Theo se echó hacia delante.

– ¿Has encontrado algún esqueleto en su armario?

– No exactamente.

– ¿Entonces qué?

– Sólo unas pocas irregularidades.

– ¿Cómo por ejemplo?

– Para empezar, no es lo que parece. Sus padres regentaban una pequeña ferretería en Beckenham, Kent. De modo que no es el exportador-importador que dice ser.

– Vaya, vaya, de modo que el progenitor de Mason era hombre de delantal. Interesante.

– Y hay más.

Theo sonrió.

– Alfred, eres un diamante de muchos quilates.

Parker volvió a interrumpirse para cargar la pipa.

– Su primer trabajo lo obtuvo en el departamento de aduanas y aranceles de Londres. Y se dice que no hacía ascos a comerciar con ciertos productos de contrabando que confiscaba: coñac francés, perfume, cosas así.

– ¿Por qué será que no me sorprende?

– Finalmente fue trasladado al departamento de planificación, pero sólo tras un conato de escándalo que lo salpicaba a él y a la esposa. Parece que a la mujer le gustaba el trato duro… y él se lo proporcionaba. -Parker, incómodo, arrugó la frente-. No son cosas propias de un tipo decente.

A Theo le conmovió la ingenuidad de su amigo. Había algo tan indefenso en él… Su propia inocencia había muerto de un disparo hacía diez años en una oficina de Kensington, y desde entonces siempre había esperado encontrarse con el lado malo de la gente. Así parecía ser. Invariablemente. Por eso le gustaba enseñar. Los niños eran material en bruto, y para ellos todavía había alguna oportunidad. Y también estaba Li Mei, por supuesto. Li Mei le daba esperanzas.

Pero Parker era un tipo raro, porque sus cantos más brillantes seguían intactos, ni apagados ni desportillados por la realidad. Algo poco frecuente en los tiempos que corrían. Y bastante vivificante, a su modo. Además, ese día se veía distinto, más radiante que nunca.

– Y -Parker prosiguió, bajando la voz- dejó su trabajo en planificación tras sólo dieciocho meses.

– Dame más datos.

– Rumores, nada definitivo, entiéndelo bien.

– Sigue, sigue, hombre.

– Sobornos.

– Ah.

– Dinero por debajo de la mesa. Edificios que se construían donde no debían construirse, y esas cosas. Y dejó el cargo de un día para otro y se embarcó rumbo a Junchow. Sólo Dios sabe cómo consiguió meterse en el departamento de educación aquí, pero al parecer se le da bien lo que hace, aunque quienes están a sus órdenes no lo tengan en buena estima. Con todo, no he logrado sacarles nada más. Tendrán miedo a perder el trabajo, supongo.

– ¿No lo tendrías tú?

Parker pareció sorprendido.

– Por supuesto que no. No si viera que existe corrupción.

La joven llegó entonces con otra tetera humeante, y volvió a llenarles las tazas.

– Xie xie -dijo Parker-. Gracias.

A Theo casi se le atragantó el té.

– ¡Muy bien dicho, Alfred!

– Bueno, me ha parecido que, mientras esté aquí, es buena idea aprender algo de su dialecto. Para mi trabajo va a resultarme útil y, además, quiero impresionar a una persona.

Theo vio que su amigo se ruborizaba.

– Alfred, eres un perro astuto. ¿Quién es la afortunada? ¿La conozco?

– Sí, de hecho creo que sí. Es la madre de una de tus alumnas.

– No será Anthea Mason.

Parker pareció ofendido.

– Por supuesto que no. La dama en cuestión se llama Valentina Ivanova.

Apenas pronunció el nombre, una sonrisa tímida asomó a sus labios.

– Por el amor de Dios, Alfred -exclamó Theo-. Debes estar loco. Estás pidiendo problemas a gritos.

Parker parpadeó, perplejo ante lo inesperado de la respuesta.

– ¿A qué te refieres, Theo? Es una mujer maravillosa.

– Es guapísima, sí, eso seguro. Pero es rusa, rusa blanca.

– ¿Y qué? ¿Qué tiene eso de malo?

Theo suspiró.

– Alfred, todo el mundo sabe que esas mujeres están desesperadas por casarse con un europeo. De donde sea. Las pobres criaturas están aquí atrapadas, sin papeles, sin dinero, sin trabajo. Debe de ser un infierno. Por eso la mitad de las prostitutas en los burdeles de Junchow son mujeres de la Rusia Blanca. No te hagas el escandalizado, porque es un hecho. -Suavizó algo el tono-. Siento pincharte la burbuja, amigo, pero debo decirte que te está utilizando, simplemente.

Parker meneó la cabeza, pero Theo vio que su confianza empezaba a flaquear. El periodista se quitó los lentes y se puso a limpiarlos a conciencia con un pañuelo de un blanco virginal.

– Me pareció que tú lo entenderías -dijo muy serio, sin alzar la vista-. Tú más que nadie. Todo este asunto del amor. Lo que hace sentir a un hombre… -Hizo una pausa.

– ¿Enfermo?

Parker trató de esbozar una sonrisa.

– Sí, me siento enfermo. -Volvió a ponerse las gafas y observó, inmóvil, el pañuelo impecablemente doblado que sostenía entre los dedos-. Veo su rostro en todas partes -añadió, en voz baja-. En el espejo, cuando me afeito, en la página en blanco cuando redacto mis artículos, e incluso en la escribanía vieja de Gallifrey, mi editor, cuando nos reunimos.

– Te ha dado fuerte, amigo. No hay duda de que te ha pescado.

– Creía que tú lo entenderías -repitió Alfred.

– Lo dices porque estoy con Li Mei, supongo. No, Li Mei no está conmigo por dinero, eso te lo aseguro. Para empezar, no lo tengo, por desgracia, y además ella procede de una familia china más que acomodada, que le ha dado la espalda por mi culpa. De modo que la situación es muy distinta. Te lo advierto, mantente alejado de Valentina Ivanova. Se largará en cuanto te la lleves contigo a Inglaterra.

Parker apretaba mucho la boca. Apartó la taza de té, que no había probado siquiera.

– Me preguntaba qué podía haber visto una mujer hermosa y experimentada en un tipo como yo.

– Oh, Alfred, anímate. Como he dicho, eres un diamante de muchos quilates. -El periodista se encogió de hombros, tenso-. ¿Por qué no te limitas a disfrutar de su compañía? Llévatela a la cama unos meses, cánsate de su perfume, y así luego no tendrás que…

– Theo, tal vez tú poseas un corazón pagano y despiadado -dijo Parker sin acritud-, pero yo no, yo soy cristiano, no sé si lo sabes, y como tal intento cumplir con sus mandamientos. De modo que no, no pienso acostarme con ella y luego abandonarla.

– Tonto de ti, amigo mío.

Entre ellos se hizo el silencio. Se acercó una niña a ofrecerles dulces en una bandeja, pero ambos los rechazaron con un movimiento de mano. Tras ellos, un hombre gritó al ganar la partida de mah-jongg. Theo encendió un cigarrillo. Le dolía la garganta; últimamente fumaba demasiado.

– Déjala ahora-le aconsejó, en voz baja-, antes de que te involucres demasiado. Te lo digo por tu bien. Y no te olvides de que tiene una hija. Nada fácil, por cierto.

Parker se pasó la mano temblorosa por la frente, tratando de aclararse las ideas.

– No lo sé, Theo, tal vez tengas razón. A mí me parece que el amor es una fuerza destructiva. El amor a una persona, a un ideal, a un país… Lo borra todo, y causa grandes trastornos. En cuanto a la hija, ni me la menciones. Esa muchacha es incorregible.

Capítulo 23

Chang permanecía inmóvil en la oscuridad. Quieto como una piedra. Estaban ahí, todos a su alrededor. Los oía. El rumor de una manga, el roce de un muslo contra el muro, el crujido de un zapato sobre la gravilla. Había sido temerario por su parte presentarse en el funeral. Sabía que ello implicaba que le siguieran la pista. Pero habría sido un deshonor para él haberse perdido el momento final de Yuesheng, pues era su compañero de sangre, y le debía respeto, sobre todo si pensaba que, la noche del ataque del Kuomintang, podría haber sido su propio cuerpo sin vida el que hubiera acabado tendido en el suelo del sótano. Y ahora, en efecto, los Serpientes Negras estaban ahí. La muerte acechaba en las sombras, esperando darse un banquete.

Se encontraba en una calle empedrada de la ciudad vieja, con la espalda pegada a una puerta de roble repujada, encastrada en un arco. Figuras negras pasaban de una calle a otra, agazapadas, veloces, cruzando en todas direcciones. Movimiento en las entradas. Ojos agudos que lo buscaban. Sin luna que iluminara los filos alojados en los puños, aunque no tenía duda de que estaban ahí, sedientos de sangre.

Contó a seis en total, pero oía a más. Uno estaba de pie, muy rígido, apoyado en una pared a no más de diez pasos a su derecha, custodiando la entrada al estrecho hutong, un callejón que se adentraba en el laberinto de calles traseras. Respiraba con cierta dificultad. De un salto silencioso, y levantando el talón, Chang acabó con él, aunque antes de que el cuerpo llegara al suelo, él ya se encontraba en el hutong, corriendo, agazapado y ágil. Sobre él, en la ventana de una primera planta, se encendió una luz, y detrás de él resonó un grito. Pero no se volvió.

Avanzaba más deprisa. Se internaba en una oscuridad mayor. Los pies le resbalaban al contacto con basuras en diversos estados de descomposición. Él los guiaba a través de las calles, frenándolos en su intento de ganar velocidad. Así, cuando el hombre más rápido se encontró en un cruce, veinte pies por delante de sus compañeros, no supo qué era lo que acababa de surgir de entre las sombras y le golpeaba el pecho, partiendo sus costillas como si fueran ramas, hasta que ya era demasiado tarde, y no podía respirar.

Chang siguió avanzando como una exhalación en la oscuridad. Retorciéndose, girando, emboscándose. A otro de los hombres le inutilizó una pierna, y al otro la visión de un ojo. Pero un camión de la basura, con el volquete lleno de excrementos humanos, y un hedor capaz de asfixiar a cualquiera, le impidió el paso, y se vio obligado a girar a la izquierda, por una pendiente que no descendía a ninguna parte.

Una ratonera.

Altos muros a tres lados, una especie de patio. Una vía de acceso. Y la misma, de salida. Seis hombres se abrieron en abanico tras él, respirando entrecortadamente, escupiendo veneno. Tres de ellos llevaban cuchillos, dos blandían espadas, pero uno cargaba un arma de fuego, que apuntaba directamente al pecho de Chang. Pronunció algo con voz gutural y uno de los que llevaban espadas se adelantó. Se acercó a Chang y el largo filo rasgó el aire con un silbido. Chang dejó de respirar, extrajo la energía que circulaba por sus venas y con un movimiento fluido impulsó una pierna bajo su atacante. Una punzada de dolor le atravesó el costado, pero dio tres pasos rápidos y quedó suspendido en el aire, tratando de agarrarse al muro trasero con los dedos. Resbaló, volvió a intentarlo, y entonces sí, subió los talones por encima de la cabeza, describiendo un arco perfecto. Ya había llegado al tejadillo, pero no estaba a salvo. Una bala le pasó rozando la oreja.

Se oyó un rugido colérico en el patio, y el hombre de la pistola se apoderó del sable del espadachín y le asestó a éste un golpe que lo destripó. El hombre, herido, se hincó de rodillas en el suelo, sujetándose los intestinos, que escapaban de su cuerpo, mientras un chillido agudo brotaba de su garganta. El segundo mandoble lo acalló, y la cabeza seccionada rodó hasta la alcantarilla. La pistola apuntó una vez más en dirección al tejado. Pero Chang ya se había esfumado.


Lydia tenía tiempo para pensar. La franja de más de veinte metros, en el centro del campo, empezaba a amarillear, pero a su alrededor la hierba se extendía como un lago verde, resplandeciente. Recortaban el césped con precisión, y lo trataban con un respeto que a ella le escandalizaba un poco, pues los hombres parecían preocuparse más por su bienestar que por el de sus hijos. Pero le encantaba asistir a los partidos de criquet. Le encantaba imaginar que aquella escena tenía lugar en el otro extremo del mundo, en Inglaterra. En ese mismo momento, en todas las ciudades y pueblos, hombres vestidos de blanco tomaban al asalto el fin de semana con sus bates y sus guantes, golpeando sin piedad aquella pelota pequeña y dura. Era algo tan deliciosamente absurdo… Y más con ese calor. Sólo a unas personas sin nada que hacer en todo el día podía habérseles ocurrido algo tan curioso.

Hombres vestidos de blanco.

Para un país el blanco equivale a un juego; para otro, a la muerte. Mundos distintos. Separados por el océano. Pero ¿qué le sucedía a alguien que se viera atrapado en el medio? ¿Se ahogaba?

– ¿Más té, querida? Pareces estar a muchos kilómetros de aquí.

– Gracias, señora Mason. -Lydia aceptó el té, alejó sus pensamientos de Chang An Lo y se sirvió otro sándwich de pepino, que dejó sobre el plato que se sostenía en precario equilibrio sobre el apoyabrazos de la tumbona.

La madre de Polly llevaba gafas de sol de montura aparatosa y un sombrero de paja, de ala ancha, en el que había trenzado varias rosas de su jardín. Pero ninguna de las dos cosas bastaban para ocultar el cardenal que le oscurecía el ojo izquierdo, ni la hinchazón del pómulo.