Lydia estaba tranquila, de un modo que él no había visto nunca en ella. Relajaba brazos y piernas, los ojos surgían de entre las sombras y abandonaban aquella expresión cauta que formaba parte de ella, tanto como sus cabellos incendiados. Y él sabía lo que aquello significaba: que se sentía segura. Lo bastante como para contarle el cuento de cuando tenía ocho años y se rompió el brazo tratando de reproducir las volteretas hacia atrás de un acróbata callejero. Una niña china le ató dos cañas de bambú a los lados para inmovilizarle el brazo hasta que llegara a casa. Su madre la regañó, pero tan pronto como estuvo curada, le pidió a una bailarina rusa que enseñara a su hija cómo se hacían las volteretas hacia atrás. Para demostrarle a Chang que lo había aprendido, Lydia Ivanova se puso en pie, dio un salto y ejecutó una voltereta que hizo que la falda le quedara por encima de la cabeza, algo de lo más indecoroso. Volvió a sentarse y le sonrió, traviesa. A él le encantaba aquella sonrisa. Chang se echó a reír y aplaudió.

– Eres la emperatriz de la Quebrada del Lagarto -dijo, inclinando la cabeza en señal de sumisión.

– Creía que a los comunistas no les gustaban las emperatrices -replicó ella, sin abandonar la sonrisa, y tendiéndose boca arriba sobre la arena, los pies descalzos acariciando el agua fresca.

A Chang le pareció que se burlaba de él, pero como no estaba del todo seguro, no dijo nada, y se contentó con contemplarla allí entre las sombras, con la punta de la lengua asomando entre los labios, como si saboreara la brisa fresca que nacía del agua. Tenía el cuerpo delgado, los pechos pequeños, y unos pies demasiado grandes para los gustos chinos. Era tan distinta a las mujeres que conocía… Tan extranjera, tan fiera, una criatura que rompía todas las reglas y que, a la vez, extrañamente, le proporcionaba una paz de espíritu que le hacía querer seguir en su compañía.

– Tengo que irme -dijo.

Ella ladeó la cabeza para mirarlo.

– ¿De verdad?

– Sí, debo asistir a un funeral.

Lydia abrió mucho sus ojos ambarinos.

– ¿Puedo ir contigo?

– Eso no es posible -respondió él, secamente.

La osadía de aquella muchacha era capaz de acabar con la paciencia de los mismísimos dioses.


Se situaron al final de la procesión. Las trompetas resonaban. Chang notaba que la muchacha-zorro estaba detrás de él, percibía su emoción al verse cada vez más cerca. Era pequeña y delgada, como una joven china, y las ropas que le había prestado -la túnica blanca, los pantalones holgados, las sandalias de fieltro, el sombrero cónico de paja- lograban que pasara desapercibida. Con todo, su presencia inquietaba a Chang.

¿Objetaría algo Yuesheng? ¿La aparición de una fanqui en su funeral proporcionaría poder a los malos espíritus que las trompetas y los címbalos ahuyentaban? «Oh, Yuesheng, amigo mío, ciertamente estoy endiablado.»

Incluso el cielo se había teñido de blanco, el color del luto, en señal de dolor por la pérdida de Yuesheng. El carruaje con el ataúd, a la cabeza de la procesión solemne, iba cubierto con telas de seda blanca, y tirado por cuatro hombres, vestidos del mismo color que de ese modo proclamaban su tristeza. Sacerdotes budistas, con sus túnicas color azafrán, hacían sonar los tambores mientras lanzaban pétalos a lo largo del tortuoso camino que conducía al templo. Chang sintió que la mejilla de la muchacha le rozaba el hombro, porque la multitud se apretujaba a su alrededor.

– El hombre de la túnica blanca, larga, y el ma-gua [4] -le susurró-, el que se postra en el suelo tras el ataúd, es el hermano de Yuesheng.

– ¿Y quién es el hombre corpulento de la…?

– ¡Shhh! No hables. Y mantén la cabeza baja. -Chang miró por encima del hombro, y constató que nadie les prestaba atención.

– Ese hombre es el padre de Yuesheng.

Los cánticos de los sacerdotes ahogaron sus palabras.

– ¿Qué lanzan al aire esas personas?

– Son billetes falsos. Para aplacar a los espíritus.

– Qué lástima que no sean de verdad -susurró, al ver pasar uno de cincuenta dólares volando sobre su cabeza.

– ¡Shhh!

Lydia no dijo nada más. Tranquilizaba saber que la muchacha-zorro era capaz de mantener la boca cerrada. Mientras avanzaban lentamente hacia el templo, a la mente de Chang acudieron recuerdos de Yuesheng, y del vínculo que compartieron. Siempre le había pesado que su amigo llevara tres años sin hablar con su padre por la rabia que le tenía. Tres largos años. A sus antepasados no les gustaría que no hubiera cumplido con su deber de respeto filial, pero el padre de Yuesheng no era persona fácil de honrar.

Una vez en el templo, frente a las estatuas de Buda y Kuan Yin, colocaron el ataúd en el altar. El incienso impregnaba el aire, y los monjes entonaban sus oraciones. Cintas blancas, flores blancas, delicados alimentos, frutas, dulces, todo dispuesto para Yuesheng. Las plañideras se postraban en el suelo del templo como mantos de nieve. Más tarde empezó la quema. En una gran urna de bronce, los monjes elevaban sus oraciones junto con el humo de los objetos de papel quemados, para que el difunto los usara en la otra vida: una casa, herramientas, muebles, una espada y un rifle, incluso un coche y unas fichas de mah-jongg y, lo más importante de todo, láminas de oro y plata. Todo devorado por las llamas.

Chang observaba el humo elevarse hasta convertirse en el aliento de los dioses, y sintió que una sensación de paz empezaba a apoderarse de él. El dolor, agudo como herida de cuchillo, remitía. Yuesheng había muerto como un valiente. Y ahora su amigo estaba a salvo, y cuidarían de él, pues ya había cumplido con su misión.

En ese instante alzó la vista y vio la figura corpulenta que se alzaba frente a las plañideras, y supo que la suya no había hecho más que empezar.

– Tú fuiste quien me trajo el cuerpo de mi hijo, y por ello estoy en deuda contigo. Pídeme lo que quieras.

El padre llevaba una cinta blanca anudada a la frente. Su casaca acolchada y bordada, del mismo color, y sus pantalones, lo hacían parecer más ancho de hombros y de muslos. El fajín que rodeaba su gran cintura estaba decorado con perlas, que formaban la figura de un dragón.

Chang le hizo una reverencia.

– Ha sido un honor servir a mi amigo.

El hombre lo observó con atención. Su gesto era duro, sus ojos, taimados. A Chang no le parecía ver dolor en ellos, pero el padre de su amigo no era de los que revelaban fácilmente sus emociones.

– Le habrían cortado los miembros y los habrían esparcido por cualquier parte si tú no hubieras cargado con su cuerpo y me lo hubieras traído. El Kuomintang lo hace así para asustar a los demás. El espíritu de mi hijo habría tardado muchos años en encontrarlos todos antes de regresar entero con nuestros antepasados. Por eso te doy las gracias.

Ahora fue él quien le hizo la reverencia.

– Mi corazón se alegra por su hijo. Su espíritu se alegrará al saber que ofrece un regalo a cambio.

El padre entrecerró los ojos.

– Lo que quieras te lo daré.

Chang dio un paso al frente, para acercarse más a él, y bajó la voz.

– Su hijo entregó la vida por aquello en lo que creía, que era abrir las mentes del pueblo de China a las palabras de Mao Tse.

– No me hables de eso. -El padre volvió la cabeza, con gesto displicente, y el músculo de la mandíbula se contrajo-. Y di que quieres.

– Una imprenta. -El resoplido sonó con fuerza-. La de su hijo fue destruida por el Kuomintang.

– He dado mi palabra. La imprenta será tuya.

Chang volvió a bajar la cabeza en señal de respeto.

– Honra grandemente la memoria de su hijo, Feng Tu Hong.

El padre de Yuesheng volvió la espalda a Chang, y se alejó, camino del banquete del funeral.

Debía llevar a casa a la muchacha-zorro. Ya había visto suficiente. Si se quedaba, la descubrirían. Los invitados ya no se lamentaban, moviendo las cabezas, sino que las echaban hacia atrás al dar sorbos de maotai, y charlaban como palomas. No tardarían en darse cuenta de su presencia. Miró hacia atrás para ver si seguía a su lado, y se preguntó qué sucedería si le quitaba el sombrero de paja. ¿Los espíritus de fuego de sus cabellos recorrerían la multitud de invitados y extraerían de sus lenguas la verdad: que no habían sido amables con Yuesheng mientras vivía?


– ¿Se lo has pedido?

Era Kuan, su camarada del sótano. Había aparecido de pronto frente a él, vestida de negro, y no de blanco, con un zurrón a la espalda. Chang no esperaba verla en el funeral, pues su trabajo en la fábrica no le dejaba tiempo libre, y apenas la vio se alejó unos pasos de la muchacha-zorro.

– Sí, le he pedido el regalo, y me lo ha concedido.

Los ojos rasgados, oscuros, de Kuan, se abrieron mucho, incrédulos.

– Tienes suerte de conservar la cabeza sobre los hombros. Podría haber acabado metida en un cubo. -Se acercó a él-. ¿Te ha advertido? ¿Te ha aconsejado que no sigamos imprimiendo carteles y panfletos?

– No. Para qué. Nos odia, como odiaba a su hijo.

Kuan sonrió.

– No te lamentes tanto, Chang An Lo. Yuesheng murió haciendo lo que debía, y ahora es feliz.

– Lo será aún más cuando logremos la libertad para esta desdichada China -murmuró Chang con furia. Aspiró el aire perfumado-. Y el padre de Yuesheng contribuirá a que ese día llegue antes. Lo quiera o no.

Capítulo 22

– Pareces cansado, amigo -le dijo Alfred Parker, deteniéndose para limpiar de restos de tabaco el fondo de la pipa-. Tienes los ojos hinchados.

Theo se pasó la mano por ellos. Los sentía irritados, arenosos.

– Sí, la verdad es que no me encuentro muy bien. Llevo varios días sin dormir bien.

– No estarás preocupado por aquello de Mason, ¿verdad? Creía que me habías dicho que lo habías solucionado.

– Sí, no es por eso. Es que tengo que corregir los exámenes finales, y me quedo trabajando hasta tarde.

Además, las últimas tres noches las había pasado a bordo de barquitas de papel, flotando en el río. Observando la oscuridad horas y horas. La última de ellas había llovido a cántaros. Con todo, las «capturas» nocturnas iban bien, y a Theo le sorprendía constatar lo rápidamente que crecía su parte de plata al final de cada salida. Y eso sólo podía significar una cosa: que cada vez se aventuraban más, que los cargamentos eran mayores, que asumían más riesgos. Confiaban en su palabra. Y él confiaba en la de Mason.

No era de extrañar que pareciera cansado.

Parker y él se encontraban en la tetería preferida de Theo. El periodista le había pedido que se vieran, y había aceptado su propuesta de quedar ahí, venciendo sus escrúpulos sobre higiene y corrección. El té sin leche no era precisamente su idea de lo que debía ser un té, pero comentó que le interesaba conocer una tetería china tradicional, y ampliar de ese modo su comprensión de los nativos. Theo se echó a reír al oírlo. Tal vez su compatriota fuera buen periodista en relación con los asuntos europeos en China, pero jamás llegaría a comprender a los autóctonos. Cuando la joven delgada, vestida con su cheongsam de cuello alto, les trajo la tetera sencilla, de barro cocido, y sirvió la bebida rojiza en las diminutas tazas, Alfred le sonrió tan efusivamente que ella meneó la cabeza y, con ella, señaló hacia el piso de arriba. Theo sabía que a su amigo no le cabía en la cabeza que ella pensara que le estaba proponiendo mantener una relación sexual, y que le estaba indicando que las muchachas de vida alegre se encontraban en las habitaciones de la primera planta, dispuestas a ofrecerle la luna y las estrellas. Por un puñado de dólares, claro está.

A su alrededor, en las mesas bajas, de bambú, zumbaban las voces discordantes de los mercaderes y los banqueros chinos, e incluso las de algunos diplomáticos japoneses, bien vestidos y bien alimentados, todo hombres, a quienes no afectaba la escasez de alimentos.

El lugar era alegre, colorido, y contagiaba a los clientes la sensación de que eran afortunados. Farolillos de un rojo intenso, leones dorados, vistosos pájaros cantores encerrados en jaulas profusamente decoradas, ahuyentaban las preocupaciones, mientras una muchacha de cabellos más negros que un ala de cuervo tocaba una dulce melodía con su chin, el laúd chino. El chasquido de las fichas de mah-jongg no cesaba ni un instante. Por lo general, Theo se sentía en paz allí, pero ese día algo era distinto. No sabía cómo pero parecía haber perdido la calma. La «paz» se encontraba muy lejos de él en ese momento.

– Y dime, Alfred, ¿qué es eso tan urgente? ¿Qué es eso de lo que tanto te interesa hablar?

– Me pediste que indagara en el pasado de Christopher Mason, ¿recuerdas? Ya me has dicho que habéis solucionado vuestras diferencias, pero, aun así…