– Tómese su tiempo, señorita Ivanova, y recuerde lo que le he dicho -la instruyó Lacock, conduciéndola al principio de la fila-. Ojos al frente -ordenó con brusquedad, y Lydia tardó unos segundos en darse cuenta que hablaba con los seis hombres.
¿Qué era lo que le había dicho? Trató de recordarlo, pero la imagen de aquella hilera de hombres silenciosos se lo impedía. No lograba quitarles la vista de encima. Todos eran iguales y, a la vez, muy distintos. Algunos más anchos, o más altos, o más viejos. Algunos malcarados y arrogantes, otros sumisos, destrozados. Pero todos lucían barbas cerradas y pelo alborotado, y llevaban bastas túnicas y botas altas. Dos de ellos se cubrían un ojo con un parche, y uno tenía un diente de oro que, al brillar, la señalaba como un dedo acusador.
– No se ponga nerviosa -le recomendó Lacock-. Camine despacio frente a la fila, y observe las caras con atención.
Sí, claro, ahora recordaba las instrucciones, caminar frente a la fila, no decir nada, volver a pasar por delante. Sí, era capaz de hacerlo. Y luego diría que no era ninguno de ellos. Fácil. Aspiró hondo.
El primer rostro era cruel. Ojos fríos, duros, boca torcida. El segundo y el tercero eran la expresión de la tristeza, rostros demacrados, aire de desesperanza, como si sólo les aguardara la muerte. El cuarto se mostraba orgulloso. Llevaba un parche en el ojo y se mantenía muy erguido, sacando pecho, aunque los rizos grasientos no lograban disimular la gran cicatriz que le dividía la frente. Ése la miró fijamente a los ojos, y ella lo reconoció al instante: se trataba de aquel hombre-oso al que había visto en su calle un día antes del concierto. El que llevaba el dibujo de un lobo aullador en las botas. Era el que había descrito a la policía con la esperanza de distraer la atención de sí misma. Se mantuvo impávida, y siguió con la ronda de reconocimiento, aunque en los dos últimos apenas se fijó. Impresiones de corpulencia, músculo, y una nariz rota. El número seis también llevaba un parche en el ojo, en eso sí se fijó. Tensa, regresó al principio de la fila y volvió a examinarlos a todos.
– Tómese su tiempo -le susurró Lacock al oído.
Iba demasiado deprisa, de modo que trató de calmarse y se obligó a mirar todos los rostros oscuros, serios. En esa ocasión, el número cuatro, el de las botas de lobo, arqueó una ceja a su paso, lo que llevó al comisario a golpearle el hombro con la porra.
– Nada de libertades -dijo, con una voz acostumbrada a la obediencia inmediata-, o vas a pasar la noche en el calabozo.
Cuando Lydia creía que ya había terminado y que podría abandonar aquel cuarto verde, deprimente, la cosa no hizo sino empeorar. El último hombre habló. Era más bajo que los demás, aunque aun así corpulento, y llevaba un parche en el ojo.
– No diga que soy yo, señorita, por favor, no lo diga. Tengo esposa e…
La porra que el sargento sostenía en la mano fue a aterrizar e la cabeza del hombre. La sangre que le salió por la nariz salpicó a Lydia en el brazo, y la manga de la blusa de su uniforme se tiñó de rojo. La sacaron de la sala sin darle tiempo a abrir la boca, pero apenas se encontró de nuevo en el despacho del comisario Lacock, empezó a quejarse.
– Ha sido un acto de brutalidad. ¿Por qué…?
– Créame, he tenido que hacerlo -respondió Lacock sin inmutarse-. Le ruego que nos deje a nosotros hacer el trabajo policial. A estos rusos, si les das la mano, te toman el brazo. Ha recibido órdenes de no decir nada, y las ha desobedecido.
– ¿Son todos rusos?
– Rusos y húngaros.
– ¿Habría tratado del mismo modo a un inglés?
Lacock frunció la nariz, y pareció querer replicar con algún comentario agudo, pero se limitó a formularle la pregunta esperada.
– ¿Ha reconocido a alguno de ellos como el rostro del hombre al que vio merodear por el Club Ulysses?
– No -respondió ella, meneando la cabeza.
– ¿Está segura?
– Sí, absolutamente segura.
Los ojos astutos del comisario la estudiaron atentamente, e instantes después se apoyó en el respaldo de la silla, se quitó el monóculo y le habló con tono preocupado.
– No le dé miedo decir la verdad. No permitiremos que ninguno de esos hombres se le acerque, de modo que no tiene por qué ponerse nerviosa. Hable con libertad. Es el ruso ese de la cicatriz en la frente, ¿verdad? Estoy convencido de que ya lo había visto antes.
Sin previo aviso, el despacho daba vueltas alrededor de Lydia, y el rostro del comisario se alejaba, como metido en un túnel. Oía un fuerte latido en el interior de sus orejas.
– Burford -ordenó Lacock-. Traiga a la muchacha un vaso de agua. Está más blanca que el papel.
Sintió una mano en el hombro que detenía la oscilación involuntaria de su cuerpo; una voz le decía algo al oído, pero ella no lo entendía. Le acercaron una taza a los labios. Dio un sorbo y saboreó el té dulce, caliente. Poco a poco, algo empezó a abrirse paso entre la niebla que nublaba su mente. Era un olor, un perfume. La colonia de su madre. Abrió los ojos. Ni siquiera había sido consciente de tenerlos cerrados, pero lo primero que vieron fue el rostro de su madre, tan cerca que podría haberlo besado.
– Querida -le dijo Valentina, esbozando una sonrisa-. Pero tonta eres…
– Mamá. -Tenía ganas de llorar de alivio.
Su madre la estrechó con fuerza en sus brazos, y ella aspiró el perfume hasta que sintió la cabeza despejada. Cuando Valentina la soltó, pudo sentarse bien y aceptó la taza de té con mano firme Sólo entonces miró al comisario Lacock directamente a los ojos.
– Comisario, la noche en que robaron el collar en el club no vi ninguna cara.
– ¿Qué dice, jovencita?
– Me lo inventé.
– Escúcheme bien, no tiene por qué retractarse sólo porque haya visto una habitación llena de rufianes que le han metido el miedo en el cuerpo. Diga la verdad, y al diablo con el miedo, eso…
– Mamá, díselo.
Valentina la miró y compuso una sonrisa tensa que demostraba su enojo.
– Como quieras, dochenka. -Echó la cabeza hacia atrás, y el pelo formó una onda oscura sobre sus hombros, antes de volver los ojos, muy serios, al jefe de policía-. Mi hija es una mentirosa que debería ser azotada por hacer que la policía malgaste su tiempo. Lo cierto es que no vio ningún rostro en la ventana. La niña se inventa historias para llamar la atención. Le pido disculpas por su mal comportamiento, y le prometo que la castigaré con severidad cuando lleguemos a casa. No tenía ni idea de que se tomarían tan en serio su cuento estúpido. De haberlo sabido, habría venido yo antes para advertirle de que no creyera ni una sola palabra. -Bajó las pestañas un segundo, en una muestra de desesperación materna, y alzó la vista despacio, para clavarla de nuevo en los ojos de Lacock-. Ya sabe usted lo tontas que pueden ponerse las adolescentes. Por favor, discúlpela esta vez, su intención no ha sido la de causar daño. -Se giró para observar a su hija-. ¿Verdad que no, Lydia?
– No, mamá -murmuró ella, haciendo esfuerzos por reprimir la risa.
– Te lo digo en serio. Esta noche te daré unos buenos azotes con la fusta del señor Yeoman.
– Sí, mamá.
– Eres una desgracia para mí.
– Lo sé, mamá, lo siento.
– ¿Qué es lo que he hecho mal, por Dios? Eres una salvaje, y mereces que te encierren en una jaula. Lo sabes, ¿verdad?
– Sí, mamá.
– Muy bien. -Se plantó en medio de la calle, con los brazos en jarras, y miró fijamente a su hija-. ¿Qué voy a hacer contigo? -Llevaba un vestido viejo pero elegante, de lino, color vainilla, que confería a su piel pálida un tono como de seda-. Me alegro de que el comisario te haya reñido como lo ha hecho. Tenía toda la razón. ¿No crees?
– Sí, mamá.
De pronto, Valentina se echó a reír, y besó a Lydia en la frente.
– Qué mala eres, dochenka -le dijo, rascando los nudillos de su hija con su bolso de mano-. Vuelve al colegio ahora mismo y no vuelvas a dar motivos para que me llamen de la comisaría. ¿Me oyes?
– Sí, mamá.
– Sé buena, mi cielo. -Valentina volvió a reírse, y extendió la mano para parar un rickshaw-. A la redacción del Daily Herald -le dijo al porteador tras subirse al vehículo, dejando a Lydia sola al pie de la cuesta que conducía al colegio.
Pero no volvió, y se fue a casa. Se sentía demasiado aturdida. Le daba miedo haber estado a punto de señalar al número uno, al hombre de la mirada dura, y decir: «Es él. Ése es el rostro que vi desde la ventana. Él es el ladrón.» Todo habría sido tan fácil. El comisario Lacock habría estado contento, y no enfadado.
Se sentó a la sombra, sobre las losas del patio, y dio a Sun Yat-sen unas tiras de col que le quitó a la señora Zarya. Le rascó la cabeza, como a él le gustaba, y le acarició las orejas peludas. Lo envidiaba por ser capaz de hallar la felicidad más absoluta en unas hojas de col. Aunque, por otra parte, lo comprendía. Valentina había llevado a casa, la noche anterior, una caja de bombones Lindt, una caja grande, blanca y dorada, y se habían comido los pralinés y los cucuruchos de trufa para desayunar. Había sido como volar hasta cielo. No había duda de que Alfred era generoso.
Dobló las rodillas, se las arrimó al pecho, y hundió la cara en ellas. Sun Yat-sen se levantó apoyándose en las patas traseras, le puso una de las delanteras en la pantorrilla y le acercó la nariz al pelo, mientras ella le acariciaba el lomo y se preguntaba hasta donde era capaz de llegar una persona para conservar el amor de alguien. Alfred estaba enamorado de su madre, de eso se habría dado cuenta hasta el más necio. Pero ¿qué sentía Valentina por él? No era fácil decirlo, porque su madre nunca hablaba de lo que le pasaba por la cabeza. Con todo, Lydia creía que no podía amarlo ¿O sí?
Lydia siguió pensando en todo aquello hasta que el sol desapareció por completo tras la línea de los tejados, pensando en lo que significaba exactamente ser amada y protegida. Entonces abrazó al conejo y lo estrechó con fuerza en sus brazos, la mejilla apoyada en su carita blanca. Al animal no parecía importarle lo que le hiciera; ésa era una de las cosas que le encantaban de él, que se dejaba coger y apretujar sin quejarse nunca. Le besó la naricilla rosada y decidió soltarlo en el patio, con la esperanza de que la señora Zarya no se diera cuenta, y dejarlo ahí un rato antes de subir a la buhardilla y sacar un pañuelo anudado que guardaba bajo el colchón.
Llevaba el pañuelo bien guardado en el bolsillo mientras avanzaba por el viejo barrio chino. Iba deprisa, porque no quería encontrarse a Chang en una de aquellas callejuelas empedradas, aunque, de momento, lo único con lo que se encontraba era con miradas frías, hostiles, y con palabras susurradas que despertaban en ella el deseo contrario, es decir, que Chang estuviera a su lado. Le molestaba no saber dónde vivía, pero hasta el momento no se había atrevido a preguntárselo, a rasgar aquel manto raro de secretismo bajo el que se ocultaba. La próxima vez que se vieran, lo haría.
¿La próxima vez? El corazón le latió con más fuerza.
Había cristales rotos sobre los adoquines de Copper Street, y a nadie parecía importarle. Un joven que llevaba una vara larga al cuello, de cuyos extremos colgaban sendas cestas, pasó junto a Lydia, dejando sus huellas de sangre marcadas en el suelo, pero la mayoría de gente caminaba pegada al otro muro, y apartaba la vista. Sólo los porteadores de los rickshaws debían pasar sobre los vidrios. Los que calzaban sandalias de esparto eran afortunados; los que iban descalzos, no lo eran tanto.
Lydia contemplaba con horror la entrada de la tienda del señor Liu. O lo que quedaba de ella, pues el local se había convertido en un hueco desnudo. Todo estaba hecho añicos: el escaparate, los biombos de madera roja, los rollos y grabados, e incluso la puerta el marco que, destrozados, reposaban en el suelo. La cerería y la tienda del vendedor de hechizos, contiguas a aquélla, estaban intactas, abiertas, como de costumbre, por lo que era evidente que quien lo había hecho sabía a quién quería atacar: al señor Liu. Entró en lo que quedaba de la casa de empeños, pero el lugar ya no era oscuro ni misterioso. El sol lo iluminaba todo, mostraba los estantes abigarrados a los transeúntes, y Lydia sintió lástima por el lugar. Ella sabía muy bien lo importantes que eran los secretos. En el centro del espacio, el señor Liu estaba sentado, inmóvil como una piedra, en uno de sus taburetes de bambú. Apoyada sobre las rodillas tenía la espada del Bóxer que hasta ayer colgaba de la pared. Su filo estaba ensangrentado.
– Señor Liu -le preguntó en voz baja-. ¿Qué ha pasado?
El hombre alzó los ojos hacia ella, y Lydia se dio cuenta de que habían envejecido mucho, mucho.
– La saludo, señorita. -Su voz era como un rasguño débil sobre una puerta-. Lo siento, pero hoy está cerrado.
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