio era el parque. Todas las hierbas que asomaran el tallo en las calles eran automáticamente arrancadas por los vagabundos, pero ella había encontrado un parterre abandonado en el parque Victoria donde crecían los dientes de león. Si seguían en su sitio era porque los chinos tenían vetado el acceso a la zona ajardinada. A Sun Yat-sen le encantaban sus hojas ásperas, y de un salto, como una bola blanca y peluda, se subía a su regazo mientas ellas se las daba, una por una.

Cuando hubo llenado la bolsa de cartón arrugada de hojas y de hierba, se dirigió al mercado de las verduras, en el Strand, con la esperanza de encontrar algunos restos esparcidos por el suelo. El día era caluroso y húmedo, el suelo abrasaba las plantas de sus pies, a pesar de las sandalias, por lo que caminaba por la sombra siempre que podía y observaba a las niñas que hacían girar coquetas sus preciosos parasoles, o que se metían en el Café La Fontaine para pedir un helado, o en el salón de té Buckingham, donde vendían sorbetes y sándwiches de pepino, sin corteza.

Lydia volvió la cabeza. Apartó la mirada, y los pensamientos. Las cosas no iban bien en su casa en ese momento. Nada bien. Valentina llevaba toda la semana sin salir de la buhardilla, desde que se suspendió el concierto en el club, y parecía vivir de su vodka y sus cigarrillos. El aroma intenso de la brillantina de Antoine todavía impregnaba el cuarto, pero nunca estaba ahí cuando ella volvía a casa, donde sólo encontraba los cojines esparcidos desordenadamente por el suelo, y a su madre en diversos estadios de desesperación.

– Querida -le había susurrado el día anterior-, ya va siendo hora de que me vaya con Frau Helga, si es que me acepta.

– No digas esas cosas, mamá. Frau Helga regenta un burdel.

– ¿Y qué?

– Que está lleno de prostitutas.

– Te digo una cosa, niña, si nadie vuelve a pagarme por deslizar los dedos sobre el piano, deberé ganar el dinero deslizándolos sobre otras cosas. En este momento, no valen para mucho más.

Levantó las manos y extendió los dedos como abanicos rotos para que su hija los estudiara.

– Mamá, si los usaras para fregar el suelo o colgarte la ropa, al menos esta casa no parecería una pocilga.

– ¡Bah! -Valentina se pasó las manos por el pelo enredado y se echó de nuevo en la cama. Lydia siguió leyendo junto a la ventana.

Sun Yat-sen se había quedado dormido sobre su hombro, y con la nariz le susurraba sus sueños al oído. El libro lo había sacado de la biblioteca, y se trataba de Jude el oscuro, de Hardy. Era ya la tercera vez que lo leía. Lo abyecto de la miseria que se exponía en él la reconfortaba. A su alrededor, el desorden de la habitación era absoluto, pero ella lo ignoraba. Había llegado a casa del colegio el día anterior y había encontrado la ropa de Valentina esparcida por el suelo, a la espera de que alguien la recogiera. Señales de otra pelea con Antoine. Pero esa vez Lydia se negó a hacerlo, y las esquivó. Era como caminar sorteando cadáveres. En casa no había comida. Las pocas cosas que había comprado ella con el dinero de la venta del reloj ya se habían terminado hacía tiempo.

Lydia sabía que debía llevar su vestido nuevo a la tienda del señor Liu. Sí, el que había llevado al concierto, el de color albaricoque el de la cintura baja, de raso. Pero no lo había hecho. Cada día decía que lo llevaría al día siguiente, pero el vestido seguía colado en el gancho de la pared, y ella estaba cada vez más flaca.

El Strand empezaba a vaciarse cuando Lydia llegó. El calor sofocante había disuadido a mucha gente de salir a la calle, pero en el mercado de verduras, situado en un cobertizo grande y ruidoso, en uno de sus extremos, había más de la que esperaba encontrar a esa hora. El Strand era la principal zona de compras del Asentamiento Internacional, dominado por la fachada gótica de los grandes almacenes Churston, donde las damas adquirían su ropa interior y los caballeros sus puros habanos, y donde Lydia se refugiaba a mirar cuando llovía.

Pero ese día pasó de largo, con prisas, y se dirigió al mercado, en busca de algún puesto que estuviera a punto de cerrar y en el que tiraran a la basura alguna hoja de col rota, o algún durián golpeado, mientras barrían el suelo. Pero, cada vez que daba con uno, una turba de niños de la calle se le adelantaba y saqueaba las sobras, como si fueran cachorros de gato. Al cabo de media hora de concienzuda búsqueda, recogió una mazorca de maíz que algún distraído había echado al suelo de un codazo, y se fue de allí sin esperar más. La metió en la bolsa de cartón, junto con las hojas y la hierba, y acababa de bajar de la acera para cruzar la calle, tras el paso de un carro tirado por un burro, cuando una mano se alargó hacia ella y le quitó la bolsa.