Capítulo 15

Chang An Lo viajaba de noche. Era más seguro. El pie seguía doliéndole, y en las montañas, el avance era lento. Su viaje de regreso duró demasiado. Casi le pillaron.

Oía su respiración, la de sus caballos. El golpeteo de la lluvia en sus capas de cabritilla. Él detuvo los latidos de su corazón y se tumbó boca abajo en el barro, y las pezuñas pasaron a un palmo de su cabeza, pero la oscuridad le salvó. Dio gracias a Ch'ang O, diosa de la luna, por darle la espalda esa noche. Después, robó una mula en un cobertizo sin vigilancia, en un pueblo que se hallaba en el fondo del valle, pero a cambio dejó un puñado de plata.

Acababa de amanecer, y el viento que provenía de las vastas llanuras del norte traía el polvo de limo amarillento, que penetraba en sus fosas nasales y se le metía en la boca. Fue entonces cuando divisó al fin la extensión de edificios que componían Junchow. Desde la distancia, la ciudad parecía desordenada. Lo oriental se fundía con lo occidental, y los destartalados tejados de la ciudad antigua surgían en yuxtaposición con los bloques macizos y las líneas rectas del Asentamiento Internacional. Chang trataba de no pensar en ella, en qué pensaría de él. Quiso escupir, pero aquel polvillo fino le había dejado sin saliva, y por eso se limitó a murmurar.

– Malditos una y mil veces los invasores fanqui. China se meará pronto en los diablos extranjeros.

Y, sin embargo, a pesar de sus maldiciones, una diablilla extranjera lo había invadido a él, y no sentía el menor deseo de expulsarla de su vida. Agazapado entre unos matorrales -su sombra fundida con la de los árboles- deseaba tanto volver a verla que le dolía a pesar de saber que se arriesgaba a perder más de lo que podía permitirse.

Sobre él, las venas rojizas que teñían el cielo parecían rastros de sangre derramada.

El agua estaba fría. Sabía nadar bien, pero las corrientes fluviales eran fuertes, y se enredaban a sus piernas como tentáculos, de modo que tuvo que golpear con fuerza para librarse de ellas. El pie que la muchacha-zorro le había cosido volvía a servirle de mucho, agradeció a los dioses que le hubieran concedido el don de un pulso tan firme. Gracias al paso por el río se ahorraría los centinelas, y todos los pares de ojos que vigilaban los caminos que conducían a Junchow. Había esperado al anochecer. Los sampanes y los juncos que navegaban río abajo con sus velas negras, y sin luces en la proa, lo dejaban atrás, rumbo a sus furtivos destinos y, sobre su cabeza, las nubes impedían la visión de las estrellas. El río guardaba sus secretos.

Cuando llegó a la otra orilla permaneció inmóvil, en silencio, junto al casco carcomido de una barca puesta del revés, atento a los sonidos de la oscuridad, a las sombras cambiantes. Estaba de nuevo en Junchow, cerca de ella una vez más. La alegría se apoderó de él, y al cabo de un rato, acompañado sólo por los crujidos de las ratas al moverse, se puso en marcha y se adentró en la ciudad.

– Ai! Mis ojos se alegran de verte. -El joven de la cicatriz larga que dividía un lado de su cara saludó a Chang con voz de alivio-. Saber que estás de vuelta, vivo, que sigues soltando tus maldiciones, amigo mío, significa que esta noche, al fin, dormiré tranquilo. Toma, bebe esto, parece que lo necesitas.

La luz de la pared parpadeó, la llama de la antorcha chisporroteo y silbó, como dotada de vida.

– Yuesheng, te doy las gracias. Esta vez se han acercado mucho los escorpiones grises de Chiang Kai-Check. Alguien debió de susurrarles algo al oído. -El recién llegado se tomó de un trago el licor de arroz, y sintió que le devolvía la vida a sus huesos helados. Se sirvió otro vaso.

– No importa quién haya sido; le cortaremos la lengua.

Estaban en una bodega. Las paredes de piedra rezumaban agua y aparecían cubiertas de líquenes de colores vivos, pero se trataba de un lugar espacioso, y los sonidos de la imprenta quedaban amortiguados por el grosor de las paredes y los techos. Sobre ellos se alzaba la fábrica textil, y en ella las máquinas no paraban en todo el día. Pero sólo el capataz sabía del mecanismo que, en secreto, trabajaba bajo sus pies. Se trataba de un miembro del sindicato, de un comunista, de un luchador por la causa, y suministraba petróleo y tinta así como cubos de licor de arroz, a los activistas del turno de noche. Desde que los nacionalistas del Kuomintang accedieron al poder y Chiang Kai-Chek juró que borraría a los comunistas de la faz de China, respirar era un peligro, y los panfletos, invitaciones a la espada del verdugo. Media docena de rostros jóvenes, voluntariosos se congregaban alrededor de la imprenta, media docena de vidas que pendían de un hilo.

Yuesheng se sacó del bolso una tira de pescado seco y se la entregó a Chang.

– Come, amigo mío. Necesitas recobrar fuerzas.

Chang obedeció, y probó su primer bocado en tres días.

– Los últimos carteles son buenos. Los que exigen nuevas leyes contra el trabajo infantil -dijo-. He visto varios de camino, uno pegado incluso sobre la puerta del Consejo.

– Sí. -Yuesheng se echó a reír-. Ése es obra de Kuan.

Al oír su nombre, la joven delgada alzó la vista de los panfletos que se dedicaba a amontonar, para meter en sacos, y saludó a Chang con un movimiento de cabeza.

– Cuéntame, Kuan, ¿cómo es que siempre te las apañas para colgar los carteles en los lugares más insultantes, bajo las mismas narices de Feng Tu Hong? -le preguntó, alzando la voz para hacerse oír sobre el estrépito de la maquinaria-. ¿Acaso vuelas con los espíritus de la noche, invisible a los ojos humanos?

Kuan se acercó. Llevaba la chaqueta azul, holgada, y los pantalones de una campesina, a pesar de haberse licenciado recientemente en Derecho, en la Universidad de Pekín. No era partidaria de las sonrisas dóciles que la mayoría de las mujeres de Junchow dedicaban al mundo.

Cuando sus padres la echaron de casa por humillarlos cortándose el pelo y aceptando un trabajo en una fábrica, su deseo de luchar por los derechos de las mujeres no hizo sino crecer. No quería que la mujer siguiera siendo propiedad de padres y maridos, perro al que se podía patear impunemente.

Poseía la valentía de la muchacha-zorro, pero en su interior no ardía ninguna llama, ninguna luz tan brillante que iluminara un espacio, ningún calor tan intenso que los lagartos se acercaran para estar a su lado.

¿Dónde estaría Lydia en ese momento? Lo estaría maldiciendo, de eso no le cabía duda. La imagen de sus ojos astutos, entrecerrados, aguardándolo, llenos de furia, hizo que se le escapara una carcajada, y Kuan, que malinterpretó su alegría, le dedicó una de sus escasas sonrisas.

– Ese presidente de consejo, ese Feng Tu Hong, con su cara de camello, merece un trato especial.

– Cuéntame, ¿qué novedades se han producido en mi ausencia?

La sonrisa se esfumó al instante.

– Ayer ordenó una purga de los obreros de la metalurgia en la fundición, los que pedían mejoras de seguridad en los altos hornos.

– Decapitaron a doce de ellos en el patio, como aviso para el resto -añadió Yuesheng, que se llevó la mano a la cicatriz y se la acarició. Su rostro, tras el gesto, pareció oscurecerse y latir con vida propia.

Un estallido de ira recorrió el cuerpo de Chang. Cerró los ojos y se concentró. Aquél no era el momento. Ese momento estaba envuelto en fuego. Y, con el peligro tan cerca, lo que a él le hacía falta era control.

– El momento de Feng Tu Hong llegará -dijo, sereno-. Eso os lo prometo. Y con esto el momento llegará antes. -Sacó un papel de la bolsa de piel que llevaba atada al cuello.

Yuesheng se lo arrebató, lo leyó a toda prisa y asintió, satisfecho.

– Es una nota prometedora -anunció al resto-. Nos darán rifles. Winchesters. Cien Winchesters.

Seis rostros esbozaron sonrisas al unísono, y un hombre alzó al aire un puño manchado de sangre, a modo de saludo.

– Lo has hecho muy bien -dijo Yuesheng, con orgullo en la voz.

Chang se sentía satisfecho. Yuesheng y él eran tan amigos que se consideraban casi hermanos. Su amistad era la piedra en la que se apoyaban. Le plantó la mano en el hombro y, sin palabras, comprendiéndose, se miraron a los ojos.

– Las noticias que llegan del sur son buenas -le dijo Chang.

– ¿Mao Tse-tung? ¿Nuestro líder sigue evitando las trampas de los barrigas grises?

– Escapó por los pelos el mes pasado. Pero su campamento militar de Jiangxi crece día a día, y desde todo el país acuden a él como abejas a un panal. Algunos con sólo una hoz en la mano, y el corazón lleno de fe. Se acerca la hora en que Chiang Kai-Chek descubrirá que con su traición al país ha firmado su propia sentencia de muerte.

– ¿Es cierto que la semana pasada hubo otra escaramuza cerca de Cantón?

– Sí -respondió Chang-. Hizo explosión un tren lleno de tropas del Kuomintang, y…

Un fuerte estrépito acalló su voz y el ruido de las imprentas, y la puerta metálica, en lo alto de la escalera, se abrió de golpe. Un muchacho se metió en la bodega presa del pánico, con los ojos desbocados.

– ¡Están aquí! -exclamó-. Las tropas están…

Un disparo resonó en el sótano, y el muchacho cayó al suelo de tierra boca abajo, mientras la mancha de un rojo intenso se extendía por la espalda de su chaqueta.

Al instante, el movimiento se apoderó de la bodega. Todos sabían qué tenían que hacer. Yuesheng los había preparado para ese día. Se apagaron las antorchas. En la oscuridad, las botas enemigas atronaban en su descenso de los peldaños, y se emitían órdenes dirigidas a sombras. Silbaron otros dos disparos, que acabaron incrustados en la pared. Pero, en el otro extremo, una escalerilla de mano estaba lista. Unas tuercas bien engrasadas retrocedieron con suavidad. Se abrió una escotilla. Pero el rectángulo de noche era más pálido, y recortó las siluetas contra la abertura cuando, una tras otra, iniciaron la huida.

Ultimo en la cola, junto a la escalera, acompañado de Yuesheng, Chang vio el perfil tenuemente dibujado de un soldado que se aproximaba desde la escalera, y de una patada certera le desencajó la mandíbula. Se oyó un grito de dolor desgarrado. En un abrir y cerrar de ojos, Chang se apoderó del rifle y disparó una ráfaga de balas por todo el sótano.

– Vamos -le gritó a Yuesheng.

– No, sal tú primero.

Chang posó la mano en el brazo de su amigo.

– Sal tú.

Yuesheng no esperó más y ascendió a toda prisa por la escalera de mano. Chang disparó una vez más y notó que, a modo de respuesta, la bala de un Kuomintang le rozaba el pelo. Sin dar tiempo a su amigo a salir, salió disparado tras sus talones. Más balas disparadas desde abajo, y de pronto Chang sintió un peso muerto que se le venía encima. Fue como si le hubieran desgarrado el corazón.

Se cargó el cadáver de Yuesheng a un hombro, salió de la escotilla, y corrió hacia la oscuridad.

Capítulo 16

– ¿Más vino, Lydia?

– Gracias, señor Parker.

– ¿Crees que debe beber, Alfred? Sólo tiene dieciséis años.

– Vamos, mamá, que ya soy mayor.

– No tanto como tú te crees, querida.

Alfred Parker sonrió, indulgente, y los vidrios de sus lentes brillaron al contemplar a Lydia a la luz de las velas.

– Sólo por esta vez. Después de todo, ésta es una noche especial.

– ¿Especial? -Valentina arqueó una elegante ceja-. ¿En qué sentido?

– En el sentido de que es la primera comida que hacemos juntos. La primera de muchas, espero, en las que tendré el honor de acompañar a dos mujeres tan hermosas. -Alzó la copa brevemente, apuntando con ella, sucesivamente, a Lydia primero, y después a Valentina.

Ésta bajó la mirada un instante, se pasó un dedo por la pálida piel del cuello, como sopesando la conveniencia de la proposición, y a continuación lo miró fijamente a los ojos. Al constatar el efecto que aquellos gestos tuvieron en Alfred Parker, Lydia pensó que era como si su madre hubiera activado una trampa. El hombre estaba colorado de placer. Los ojos oscuros y sensuales de su madre; sus labios entreabiertos, le nublaban la mente y le desposeían de mucho más de lo que Lydia jamás pretendió robarle.

– Garçon -llamó-. Otra botella de borgoña, por favor.

Se encontraban en un restaurante del Barrio Francés, y Lydia había pedido filete a la pimienta. El maître francés le había hecho una reverencia, como si se tratara de alguien importante, alguien que pudiera permitirse pagar una cena como ésa. En un restaurante como ése. Se había puesto el vestido, por supuesto, el vestido color albaricoque que había llevado al concierto, y se había propuesto mirar a los demás comensales con indiferencia absoluta, como si acudiera todos los días a locales como aquél.