Aquel sapo falso seguía de pie en el centro de la buhardilla, igual de calmado y sereno que si acabara de traerle flores, en lugar de mentiras, y ella sentía unas ganas terribles de ahogarlo. Había confiado en él, qué tonta había sido, había confiado en él, ella que no confiaba en nadie. ¿Y qué había hecho él? Él había arrojado su confianza por la alcantarilla, dejándole un gran vacío en las entrañas.

– Vete -le gritó-. Vamos, sal de aquí. Sé por qué lo hiciste, y no quiero oír toda tu sarta de mentiras, de modo que…

Llamaron con fuerza a la puerta, y Lydia se interrumpió en seco.

– ¿Estás bien, Lydia? -preguntó una voz.

Era el señor Yeoman.

Los ojos de la muchacha se clavaron en los de Chang, y por primera vez vio peligro en ellos. Su visitante se había puesto de puntillas, listo para atacar.

– No -le susurró ella, secamente-. No.

– ¿Tienes algún problema, querida? ¿Necesitas ayuda?

El señor Yeoman era un anciano que no podía hacer nada frente a Chang. Lydia se acercó a la puerta y la entreabrió. Su vecino estaba en el rellano, el pelo blanco revuelto, con un atizador de latón en la mano.

– Estoy bien, señor Yeoman, gracias. De verdad, sólo estaba… discutiendo con un amigo. Siento haberle molestado.

Los ojos del viejo la miraron, desconfiados.

– ¿Estás segura de que no puedo ayudarte?

– Sí, estoy segura. Pero gracias de todos modos.

Cerró la puerta, se apoyó en ella y suspiró de alivio. Chang no se movió.

– Tienes buenos vecinos -comentó él en voz baja.

– Sí -replicó ella más calmada-. Vecinos que no tratan de engañarme con palabras astutas. -A la luz mortecina de la vela, se fijó en que la piel del rostro del intruso se tensaba alrededor de los prominentes pómulos, y hacía ademán de hablar, por lo que ella se apresuró a seguir-. Y si mi madre entrara en este momento y te encontrara aquí, te despellejaría vivo, con o sin pataditas de kung fu. Así que… -Recogió el vestido y se lo puso-. Así que saldremos a la calle ahora mismo, y allí podrás decirme qué es lo que has venido a decirme, y luego no quiero volver a verte nunca más ¿Entendido?

Lydia oyó que Chang aspiraba hondo, y le pareció que le arrebataba el aire de los pulmones.

– Entendido.

Lo condujo hasta una casa que quedaba a dos calles de la suya. Se trataba más de un refugio que de una casa, pues se había quemado hacía nueve meses, pero aún permanecía en su lugar, como un colmillo ennegrecido, en medio de la terraza de ladrillo, y se había convertido en hogar de murciélagos y ratas, así como de algunos perros salvajes. Gran parte de lo que había sobrevivido había sido saqueado, pero las paredes externas seguían en pie, y daban al lugar cierta sensación de intimidad, a pesar de la falta de tejado. Había empezado a llover, una llovizna suave que templaba el aire y era un bálsamo para la piel de Lydia.

– ¿Y entonces? -le preguntó, observándolo fijamente.

Chang se tomó su tiempo. En silencio, se fundió con la oscuridad y pareció reptar por las estancias en ruinas, igual de etéreo que el viento que soplaba desde el río y refrescaba los brazos desnudos de Lydia. Tras asegurarse de que no había más personas refugiadas tras las montañas negras de escombros, regresó junto a ella.

– Ahora hablaremos -dijo-. He venido a verte para que pudiéramos hablar.

La claridad tenue de la última farola que alumbraba en la esquina iluminaba el espacio que los separaba, y Lydia se dedicó a observarlo con atención. Había cambiado. No habría sabido decir en qué, ni cómo, pero el cambio era evidente. Lo sentía como sentía la lluvia en el rostro. Había una nueva tristeza en las comisuras de sus labios, una tristeza que tiraba de ella y la llevaba a querer escuchar su corazón, descubrir por qué latía tan despacio. Pero lo que hizo fue levantar mucho la cabeza y recordarse a sí misma que se había aprovechado de ella, que su preocupación por ella equivalía a cero. Que todo eran mentiras y excrementos de rata.

– Habla entonces -le conminó ella.

– Te habría matado.

– El collar.

– Estás loco. -Imaginó que la joya la asfixiaba cuando intentaba ponérsela alrededor del cuello.

– No, mis palabras son verdaderas. Lo habrías llevado a la ciudad vieja de Junchow, a uno de esos antros en los que no hacen preguntas. Ellos roban a los ladrones que acuden a ellos, pero siempre tienen las manos limpias y blancas. Pero nadie habría tocado siquiera ese collar, nadie se habría atrevido.

– ¿Porqué?

– Porque se sabe que fue confeccionado como regalo para la madame Chiang Kai-Chek. De modo que habrías regresado con las manos vacías, y antes de haber llegado a casa te habrían matado y arrojado a una cloaca, sin el collar.

– Tratas de asustarme.

– Si quisiera asustarte, Lydia Ivanova, hay muchas otras cosas que podría contarte.

De nuevo el gesto de su boca reveló una tristeza que el resto de su cara negaba. Lydia observó aquellos labios con atención, y creyó lo que le decían. Allí de pie, bajo la lluvia, en medio de aquellas ruinas mugrientas, rodeados del cielo nocturno, negro como la muerte, sintió una oleada fría de alivio. Y respiró hondo.

– Parece que vuelvo a deberte la vida -dijo, estremeciéndose.

– Estamos comprometidos, tú y yo. -Alargó la mano para vencer el abismo de luz amarillenta que se extendía entre ellos, y le rozó el brazo, apenas una caricia breve, poco más que el ala de una Polilla en la oscuridad-. Nuestros destinos se han unido, están cosidos con la misma firmeza con que tú me cosiste el pie.

Su voz era tan suave como su caricia. Lydia sintió que la bola compacta de ira que sentía en el interior temblaba y empezaba a derretirse. Sintió que le corría por las venas, que abandonaba su cuerpo por los poros de su piel, que se encontraba con una lluvia que la eliminaba. Pero ¿y si aquello también era mentira? Más mentiras pronunciadas por unos labios capaces de lograr que ella creyera en sus palabras. Se rodeó el cuerpo con los brazos, para impedir que toda la ira que sentía lo abandonara. La necesitaba. Era su armadura.

– El compromiso implica compartir, ¿no es cierto? -dijo-. Y, además, no cambia el hecho de que el collar era mío. Si lo has vendido en algún lugar del sur, donde desconocen su verdadera importancia, entonces deberías compartir el dinero conmigo. A mí me suena justo. El cincuenta por ciento para cada uno -zanjó alargando la mano.

Chang soltó una carcajada. Era la primera vez que Lydia le oía reír, y su risa ejerció un efecto raro en ella. Se liberó. Por un instante fugaz, olvidó la interminable lucha.

– Eres como un zorro, Lydia Ivanova, clavas los dientes y ya no sueltas nunca a tu presa.

Ella no estaba segura de si aquello era un insulto o un halago, pero no se detuvo a averiguarlo.

– ¿Cuánto te dieron por él?

Chang escrutó su rostro con aquellos ojos negros, la risa colgada aún en sus labios.

– Treinta y ocho mil dólares.

Lydia se sentó de golpe sobre un muro bajo, destartalado, y apoyó la cabeza entre las manos.

– Treinta y ocho mil dólares. Una fortuna -susurró-. Mi fortuna. -El silencio lo rompió sólo algo que se arrastraba por el suelo, camino de la puerta. Chang le dio un puntapié. Era una comadreja-. Treinta y ocho mil dólares -repitió, despacio, saboreando las palabras con la lengua, como si fueran de miel.

– El mismo número de vidas se han perdido en Shanghai y en Cantón.

¿Cantón? ¿De qué estaba hablando? ¿Qué diablos tenía que ver Cantón con sus treinta y ocho mil dólares? Sentía la mente embotada, pero en ese instante se le encendió una luz en el cerebro. Una masacre, el año anterior. Recordó que todo el mundo hablaba de ella. Y luego estuvo lo de Shanghai, aquella vez que, cumpliendo órdenes de Chiang Kai-Chek, los nacionalistas del Kuortuntang prepararon una emboscada a los comunistas y acabaron con ellos en un sangriento ataque callejero. Pero en China aquello no era nada nuevo. Nada que se saliera de lo corriente. Siempre aparecía un señor de la guerra u otro, como el general Zhang Xuehang o Wu Peifu, que alcanzaban pactos entre ellos, y luego se traicionaban en guerras salvajes. Entonces, ¿qué tenía que ver Cantón en todo aquello? ¿Por qué había mencionado Chang ese incidente concreto?

Alzó la vista para mirarlo y vio que se había retirado aún más hacia las sombras, aunque su voz, llena de ira, lo delataba. De pronto, todo encajó en su mente, y se puso en pie de un salto.

– Eres comunista, ¿verdad?

Chang no respondió.

– Es peligroso -le advirtió ella-. A los comunistas los decapitan.

– Y a los ladrones los encarcelan.

Se miraron en la penumbra. Sus lenguas no pronunciaban las acusaciones que deseaban proferirse. Lydia se estremeció, pero en esa ocasión él no la acarició.

– Robo para sobrevivir -se justificó ella secamente-. No para satisfacer un ideal intelectual. -Se alejó unos pasos de él-. Yo no puedo permitirme tener ideales.

No oyó sus pasos, pero al momento su perfil oscuro volvía a encontrarse a su lado. La lluvia resplandecía sobre sus cabellos negros, muy cortos, y plateaba su piel.

– Mira, Lydia Ivanova, mira esto.

Ella obedeció. Chang sostenía algo pequeño y delgado que colgaba entre sus dedos. Se acercó más, para verlo mejor. Era la comadreja muerta.

– Ésta -dijo- va a ser mi cena de hoy. No soy yo el que come en un restaurante recurriendo a mentiras y a falsas sonrisas. De modo que no me hables del precio de los ideales. A mí no.

Lydia se ruborizó.

– Vamos a zanjar este asunto ahora -dijo, en un tono más brusco del que pretendía usar-. Quiero mi parte del dinero.

– Siempre tienes hambre, como los zorros. Aquí tienes. Aliméntate con esto.

Le alargó la bolsa de piel. Ella la sostuvo entre sus manos, y sintió que no pesaba nada. Se acercó al punto en que la farola iluminaba más, pasando sobre ladrillos rotos, hasta llegar junto a lo que había sido una ventana. Apresuradamente, abrió la bolsa y extrajo su contenido, con los mismos dedos que, no hacía tantos días, habían acariciado el collar de rubíes. En esa ocasión, sin embargo, sólo encontraron unas pocas monedas. ¿Acaso creía que iba a cerrarle la boca con un puñado de dólares? Sintió su tacto suave, cálido, contra la piel. Eran el precio de su traición. ¿Tan poco valía para él? Se volvió, y en tres zancadas volvió a situarse frente a él. Alargando el brazo, le arrojó las monedas a la cara.

– Vete al infierno, Chang An Lo. ¿Qué sentido tiene que hayas salvado la vida, si luego la destruyes?


No regresó a casa. La idea de encontrarse sola en aquel cuarto miserable le resultaba insoportable en aquellos momentos. Así que se puso a caminar. Deprisa, vigorosamente. Como si, al hacerlo fuera a conseguir librarse del calor que le corría por las venas.

Caminar a aquellas horas de la noche era una temeridad. En el Asentamiento Internacional, las historias sobre secuestros y violaciones estaban a la orden del día, pero aquello no la detuvo esa noche. Habría querido acercarse corriendo al río, escapar de los miles de personas que luchaban por su centímetro cuadrado de aire y de espacio en Junchow. Tal vez allí lograra respirar mejor. Pero ni siquiera Lydia estaba tan desesperada. Sabía de la existencia de las ratas de río, los hombres con un cuchillo y un vicio que satisfacer, de modo que se dirigió colina arriba, por Tennyson Road y Wordsworth Avenue, donde las casas eran seguras y respetables, y donde los perros vigilaban, en sus casetas, cualquier paso furtivo.

Estaba muy enfadada con Chang An Lo, pero más enfadada aún consigo misma. Había consentido que se introdujera bajo su piel, y le había hecho sentir… sentir… ¡Demonios! ¿Sentir qué? Trataba de comprender el remolino de emociones que le oprimía el pecho, pero todas se confundían, se mezclaban, y cuando trataba de tirar de ellas, se aferraban a sus pulmones y a su garganta como alambradas. Le dio un puntapié a una piedra y la oyó rebotar contra el guardabarros de un coche aparcado. En algún lugar ladró un perro. Un coche, una casa, un perro. Con treinta y ocho mil dólares habría podido tener las tres cosas. Por una libra esterlina te daban doce dólares chinos, o eso era lo que Parker le había contado esa noche, más que suficiente para lo que ella necesitaba: dos pasaportes, dos billetes en el vapor de Inglaterra, y una pequeña casa de ladrillo, con baño y suelos de madera, para poder bailar sobre ellos. Y un poco de césped para Sun Yat-sen. Al conejo le encantaría.

Se negó a seguir pensando. Era demasiado doloroso. Ahuyentó aquellas imágenes de su mente, pero no logró librarse tan fácilmente de las de Chang, sus ojos intensos, el susurro de su caricia en el brazo. Aquellos recuerdos perduraban en ella, se extendía por su piel, de un miembro a otro.