– Devuélvemela -gritó, tratando de aferrarse a la nuca del ladrón.
El pelo, negrísimo, se le levantaba como una escoba a medida que se abría paso entre el tráfico, y aunque no podía tener más que siete u ocho años, se movía con la agilidad de una nutria que se sumergiera, se retorciera, subiera a la superficie. Lydia iba tras él, y al doblar una esquina tropezó con un malabarista y le desbarató los aros. Pero no quitaba los ojos de aquella cabeza que parecía un cepillo. Le dolían los pulmones, pero no se detenía, y sus zancadas doblaban las del muchacho-nutria. No iba a permitir que Sun Yat-sen pasara hambre.
De pronto, el muchacho se detuvo a unos veinte metros de ella, y la miró. Era pequeño, de piernas flacas y mugrientas, y tenía un absceso bajo un ojo, pero se notaba muy seguro de sí mismo. Sostuvo la bolsa en alto un segundo, observándola con sus ojos fijos y entonces separó los dedos y soltó la bolsa, antes de retroceder unos cuantos pasos.
Sólo entonces Lydia paró y miró a su alrededor. La calle estaba tranquila, pero no desierta. Un coche pequeño, de color teja y guardabarros empotrados en la carrocería estaba aparcado a su lado, más adelante, mientras dos ingleses, enfrente, reparaban un motor. Uno le contaba al otro, en voz muy alta, un chiste sobre una suegra y un loro. Se trataba de una calle inglesa. Con cortinas caladas en las ventanas. Aquello no era un callejón de la parte vieja de la ciudad. Allí estaba a salvo. Pero entonces ¿por qué se sentía cada vez más insegura? Se acercó despacio al niño.
– ¡Eh, tú, sucio ladrón! -le gritó.
No obtuvo respuesta.
Sin quitarle los ojos de encima, se agachó deprisa, recogió la bolsa del suelo y la estrechó con fuerza contra el pecho, palpando con los dedos la mazorca. Pero, sin tiempo para comprender qué estaba pasando, una mano surgió desde atrás, le tapó la boca, y unos brazos poderosos la introdujeron en el asiento trasero del vehículo. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, aunque ella no pudiera ni parpadear siquiera. Alguien le acercó la punta de un cuchillo al ojo derecho, y una voz áspera ladró algo en chino.
Una mano le impedía abrir la boca. La sangre se le agolpaba en los oídos, y el corazón le latía con tal fuerza que le dolían las costillas, pero logró estirar una pierna y le dio una patada a una pantorrilla.
– Quieta.
Esa voz era más suave, y le hablaba en su idioma. El rostro del que provenía también lo era. Eran dos hombres, obreros chinos, uno de cara ancha, que apestaba a ajo, y el otro de mirada dura y rasgos menudos, finos. Él era el que sostenía el cuchillo, el que le acercaba la punta al párpado.
– Perderás ojo. No problema. -Hablaba en voz baja, y Lydia oyó a los dos ingleses reírse de su estúpido chiste, al otro lado de la calle-. ¿Comprendes?
Ella parpadeó con el ojo izquierdo.
El otro hombre le retiró de la boca la mano repugnante.
– ¿Qué quieren? -balbució Lydia-. No tengo dinero.
– No dinero. -El más suave de los dos meneó la cabeza-. ¿Dónde Chang An Lo?
Lydia sintió que una gota de sudor le resbalaba por la espalda.
– No conozco a ningún Chang An Lo.
La punta del cuchillo se clavó en su piel, y el párpado empezó a escocerle.
– ¿Dónde él?
– No lo sé, pero no vuelva a cortarme. Es la verdad. Se ha ido. No sé adónde.
– Mientes.
– No, es cierto. -Levantó un dedo-. Córtemelo, y le responderé lo mismo. No sé dónde está.
Los dos rostros vacilaron, y se miraron. Fue entonces cuando vio la serpiente negra, enroscada sobre sí misma, que los dos hombres llevaban tatuada a un lado del cuello. La última vez que vio una serpiente fue en el callejón de la ciudad vieja, y también era negra.
– Pero supongo que podría adivinarlo -añadió, escupiendo en su cara.
El más duro de sus dos captores le escupió a ella, y el más tranquilo se acercó más.
– ¿Dónde?
– En la cárcel.
Desconcierto, ceño fruncido, enfado.
– ¿Por qué cárcel?
– Robó una cosa. En el Club Ulysses. Lo han pillado y lo han encerrado en la cárcel. Seguramente le han enviado a una cárcel de Tientsin. Al menos eso es lo que suelen hacer los ingleses. No volverán a verlo en bastante tiempo.
Los dos hombres se enzarzaron en una acalorada discusión, y entonces el más duro se mostró comprensivo, le gritó algo, la agarró del brazo y la echó del coche. Cayó sobre el asfalto. El cráneo golpeó contra las piedras, pero ella apenas se percató. El coche se alejó, y del muchacho no había rastro. Se apoderó de ella un alivio tan dulce que le impregnó la boca. Como pudo, se puso en pie y, por primera vez, uno de los dos ingleses se percató de su presencia.
– ¿Está bien, señorita?
Ella asintió, y volvió a la calle principal a toda prisa, con la bolsa marrón en la mano.
Capítulo 13
Maldito, maldito, maldito.
Maldito Chang An Lo. Le había salvado su inútil pellejo por segunda vez, y ¿qué había sacado ella? Un golpe en la cabeza y un ojo herido. Nada de collar, nada de gran piano Erard.
Una vez de vuelta en el Strand, Lydia descubrió, para su horror, que estaba temblando. Tenía calor, se sentía sudorosa, enojada. Su boca sabía a tierra, y habría dado lo que fuera por tomarse algo frío, una bebida con hielo y un gajo de mango nadando en ella. Sólo había tomado hielo una vez en su vida, y eso fue cuando Antoine le compró aquel zumo de frambuesa en la heladería del sector francés, mientras esperaban a que su madre escogiera un sombrero. Había chupado los cubitos helados hasta que se le entumeció la lengua.
Abrió las puertas de cristal de los almacenes Churston y se retiró el pelo del cuello. Al menos allí no haría tanto calor. Los ventiladores gigantes del techo, de latón, no eran de hielo, pero le sirvieron para refrescarse. Dentro, los mostradores bullían de actividad. En uno de ellos, una estadounidense de pelo corto compraba un perfume de Guerlain; en otro, un hombre sostenía unos pendientes junto al rostro de su esposa, y sonreía. «Tal vez sea su amante», pensó Lydia.
Sobre sus cabezas, pequeños cartuchos de madera zumbaban por toda la sala y, a través de tubos, transportaban dinero y recibos desde y hasta el cubículo situado en un rincón. Allí, una mujer con cara de cabra, con un pelo en la barbilla, controlaba el dinero y anotaba en una lista, con letra diminuta, las sumas de cada transacción. Por lo general, a Lydia le gustaba observarle las manos, siempre ocupadas, nunca quietas, pero ese día no estaba de humor. Lo cierto era que no estaba de humor para nada de todo aquello.
Contemplar los escaparates con sus bolsos de piel de serpiente y sus cajas de madreperla le hacía sentirse peor.
Dio media vuelta, dispuesta a salir de allí, y casi tropezó con un hombre al que reconoció: se trataba del señor del traje color crema y el panamá, el del mercado chino de la semana anterior, el del reloj, el inglés al que le gustaba la porcelana. Se alejó de él, no sin antes fijarse en que se metía la billetera en un bolsillo lateral de la chaqueta y se dirigía a la salida. Bajo el brazo llevaba un paquete envuelto en papel de seda blanco.
La decisión fue instantánea. Recordó lo fácil que le había resultado la otra vez. Además, sólo un tonto llevaría la billetera tan descuidadamente. Cuando el hombre alcanzó la puerta, ella ya se encontraba allí. Caballerosamente, él la abrió y le cedió el paso, llevándose los dedos al ala del sombrero, y ella le dio las gracias con una sonrisa mientras pasaba por su lado.
Una vez en la calle, de vuelta al calor, dio dos pasos. Ni uno más. Una mano le agarró la muñeca y no la soltaba.
– Jovencita, devuélveme la billetera.
Lo dijo sin gritar, pero la rabia de su voz le rebotó en la cara.
– ¿Cómo dice?
– No empeores las cosas. Mi billetera. Ahora.
Lydia forcejeó para liberarse de aquella mano, se retorció y se volvió, pero él la agarraba con mucha fuerza. Era la tercera vez desde la muerte de su padre que sentía el tacto de la mano de un nombre. La primera, hacía unos días, en el callejón; la segunda, hacia apenas unos minutos, en el interior de aquel vehículo; y ahora esa. Le sorprendió constatar lo fuertes que eran todos.
– Mi billetera.
Ella levantó la bolsa de papel con la mano que le quedaba libre, y extrajo de ella el bien ajeno, devolviéndolo al bolsillo, aunque al interior en esa ocasión. Pero él seguía sujetándola por la muñeca.
Bajó la cabeza. ¿Qué más quería de ella?
– Lo siento -balbució.
– Con sentirlo no basta. A ti hay que enseñarte una lección. Te llevo derechita a la comisaría de policía.
– No.
– Te lo advierto, si me das algún problema, pediré ayuda a un par de agentes del tráfico. No creo que quieras pasar esa vergüenza.
Y se puso en marcha, arrastrándola. Algunas cabezas se volvieron, pero nadie se mostró lo bastante interesado como para intervenir. Una sensación de pánico se apoderaba de Lydia por momentos. Podía resistirse, sentarse en el suelo y negarse a moverse pero ¿de qué iba a servirle?
Ninguno de los dos hablaba; avanzaban en silencio.
– ¿Señor?
– Me llamo señor Parker.
– Señor Parker, no volveré a hacerlo.
– Por supuesto que no. Pienso asegurarme de ello.
– ¿Qué me hará la policía?
– Encerrarte en la cárcel, que es donde merecen estar los ladrones.
– ¿Aunque sólo tenga dieciséis años?
Sin aminorar la marcha, la miró como si hubiera visto un escorpión. Ella le sostuvo la mirada.
– Hace una semana sufrí otro robo -dijo, tenso-. Seguramente fue un mendigo chino, no mayor que tú. Probablemente era pobre, y tenía hambre. Pero eso no es excusa para robar. Nada disculpa un robo. Va contra la Palabra de Dios, y contra los cimientos mismos de nuestra sociedad. Si me hubiera pedido algo, yo se lo habría dado. Eso es la caridad. Pero no el reloj. Por Dios, eso no.
– Si yo le hubiera pedido, señor Parker, ¿me habría dado?
El hombre la miró, y un atisbo de confusión asomó a su rostro.
– No.
– Pero yo también soy pobre.
– Tú eres blanca. Deberías tener más conocimiento.
Lydia no dijo nada más. Tenía que pensar, mantener su cerebro en funcionamiento. En ese instante apareció ante ellos, a la derecha, la iglesia de San Agustín, gris y poco atractiva, y se le ocurrió algo, algo tan tentador que la adrenalina recorrió todo su cuerpo.
– Señor Parker.
El hombre no volvió la cabeza.
– Señor Parker, necesito entrar ahí.
– ¿Qué?
– En la iglesia.
Esa vez sí la miró, desconcertado.
– ¿Por qué?
– Si voy a ir a la cárcel, como usted dice, necesito buscar ante la paz de Dios.
El señor Parker se detuvo en seco.
– ¿Me está tomando el pelo, jovencita? ¿Me tomas por tonto?
– No, señor -musitó, bajando los ojos, modosa-. Sé que lo que he hecho está mal, y debo pedir el perdón del Señor. Le prometo que no tardaremos mucho. -Vio que su captor vacilaba-. Es para lavar mi alma.
Se hizo el silencio. Los ruidos de la calle parecieron remitir, como si sólo ese hombre y ella existieran en toda China. Contuvo la respiración.
El hombre se colocó bien los lentes.
– Está bien, supongo que no puedo negártelo. Pero no creas que vas a escaparte desde ahí dentro.
La condujo por la escalinata de piedra, agarrándole con fuerza la muñeca, y abrió de un empujón la pesada puerta de roble.
Al encontrarse dentro, Lydia quedó petrificada.
El hombre se detuvo e, impaciente, estudió su expresión.
– ¿Y ahora qué?
Ella negó con la cabeza. Era la primera vez que pisaba una iglesia. ¿Y si Dios la fulminaba y caía muerta?
El señor Parker pareció intuir sus temores.
– Dios te perdonará, niña, aunque yo no pueda.
Con los puños muy cerrados, dio unos pasos al frente. No estaba preparada para aquel descenso de temperatura, ni para los techos abovedados que se alzaban sobre ella como los hombres se alzan sobre las hormigas. Se estremeció, y Parker asintió, satisfecho ante su reacción. Ese lugar olía un poco como el patio trasero de la señora Zarya, y el aire húmedo impregnaba su olfato, pero la visión de las vidrieras llenó de emoción sus sentidos. La luz, el fulgor de los colores, eran de una intensidad absoluta, la túnica de la Virgen María más vivida que el pecho de un pavo real, y la sangre de Cristo del tono exacto de los rubíes del collar que Chang le había robado.
– Siéntate.
Lydia obedeció, y lo hizo en un banco largo, cerca del fondo. Alzó la vista para observar a un Cristo de tamaño natural situado por encima del altar, con el temor de que en cualquier momento empezara a brotarle sangre del costado. Había algunas personas sentadas en otros bancos, las cabezas inclinadas, los labios moviéndose al ritmo de las oraciones que murmuraban, pero la iglesia estaba, sobre todo, llena de vacío, y Lydia comprendió por qué la gente acudía a ella. Para alimentarse de aquel vacío. El corazón le latía más despacio, y el pánico que dominaba su mente la abandonó. Allí sí podía pensar.
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