No podía ser sólo por el trabajo.
– ¿Va a venir Alfred esta noche también? -Lydia recogió del suelo una de las horquillas de su madre y despegó dos largos pelos negros de ella, que se enrolló en un dedo.
Su madre tarareaba un fragmento de la Quinta Sinfonía de Beethoven, pero se calló para aplicarse el carmín en los labios que Lydia tanto le gustaba.
– Sí, cielo, va a pasar a recogerme. -Volvió la cabeza a un lado y a otro, frente al espejo, para ver el resultado-. Viene al hotel siempre que trabajo, y compra todos mis bailes. Es un amor.
– Qué ilusa eres, mamá.
– No seas ridícula -replicó su madre-. Nos está ayudando. ¿De dónde te crees que ha salido la cena de esta noche? -Señaló un gran pedazo de pastel de carne que reposaba en una fuente, junto a un melón y a una barra de pan francés-. Deberías estar agradecida.
Lydia no dijo nada, se sentó a la mesa y abrió uno de los libros de poesía que había sacado de la biblioteca. Hojeó sus páginas y, como si acabara de ocurrírsele, dijo:
– ¿Por qué no le invitas a subir un momento? Quiero darle las gracias personalmente.
Valentina dejó de empolvarse el cuello. Volvía a llevar el vestido azul marino, el que Alfred le había dicho que tanto le gustaba, pero Lydia estaba segura de que, a él, una tela de saco y un poco de ceniza le habrían parecido bien si las hubiera llevado su madre.
– ¿Por qué? -preguntó, desconfiada-. ¿Qué estás tramando?
– Nada.
– Tú siempre tramas algo, dochenka. Mira si no esta tarde, con el comisario. Te hablaba en serio cuando te he dicho que eres tan salvaje que merecerías unos buenos azotes.
– Lo sé, mamá.
Valentina se puso un collar de esmalte.
– ¡Qué bonito, mamá! ¿Es nuevo?
– Mmmm.
– Me portaré mejor, ya lo verás. Invita al señor Parker a casa antes de que os vayáis, por favor.
Valentina se pasó un dedo por la mandíbula, como buscando algún defecto.
– Supongo que tienes razón.
Alfred Parker sonrió a Lydia.
– ¡Qué bien!
Llevaba un traje elegante, gris marengo, y se había untado algo brillante en el pelo, que resplandecía. Por primera vez, a Lydia le pareció bastante aceptable. Lástima lo de las gafas. Estaba tomándose el vodka que ella le había servido, y ni siquiera comentó que lo había hecho en una taza. Lydia había vuelto a sentarse a la mesa, con su libro de poemas.
– ¿Tienes muchos deberes?
– Sí.
Se acercó más a ella y se fijó en el libro. El chaleco le olía a tabaco.
– Veo que es Wordsworth.
– Sí.
– ¿Te gusta la poesía?
– Sí.
– Ah.
– Lydochka -intervino Valentina, con una voz educada en exceso-. Creo que querías decirle algo a Alfred.
– Sí.
El invitado esbozó otra sonrisa.
Lydia aspiró hondo.
– Siento haberme portado mal con usted, y quiero agradecerle lo amable que es conmigo. -Miró el collar de su madre-. Con nosotras. Y por eso quiero entregarle esto.
Lo dijo más deprisa de lo que había ensayado mentalmente. Le alargó el pequeño envoltorio de fieltro, atado con el lazo rojo que había sacado de la sombrerera de Sun Yat-sen. Alfred parecía impresionado.
– Lydia, querida, no necesito ningún regalo, en serio.
– Quiero que lo tenga.
Incluso su madre parecía complacida.
– Gracias, qué bien -dijo, mientras aceptaba el regalo y, algo azorado, le daba un beso en la mejilla. Lydia sintió la aspereza de su barba en la piel. Cuidadosamente, Alfred tiró de la cinta y desenrolló la tela, sin duda esperando alguna baratija casera. Cuando vio el reloj de plata brillar en la palma de su mano, su rostro empalideció del todo, y tuvo que sentarse en el sofá.
Fue Valentina la que habló.
– Por Dios, pequeña, ¿de dónde diablos lo has sacado? Es precioso.
– De una casa de empeños.
Alfred Parker manipulaba el reloj, abría y cerraba la tapa, le daba cuerda, ajustaba las manecillas, parecía no cansarse nunca de tocarlo. Sin apartar la vista de él ni un segundo, dijo, emocionado.
– Es el mío.
– Sí.
– ¿Y cómo has sabido en qué casa de empeños estaba?
– Porque fui yo quien lo llevé ahí.
Valentina dedicó a Lydia una mirada asesina por encima del hombro de Alfred, y giró las dos manos, como si quisiera retorcerle el pescuezo.
Despacio, Alfred alzó la vista y la concentró en la muchacha, comprendiendo al fin.
– ¿Me lo robaste tú?
– Sí.
Parker meneó la cabeza.
– ¿Me estás diciendo que me robaste el reloj de mi padre?
– Sí.
Se llevó una mano a la boca, para reprimir las palabras que estaban a punto de salir de ella.
– Claro, por eso me preguntaste si era de mucho valor.
Lydia se sentía peor de lo que esperaba. Le había devuelto el reloj. Entonces, ¿por qué no se iba? ¿Por qué no se iba a bailar?
Pero no, Alfred se puso en pie y se acercó a ella, tanto que le veía los pelos de la nariz.
– Eres una niña muy, muy mala -le dijo con voz tensa, como si le doliera algo-. Rezaré por tu alma. -Con una mano sujetaba el reloj, mientras con la otra se aferraba a la mesa. Se notaba que habría querido decir muchas más cosas, pero no lo hizo.
– Ahora lo ha recuperado -musitó Lydia, sin bajar la mirada-. El reloj de su padre. Creía que se alegraría.
Sin decir nada, Alfred dio media vuelta y abandonó la buhardilla.
– Dochenka, ¡qué tonta eres! -le susurró Valentina-. ¿Qué has hecho?
Eran más de las doce cuando Lydia oyó regresar a su madre. Sus pasos en la habitación silenciosa y oscura resonaron con fuerza, los altos tacones repiquetearon sobre la tarima, pero Lydia siguió en la cama, de cara a la pared, fingiendo estar dormida. Se negó a abrir los ojos incluso cuando Valentina retiró la cortina y se sentó al borde de la cama, donde permaneció largo rato. Sin decir nada. Pero Lydia oía su respiración irregular, el roce los dedos sobre la falda, como si éstos se movieran tan deprisa como sus pensamientos. El reloj de la iglesia dio las doce y media, y tras lo que pareció una eternidad, la una. Sólo entonces Valentina le habló.
– Tienes suerte de seguir en este mundo, Lydia Ivanova. Tal vez Alfred no te haya despellejado viva, pero ha estado a punto de hacerlo. Me asustas. -Lydia habría querido taparse los oídos, pero no se atrevía a moverse-. He conseguido que se calmara. -Su madre suspiró-. Pero estas cosas no me hacen ninguna falta. Y dos veces en el mismo día. Primero la comisaría, y ahora el reloj. Me parece que te has vuelto loca, Lydia.
El silencio regresó largo rato, y ella albergó la esperanza de que Valentina le hubiera dicho todo lo que tenía que decirle. Pero se equivocaba.
– Todo han sido mentiras, ¿verdad? -Su madre esperaba una respuesta, pero como Lydia seguía sin hablar, prosiguió-. Me has mentido sobre la procedencia del dinero. Cuando pienso en ello veo muchas mentiras. Como cuando me dijiste que la señora Yeoman te daba dinero por los recados que le hacías, o que habías encontrado un monedero en la calle, o que habías ayudado a alguien a hacer los deberes a cambio de una ayuda. Y nunca has ayudado al señor Willoughby en la escuela por una paga, ¿verdad? Todo el dinero salió del reloj de Alfred. Eres mala. Eres una ladrona.
Valentina aspiró hondo, mientras Lydia sentía que se asfixiaba.
– Debes parar. Parar ya. O acabarás en la cárcel. Y eso no pienso consentirlo. No debes robar nunca más. Ni una vez más. Nunca. Te lo prohíbo.
Sus palabras subían de tono. Bruscamente, se levantó de la cama, y Lydia volvió a oír los pasos, y una vela parpadeó en el cubículo de su madre. Sintió náuseas al escuchar el golpe seco de una botella contra el borde de una taza. Acurrucada, hecha un ovillo, se cubrió con la sábana y se mordió los nudillos hasta que le dolieron. Su madre la odiaba. Le había dicho que era mala. Pero, si no hubiera sido mala, llevarían tiempo muertas de hambre en cualquier alcantarilla. ¿Qué era lo que estaba bien, entonces? ¿Qué era lo que estaba mal?
¿Ayudar a los comunistas estaba bien o mal?
Entre dientes, se puso a recitar el poema de Wordsworth que había aprendido esa tarde, mientras hacía los deberes de clase, para dejar de pensar en las palabras que inundaban su cabeza. «Vaga solo, como una nube…» Pero ¿qué sabía una nube de la soledad?
Capítulo 21
Chang casi no oyó los pasos tras él, porque Lydia se acercó en absoluto silencio. Con la astucia de un zorro. Sin embargo, supo que estaba ahí, con la misma certeza con que sabía de los latidos de su propio corazón. Dejó de observar el río y se volvió para mirarla. Su visión le hizo sentir un dulce cosquilleo en las venas. No llevaba sombrero, y los cabellos eran una cascada de cobre ondulado, encendido de sol, pero en sus ojos habitaban las sombras. Parecía más frágil que nunca.
– Esperaba encontrarte aquí -le dijo, tímida. Señaló la quebrada, la estrecha franja de arena en la que le había suturado el pie-. Es un lugar tan tranquilo, tan hermoso… Pero si has venido para estar solo…
– No, por favor. -Chang le hizo una reverencia y alargó la mano, invitándola a quedarse-. Esto era un desierto antes de que llegaras.
Lydia le devolvió la reverencia.
– Es un honor.
La muchacha-zorro empezaba a comportarse a la manera china. La alegría que sintió al constatarlo le pilló por sorpresa.
Lydia se sentó sobre una roca plana, acarició su superficie gris, tibia de sol, y observó a una lagartija que se ocultaba velozmente en una grieta.
– Tengo que advertirte de algo, Chang An Lo. Por eso he venido.
– ¿Advertirme?
– Sí, estás en peligro.
El peso de la palabra le oprimió las costillas.
– ¿Qué peligro ves?
Chang se acuclilló en silencio, junto a la orilla, pero volvió la cabeza para poder seguir mirándola. La muchacha llevaba un vestido marrón claro que se confundía con la vegetación. Los ojos de Lydia se clavaron en los suyos.
– Un peligro que viene de la hermandad de la Serpiente Negra.
Chang mostró su enfado emitiendo un chasquido con la lengua.
– Gracias por avisarme. Ya sé que me amenazan. Pero ¿cómo has oído tú hablar de las serpientes negras?
Lydia le miró de soslayo y sonrió.
– Mantuve una conversación con dos hombres que llevaban serpientes negras tatuadas en el cuello. Me metieron en un coche a la fuerza y me preguntaron dónde estabas.
Aunque la muchacha trataba de quitarle hierro al asunto, a Chang le dio un vuelco el corazón, y hundió la mano en el agua para disimular su súbito temor. Debía controlar la ira, y no dejar que la ira lo controlara a él. La miró con sus ojos negros.
– Lydia Ivanova, escúchame bien. Debes mantenerte alejada del Barrio Chino. No te acerques nunca a sus calles, e incluso en tu asentamiento debes mantenerte alerta en todo momento. Las serpientes negras son de mordedura muy venenosa, y muy fuertes. Matan despacio, y cruelmente, y…
– No te preocupes. Me soltaron. Y no me parecieron tan duros.
Le sonrió, y los latidos de su corazón recobraron la cadencia. Lydia se pasó una mano por el pelo, como para ahuyentar aquellos recuerdos, y Chang sintió en las yemas de sus dedos el deseo de hablar de otras cosas.
– ¿Dónde vives, Chang An Lo?
Él negó con la cabeza.
– Es mejor que no lo sepas.
– Ah.
– Para ti es más seguro no saber nada de mí.
– ¿Ni siquiera en qué trabajas?
– No.
Lydia resopló para demostrar su enojo, hinchando los mofletes, como en ocasiones hacen los lagartos, y acto seguido ladeo cabeza y le dedicó una sonrisa seductora.
– ¿Piensas decirme al menos cuántos años tienes? No creo eso me perjudique, ¿verdad?
– No, claro que no. Tengo diecinueve.
La muchacha formulaba preguntas groseras, demasiado personales, pero él sabía que para ella no lo eran, y no se ofendió. Era su forma de ser. Era una fanqui, y esperar sutilezas de un diablo extranjero era como esperar que los sapos cantaran como las alondras.
– ¿Y tu familia? ¿Tienes hermanos, hermanas?
– Mi familia está muerta. Todos están muertos.
– Oh, Chang, lo siento.
Chang retiró las manos del agua y sacó una rana inmensa del barro.
– ¿Tienes hambre, Lydia Ivanova?
Encendió una hoguera. Asó la rana, así como dos peces pequeños de río, envueltos en hojas. Ella se comió su parte con buen apetito, delante de Chang, que convirtió cuatro ramas en palillos chinos, y pasó un rato divertido enseñándole a comer con ellos. Mientras lo hacía le tocaba los dedos, se los colocaba alrededor de los palillos. Las risas de Lydia cada vez que soltaba sin querer el pescado hacían que las ramas de los sauces susurraran sobre sus cabezas, e incluso Lo-Shen, la diosa del río, debió de detenerse a escuchar.
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