Theo no se atrevía a mirarla, de modo que siguió en cubierta, desde donde oyó que el patrón del junco se daba palmadas en los muslos y se reía como una hiena. Mientras remontaban el curso del río, el inglés permaneció en proa, tentado de encender un cigarrillo, aunque no era tan insensato como para hacerlo. Ahora que llevaban el contrabando era cuando el peligro era mayor, y la punta encendida del tabaco podía bastar para delatarlos. Se había dado cuenta de que habían apagado la lámpara de aceite que alumbraba el cobertizo, y surcaban el agua como una sombra oscura. La única luz capaz de traicionarlos era la de la luna. Se llevó un purito turco a la boca y allí quedó, sin encender.

Había decidido confiar en Mason, y en lo más profundo de su corazón, sabía que eso era un error. Si aquel cabrón no cumplía con su parte del pacto, entonces el patrón del junco estaba en lo cierto: ninguno de los dos vería el amanecer.

– Maldito sea -masculló, mordisqueando el puro, sintiendo lo amargo de sus hojas, antes de arrojarlo al mar. La biblia de Mason era el interés propio. Y con ello debía contar Theo.

Mientras avanzaban, el inglés rezaba por que volviera a nublarse.

El bote patrulla surgió de la nada. De la noche. Su motor se puso en marcha de pronto y empezó a perseguirlos desde su refugio detrás de una pequeña ensenada. Con su potente foco iluminaba el junco, y lo rodeaba, levantando altas olas a su paso. La nave chin oscilaba peligrosamente, y dos hombres saltaron por la borda. Theo no los vio, pero oyó el ruido que hicieron al entrar en contacto con el agua. En la locura del momento, se le ocurrió seguir sus pasos, pero ya era demasiado tarde.

Desde el bote patrulla sonó un disparo de aviso, y los agentes de aduanas, con sus uniformes oscuros, parecían dispuestos a volver a usar los rifles.

Theo se metió en el cobertizo, y antes de que los ojos se le acostumbraran del todo a la oscuridad, sintió un cuchillo pegado a la espalda. Nadie dijo nada. No hacía falta. Maldito Mason y sus juramentos: «Nada de patrullas esta noche, chico. Estarás a salvo, te lo juro. Quieren que tú vayas en ese barco.»

– Un rehén, por su propia garantía, supongo.

Mason se había echado a reír, como si Theo acabara de contarle un chiste.

– ¿Vas a culparlos por ello?

No, Theo no podía culparlos por ello.

Se oyó el rasgar de una cerilla, y la lámpara de queroseno volvió a la vida, impregnando el aire con su olor. Para su sorpresa, junto a la luz vio al patrón del junco. El cuchillo lo sostenía la mujer. Su marido mascullaba algo con voz tan ronca y tan áspera que Theo no lo entendía, aunque no le hacía falta. El filo curvo y largo que su anfitrión blandía en la mano derecha no era precisamente para abrir la caja que seguía a sus pies.

– Sha! -le gritó a la mujer-. Mata.

– La gata -dijo sin pensarlo Theo por encima del hombro-. Yeewai. Me la llevaré.

La mujer vaciló apenas una fracción de segundo, pero fue suficiente. Theo se sacó el revólver del bolsillo y apuntó directamente al corazón del capitán del junco.

– Abajo los cuchillos. ¡Los dos!

El patrón quedó inmóvil un instante, y a Theo no le pasó por alto que, con sus ojos negros, calculaba la distancia que le separaba de la garganta del inglés. Fue entonces cuando supo que tendría que disparar. Uno de los dos iba a morir de un momento a otro, y no iba a ser él.

– Patrón, venga deprisa -llamó uno de los grumetes-. Patrón, venga a ver. Los espíritus del río han ahuyentado el barco patulla.

Y era cierto. El sonido del motor se perdía, y la potente luz del foco había desaparecido. La negrura había regresado al cobertizo. Theo bajó el arma, y el capitán, instintivamente, salió a cubierta.

– Era un farol -balbució Theo-. Los agentes del barco patrulla sólo querían que lo supiéramos.

– ¿Que supiéramos qué? -preguntó la esposa en voz baja.

– Que están al corriente de lo que hacemos.

– ¿Y eso es bueno?

– Bueno o malo, no importa. Esta noche, ganamos nosotros.

La mujer sonrió. Le faltaban varios dientes, pero por primera vez se veía feliz.

Junto a la orilla, la cabaña apestaba, y le faltaba el aire, pero Theo apenas se dio cuenta. La noche casi había terminado. Había salido del agua, y no tardaría en encontrarse en su cuarto de baño, y los dedos de Li Mei le limpiarían el sudor de la espalda. Una sensación de alivio inundó su cerebro, y sintió un deseo súbito de propinarle a Feng Tu Kong una buena patada en los huevos. Pero no lo hizo, y se limitó a la reverencia de rigor.

– ¿Ha ido bien? -preguntó Feng.

– Como un reloj.

– Así que esta noche la luna no te ha robado la sangre.

– Como ves, estoy aquí. Tu barco y tu tripulación están a salvo y podrán trabajar una noche más, en una captura más.

Apoyó el pie en la caja que, desde el suelo, los separaba, como si fuera suya y pudiera entregársela o arrebatársela según su antojo. Eso era una ilusión, y los dos los sabían. Fuera, un carro aguardaba, listo para partir.

– El mandarín de tu gobierno es, ciertamente, un gran hombre -admitió Feng cortésmente, inclinando la cabeza.

– Tanto que habla con los mismísimos dioses -replicó Theo, extendiendo la mano.

Feng separó los labios, componiendo lo que pretendía ser una sonrisa, y de un zurrón de cuero que llevaba al cinto extrajo dos saquitos, que entregó a su interlocutor. En los dos entrechocaban las monedas, pero uno pesaba más que otro.

– No olvides cuál es el tuyo -le advirtió Feng en voz baja.

Theo asintió, satisfecho.

– No, Feng Tu Hong, no olvidaré que esto se lo debo al mandarín, te lo aseguro.


– No te enfades.

– No estoy enfadada.

Pero lo cierto es que seguía junto a la ventana, en silencio, muy tensa.

Theo no esperaba aquella reacción.

– Por favor, Mei.

– Sólo serviría para estofarla.

– No seas tan cruel.

– Mírala, Tiyo, es una criatura muy desagradable.

– Cazará ratones.

– Las trampas también los cazan, y no apestan a pelo de camello.

– La bañaré.

– Pero ¿por qué la has traído?

– Se lo prometí a una mujer.

– Le prometiste que te la llevarías. Eso no quiere decir que no puedas comértela.

– Por el amor de Dios, Mei, eso es de bárbaros.

– ¿De qué nos va a servir? Sólo va a comer, a dormir, y a afilarse las uñas en ti. Es fea, desagradable.

Theo se fijó en la gata gris, acurrucada bajo una silla, los ojos amarillos llenos de odio y pus.

Ciertamente, era fea, le faltaba media oreja y tenía la cara magullada y llena de cicatrices. El pelo no le crecía uniformemente, y parecía que no se había lavado en meses.

Theo suspiró, agotado.

– Tal vez espero que cuando esté viejo, feo y achacoso, alguien haga lo mismo por mí.

Sorprendió a Li Mei sonriendo.

– Oh, Tiyo, eres tan… inglés…

Estaba tumbado en la cama, pero no conseguía dormir. La respiración de Li Mei, su aliento dulce, rebotaba en su cuello, y Theo se preguntaba qué estaría soñando, pues los párpados se le movían muy deprisa.

Él no soñaba; la indignación por lo que había hecho le enfriaba y le endurecía el pecho, y le impedía conciliar el sueño. Tráfico de drogas.

Se recordó a sí mismo la razón por la que había arriesgado su vida en el río, montado en aquel barco que no era más que una cáscara de nuez.

Su escuela.

No pensaba renunciar a la Academia Willoughby. No lo haría No podía.

Pero esas excursiones nocturnas iban a terminar pronto. Se lo prometió a sí mismo.

Capítulo 19

Lydia estaba sentada en su pupitre cuando la policía vino a buscarla, terminando de anotar la lista de las riquezas minerales de Australia en su cuaderno de ejercicios. En aquel país parecía haber mucho oro. La señorita Ainsley escoltó al agente inglés al aula, y antes de que abriera la boca Lydia supo que había venido a detenerla a ella. Habían descubierto lo del collar. Pero ¿cómo? El temor a que, por su culpa, acorralaran también a Chang, se apoderó de todo su ser.

– ¿En qué puedo ayudarle, sargento? -preguntó Theo, que parecía casi tan alterado con su llegada como ella misma.

– Me gustaría conversar un momento con la señorita Lydia Ivanova, si es posible. -El policía, con su uniforme oscuro, dominaba toda la clase: sus anchos hombros, sus pies grandes, parecían llenar el espacio que iba del suelo al techo. Era amable, pero se expresaba con contundencia.

El señor Theo se acercó a Lydia y le apoyó una mano en el hombro, y a ella le sorprendió aquella muestra de apoyo.

– ¿De qué se trata? -preguntó al sargento.

– Lo siento, señor, eso no puedo decírselo, pero tengo que llevármela a comisaría para que le formulen algunas preguntas.

Presa del pánico al oír esas palabras, pensó incluso en escapar, aunque sabía que no tenía la menor posibilidad de éxito. Además, las piernas le temblaban con fuerza. Tendría que mentir, y mentir muy bien. Se puso en pie y dedicó al sargento una sonrisa triada, que le obligó a poner en tensión todos sus músculos fanales.

– Cómo no, señor, encantada de poder serle de utilidad.

El señor Theo le dio unas palmaditas en la espalda, y Polly le dedicó una sonrisa. Sin saber cómo, Lydia logró mover las piernas primero un pie, después el otro, punta-talón, punta-talón, mientras se preguntaba si los demás oían los latidos de su corazón.


– Señorita Ivanova, usted estaba en el Club Ulysses la noche en que robaron el collar de rubíes.

– Sí.

– Y la registraron. No le encontraron nada.

– No.

– Me gustaría disculparme por lo indigno de la situación.

Lydia permanecía en silencio, observando, desconfiada. Aquel agente le estaba tendiendo una trampa, estaba segura de ello, aunque no sabía cómo, y por dónde le vendría.

Se trataba del comisario Lacock en persona, y por eso sabía que estaba metida en un lío muy serio. Que la hubieran llevado a la comisaría ya era grave, pero que la hubieran conducido hasta el despacho del comisario, que le hubieran ordenado sentarse a aquella mesa enorme, brillante, la llevaba a verse ya metida en la celda de la cárcel, a escuchar el chasquido de la puerta al cerrarse. Encerrada. Entre cuatro paredes. Cucarachas, pulgas y piojos. Sin aire. Sin vida. Estaba tan asustada que temía soltarlo todo, confesarlo, con tal de librarse de aquel hombre.

– Aquella noche hizo usted una declaración.

¿Por qué no se sentaba el comisario? Seguía de pie, tras el escritorio, con un papel en la mano -¿qué habría escrito en él?-, y la escrutaba con unos ojos grises tan duros que notaba cómo perforaban sus mentiras, una capa tras otra. El monóculo no hacía sino empeorar las cosas. Llevaba un uniforme muy oscuro, casi negro, lleno de trenzas de oro y círculos de plata, muy brillantes, que, según ella, estaban pensados para intimidar. Y sí, a ella la intimidaban, aunque no tuviera la menor intención de permitir que él se enterase. Se concentró en los pelos indómitos que le crecían en las orejas, en las feas manchas que salpicaban sus manos. En los puntos débiles.

– Comisario Lacock, ¿ha sido informada mi madre de que me encuentro aquí? -preguntó en tono altivo. Como la condesa Serova y su hijo Alexei.

El comisario frunció el ceño y se pasó la mano por el escaso pelo.

– ¿Lo considera necesario en este momento?

– Sí, quiero que esté aquí.

– En ese caso iremos a buscarla. -Hizo una seña a un policía joven apostado junto a la puerta, que desapareció al instante. Primer objetivo conseguido. A por el siguiente.

– ¿Necesito un abogado?

El comisario dejó la hoja sobre un montón de papeles, en su mesa. Lydia habría querido leerlo del revés, pero no se atrevía a apartar los ojos de los de Lacock, que la miraban con expresión divertida. El gato con el ratón. Juega antes de atacar. Le sudaban las manos.

– No lo creo, querida. Sólo la hemos hecho venir para que escoja a un hombre en una ronda de reconocimiento.

– Sí, el hombre que describió en su declaración. Al que vio merodear desde la ventana de la biblioteca del Club Ulysses. ¿Lo recuerda?

El comisario esperaba una respuesta, pero el alivio la había dejado sin respiración. Asintió.

– Bien, entonces vamos a echarles un vistazo, ¿le parece?

Lacock se acercó a la puerta y Lydia, para su asombro, descubrió que las piernas le respondían, como si fuera fácil.

Era una habitación sencilla, de paredes verdes y suelos de linóleo marrón. Allí había seis hombres en fila, y todos ellos volvieron sus ojos pardos en dirección a ella cuando entró, flanqueada por dos agentes de policía altos y corpulentos, aunque no tanto como los detenidos, de hombros anchísimos y puños como pedazos de carne. ¿De dónde los habrían sacado?