Sus ojos azules, enormes, eran como los de Polly, pero estaban tan llenos de desesperación que Lydia no lo soportó más. Se adelantó, pero llegó tarde. Otro bofetón hizo tambalearse a Anthea. Se sujetó en el paragüero y salió corriendo hacia el salón, cerrando la puerta tras ella. Mason se dirigió hecho una furia hacia el comedor, donde Lydia sabía que guardaban el coñac, y también cerró de un portazo. Lydia se quedó en medio del vestíbulo, temblorosa. Del salón le llegaba un llanto amortiguado, y habría querido entrar, pero era lo bastante sensata como para saber que no sería bienvenida. De modo que subió las escaleras, sin importarle si hacía ruido o no, y regresó a la habitación de Polly.
Una mirada al rostro de su amiga le bastó para saber que había oído al menos parte de lo que había ocurrido abajo. Y la parte que importaba. Mantenía los labios tan apretados que la sangre casi no le llegaba a ellos, y se resistía a mirar a Lydia. Sentada al borde de la cama, se abrazaba con fuerza a una de sus muñecas, y respiraba con dificultad. Lydia se acercó a ella, se sentó a su lado, le tomó una mano y se la estrechó entre las suyas. Polly se apoyó en ella, sin decir nada.
Capítulo 17
Chang seguía en el mismo sitio cuando la muchacha-zorro regresó a la casa calcinada. La había esperado en la oscuridad, seguro de que regresaría antes incluso de lo que ella suponía. La lluvia había cesado, y un gajo de luna brillaba en los ladrillos mojados que lo rodeaban, y se reflejaba en el canto de una de las monedas que ella había rechazado sin pensarlo dos veces. Él sabía lo importante que era el dinero para ella, como también que no sería el dinero lo que la haría volver.
Tan pronto como la chica puso los pies en el umbral, se dio cuenta de que ya no cargaba consigo aquella ira, ni deseaba clavarle una espada en el corazón. Y dio gracias a los dioses por ello. Pero sus miembros parecían pesarle mucho, y el perfil de sus hombros abatidos recordaba al lomo de un camello. Verla así le dolía.
Lydia permaneció de pie junto a la puerta vacía, para que sus ojos se adaptaran a la oscuridad.
– Chang An Lo -llamó-. No te veo, pero sé que estás ahí.
¿Cómo lo sabía? ¿De qué modo captaba su presencia, lo mismo que él captaba la suya? Se apartó del muro y se dejó iluminar por la luna.
– Me honras con tu regreso, Lydia Ivanova. -Le hizo una gran reverencia para darle a entender que no deseaba que entre ellos se alzaran más palabras duras.
– ¿Por qué comunista? -le preguntó ella, sentándose en un bloque de cemento que había formado parte de una chimenea-. ¿Por qué estás tan loco que quieres ser comunista?
– Porque creo en la igualdad.
– Así de fácil.
– Es que es fácil. Son sólo los hombres, con su avaricia, los que lo complican.
Lydia dejó escapar una risotada burlona que lo pilló por sorpresa. Ninguna mujer china emitiría jamás un sonido como aquel en presencia de un hombre.
– Las cosas no son tan fáciles.
– Pueden serlo.
Los mandarines de su mundo occidental le habían llenados cabeza de falsedades y le habían vendado los ojos con la niebla del engaño, y por eso ella veía lo que le decían, y no lo que tenía delante de sus propios ojos. Su lengua se movía deprisa, pero saboreaba sólo la sal de las mentiras. No sabía nada de China, nada que fuera cierto. Se dio la vuelta para volver a acuclillarse junto al muro, los ladrillos sólidos en contacto con su espalda, y se echó hacia delante para verle el rostro con más claridad. Nunca la había visto tan inmóvil, ni había oído su voz tan hueca.
– ¿Sabes -le preguntó con voz amable, para que no se enfadara- que a las mujeres y a los niños siguen vendiéndolos como esclavos? ¿Que unos terratenientes que no viven en el territorio roban a los campesinos la comida de sus mesas y las cosechas en sus campos? ¿Qué el ejército se lleva a los hombres, que abandonan las aldeas y dejan a los débiles y los ancianos morir de hambre en las calles? ¿Sabes todas esas cosas?
Ella lo miró, pero esa noche sus gestos no le decían nada.
– China no va a cambiar -dijo al fin-. Es demasiado graní, demasiado vieja. En la escuela he aprendido que los emperadores han gobernado como dioses durante miles de años. No se puede.
– Sí se puede. -Al pensar en todo lo que quedaba por hacer, sintió que un calor le ardía en el pecho. Quería que ella lo supiera-. Podemos hacer que la gente sea libre, libre para pensar, libre para trabajar a cambio de un salario digno. Libre para poseer tierras. A los obreros chinos se los trata peor que a cerdos. Se los pisotea en el lodo, como escarabajos. Pero los ricos comen en piáis de oro, y en los textos de Confucio estudian cómo ser Hombres Virtuosos. -Escupió al suelo-. Que el Hombre Virtuoso pruebe un solo día de trabajo en los campos, apoyado en sus manos y sus rodillas. Veamos qué le importa más entonces, si la perfección de una palabra en los poemas de Po Chu o un cuenco de arroz en la panza. -Agarró un pedazo roto de ladrillo y lo lanzó contra la pared-. Que se coma su poema
– Pero, Chang An Lo, tú has comido poemas. -Lo dijo serenamente, aunque a él no le pasó por alto la impaciencia que se ocultaba bajo sus palabras-. Tú eres una persona educada, y sabes que la educación es la única manera de avanzar. Tú mismo dijiste que provenías de una familia adinerada, con tutores y…
– Eso fue antes de que abriera los ojos. Vi que mi familia montaba sobre los lomos rotos de los esclavos, y me avergoncé. La educación debe ser para todos. Para las mujeres tanto como para los hombres. No sólo para los ricos. La educación abre la mente al futuro tanto como al pasado.
Pensó en Kuan, con su licenciatura en derecho, tan decidida a abrir las mentes de los obreros que estaba dispuesta a trabajar jornadas de dieciséis horas en una fábrica mugrienta, en la que morían diez empleados al día en accidentes con máquinas, o de agotamiento. La muchacha-zorro no sabía nada de todo eso. Ella era una de aquellas fanqui privilegiadas y voraces que con sus buques de guerra y sus rifles bien engrasados se dedicaban a llevarse grandes pedazos de su país. ¿Qué estaba haciendo con ella? Pedirle que cambiara sus planteamientos mentales era como pedirle a un tigre que renunciara a las rayas de su pelaje.
Se puso en pie. La dejaría allí, con sus monedas esparcidas por el suelo y sus dotes de ladrona. Algún día la pillarían, algún día se descuidaría, por más que él la vigilara.
– ¿Te vas?
– Sí. -Le hizo una reverencia respetuosa y lenta, y sintió que algo se le desgarraba en el pecho.
– No te vayas.
Chang ignoró su petición y le dio la espalda.
– Entonces, al menos, dime adiós. -Lo dijo con voz hueca, como si supiera que él no iba a volver esa vez, y de su garganta escapó un sonido acallado. Le extendió la mano, como hacían los extranjeros.
Se acercó a ella, que seguía sentada sobre el cemento, se inclino para estrechar aquella mano pequeña en la suya, y cuando su cara estuvo más cerca de la de ella, sintió la fragancia de la lluvia en su pelo. Aspiró con fuerza, para que le llegara a los pulmones, y sintió que impregnaba toda su mente, lo mismo que las nieblas que ascendían desde el río impregnaban el cielo nocturno. Su mano reposa en la suya, y no lograba soltarla. La luna se ocultó tras una nube, y dejó de verle la cara, pero siguió sintiendo la calidez de aquella mano.
– ¿Y los extranjeros? -le preguntó Lydia, su voz apenas un susurro en la oscuridad-. Dime, Chang An Lo, ¿qué pretenden hacer los comunistas con los fanqui?
– Muerte al fanqui -dijo, aunque no deseaba la muerte de Lydia más de lo que deseaba la suya propia.
– En ese caso, debo depositar mi fe en Chiang Kai-Chek -concluyó ella.
Lo dijo esbozando una sonrisa. Aunque no la veía con los ojos, lo supo por el sonido de su voz. Aunque dedujo que hablaba en broma, no le gustaba que dijera aquellas cosas, y sintió que una punzada de rabia se posaba en su lengua como una brasa encendida.
– Los comunistas ganarán algún día, Lydia Ivanova, te lo advierto. Vosotros, los occidentales, no veis que Chiang Kai-Chek es un tirano que actúa bajo un nuevo nombre. -Una vez más escupió en el suelo, tras pronunciar el nombre del diablo-. Sólo tiene ansia de poder. Ha proclamado que guiará nuestro país hasta la libertad, pero miente. Y el Comité Central del Kuomintang es un perro que salta cada vez que él agita el látigo. Chiang Kai-Chek causará la destrucción de China. Estrangula cualquier signo de cambio apenas nace, y sin embargo los extranjeros lo alimentan con dólares para que se haga sensato, lo mismo que un emperador alimenta a un tigre con pájaros cantores para que cante.
Le agarraba la mano con tal fuerza que sentía que los dedos de Lydia forcejeaban para liberarse, aunque su rostro no lo reflejara.
– Y eso no sucederá jamás.
– Pero los comunistas son unos asesinos a sangre fría -dijo ella sin retirar la mano-. Cortan la lengua de sus enemigos, y les hacen beber queroseno. Con sus huelgas y sabotajes, interrumpen la producción de las nuevas fábricas e industrias de China. Eso es lo que el señor Parker me ha dicho esta misma noche. Entonces, ¿por qué darles el dinero de mi collar?
– Para que compren armas. Ese Parker retuerce la cola de la verdad.
– No, es periodista. -Meneó la cabeza, y al hacerlo unas gotas de lluvia se desprendieron de su pelo y fueron a aterrizar en la mejilla de Chang, incendiándola-. Él tiene que saber qué pasa, es su trabajo -insistió-. Y cree que Chiang Kai-Chek será el salvador de China.
– Se equivoca. Tu periodista debe de estar sordo y ciego.
– Y también dice que los extranjeros son la única esperanza de futuro para China, si es que el país quiere salir de la Edad de las Tinieblas y modernizarse.
Chang le soltó la mano. La indignación le agarrotaba la garganta al pensar en la arrogancia de aquellos diablos extranjeros, y los maldijo por su avaricia, por su ignorancia, por su dios vengativo, que devoraba todos los demás. Ella le miraba, confundida, con sus ojos dorados. No entendía nada, y jamás lo entendería. ¿Qué estaba haciendo? Chang se retiró deprisa, dejándola a solas con las mentiras del señor Parker, pero sus dedos no atendían las razones de su cabeza, y se sentían más vacíos que un río sin peces.
– ¿Y no te ha contado, Lydia Ivanova, que los extranjeros están amputando los miembros de China? Exigen pagos de reparación por rebeliones pasadas. Seccionan nuestra economía, y nos dejan desnudos.
– No.
– ¿Ni que los extranjeros arrastran la cara ensangrentada de China en las pocilgas con sus derechos extraterritoriales con los que gobiernan en ciudades que nos robaron? Con esos derechos los fanqui ignoran las leyes de China y crean las suyas propias, redactadas para que les beneficien a ellos.
– No.
– ¿Ni que meten la mano en nuestras aduanas y controlan nuestras importaciones? Sus barcos de guerra patrullan por nuestros mares y nuestros ríos como avispas junto a una bandeja llena de mangos maduros.
– No, Chang An Lo. No, no me lo ha contado. -Por primera vez parecía responderle con fuego en la voz-. Pero sí me ha contado que hasta que el pueblo de China no se libere de su adicción al opio, nunca será más que una nación feudal, siempre al servicio de los caprichos de algún señor.
Chang estalló en carcajadas estridentes y ásperas que resonaron entre las paredes rotas.
Lydia no dijo nada, se limitaba a observarlo desde la penumbra, y él no le veía el rostro. Alguna criatura nocturna pasó volando sobre sus cabezas, pero ninguno de los dos alzó la vista.
– Por cierto, tu señor Parker se olvidó de decirte algo más. -Lo dijo en voz tan baja que ella tuvo que echarse hacia delante para oírla y, una vez más, él aspiró el perfume de sus cabellos n medos.
– ¿Qué?
– Que fueron los británicos los que introdujeron el opio en China.
– No te creo.
– Pues es cierto. Pregúntaselo a tu periodista. Lo trajeron en los barcos que llegaban de la India. Cambiaban la pasta negra por nuestras sedas y nuestros tés y especias. Ellos trajeron la muerte a China, y no sólo con sus armas. Eso es tan cierto como que trajeron su dios para que pisoteara los nuestros.
– No lo sabía.
– Son muchas las cosas que no sabes. -Le sorprendió descubrir la tristeza de su propia voz.
En el largo silencio que siguió, Chang comprendió que debía irse, que aquella muchacha no le hacía bien. Tergiversaría sus pensamientos con su astucia de fanqui, y le traería el deshonor. Pero ¿cómo podía alejarse sin arrancarse los puntos que la mantenían cosida a su alma?
– Cuéntame, Chang An Lo -dijo ella, en el momento mismo en que unos faros de coche iluminaban su guarida de ladrillos y la mostraban a ella con la mano aferrada a una moneda, que había debido de recoger del suelo-, cuéntame lo que no sé.
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