– He ido a un funeral.
– ¿Con ese aspecto?
– No, me han prestado ropa.
– ¿Y de quién era el funeral? -le preguntó, ya sin tanto interés, regresando al espejo.
– Del amigo de un amigo. No lo conocías.
Lydia terminó de cortar el boniato y lo envolvió en un pedazo de papel encerado. Se llevó entonces un gran cuenco de agua a su dormitorio y se quitó el vestido húmedo y los zapatos viejos. Se lavó a conciencia y se cepilló el pelo hasta estar segura de haberse desprendido de la última mota de polvo y barro. Debía esforzarse más en cuidar de su aspecto, o Chang An Lo jamás la miraría como había mirado a la muchacha china de rasgos finos y pelo corto con la que se había encontrado ese mismo día durante el funeral. Habían unido las cabezas. Como amantes.
– ¿Mejor?
– Estás guapísima, cielo.
Lydia se había puesto el vestido y los zapatos del concierto. No sabía bien por qué.
– ¿Ya no tengo un aspecto horrible?
– No, cariño, te ves preciosa.
Valentina llevaba sólo su combinación de seda color ostra, y el pelo, suelto, le caía sobre los hombros desnudos. Dejó el vaso vacío sobre la mesa, y se acercó a Lydia. Incluso así, medio bebida, se movía con elegancia. Pero tenía los ojos sospechosamente enrojecidos, como si hubiera estado llorando en silencio mientras Lydia se encontraba tras la cortina, aunque también podía ser que hubiera seguido bebiendo vodka. Sostuvo la cara de su hija entre las manos y la observó atentamente. Frunció la nariz, y al hacerlo una arruga asomó entre las cejas.
– Un día te verás bonita de verdad.
– No seas tonta, mamá. Tú siempre serás la guapa de la familia.
Valentina sonrió, y Lydia supo que había acertado de lleno con el comentario.
– Te alegrará saber, pequeña mía, que esta noche he decidido crearme de nuevo, crear a una Valentina moderna.
Su madre le soltó la cara y se acercó al cajón que había junto a los fogones ennegrecidos. Lydia sintió una súbita e imprecisa incomodidad; ahí era donde guardaban los cuchillos. Pero lo que su madre extrajo de él no fue ningún cuchillo, sino unas largas tijeras.
– No, mamá, por favor, no. Mañana lo verás todo distinto. Es la bebida la que…
Valentina se plantó frente al espejo, se sujetó un buen mechón de pelo oscuro y lo cortó a la altura de la barbilla.
Ninguna de las dos dijo nada. Ambas estaban asombradas ante la imagen que les devolvía el espejo. Brutal. Asimétrica, salvaje. El reflejo de una mujer atrapada perdida entre dos mundos.
Lydia se recuperó primero.
– Déjame que te lo termine yo, que tú no vas a poder cortar
telo recto. Ya verás que te haré un corte elegantísimo, muy chic.
Despacio, separó las tijeras de la mano rígida de su madre y empezó a cortar. Cada mechón que caía era como una traición a su padre. Valentina siempre le había contado que él adoraba sus cabellos largos, y le había descrito el ritual al que se entregaban cada noche, antes de acostarse: él se plantaba tras ella y se lo cepillaba hasta dejarlo como una cortina de seda, con unos movimientos prolongados y lentos que lo electrificaban y le hacían saltar chispas. Como estrellas fugaces en el cielo nocturno, decía él. Ahora, las suaves ondas caían a sus pies como aves muertas. Cuando la operación terminó, Lydia recogió los cabellos, los envolvió en un pañuelo blanco de su madre y escondió el bulto ligero bajo su almohada. Merecía un funeral adecuado.
Para su sorpresa, vio que su madre sonreía.
– Mejor -dijo. Valentina meneaba la cabeza de un lado a otro, y el pelo oscilaba, juguetón, se curvaba sobre la nuca y hacía que resaltara aún más su largo cuello blanco-. Mucho mejor -reiteró-. Y éste es sólo el principio de la nueva Valentina.
Cogió entonces la botella medio vacía de vodka ruso, se acercó a la ventana abierta, desde la que el cielo del atardecer parecía incendiarse sobre los tejados de pizarra gris, y vertió su contenido en la calle, sin molestarse siquiera en mirar abajo.
Lydia observaba.
– ¿Contenta? -le preguntó su madre.
– Sí.
– Bien.
– Y se acabó eso de ser bailarina.
– Pero necesitamos dinero para pagar el alquiler. No…
– No. Ya lo he decidido.
Lydia empezaba a asustarse de veras.
– Tal vez podría hacerlo yo. Que me contraten a mí como compañera de baile, quiero decir.
– No seas ridicula, dochenka. Eres demasiado joven.
– Podría decirles que tengo más de dieciséis años. Y ya sabes que bailo bien. Me enseñaste tú.
– No, no permitiré que los hombres te toquen.
– Vamos, mamá, no seas tonta. Sé cuidar de mí misma.
Valentina soltó una carcajada estridente. Soltó la botella, que cayó al suelo, y sujetó a su hija por el brazo, zarandeándola con fuerza.
– No sabes nada de los hombres, Lydia Ivanova, nada de nada, y así pretendo que siga siendo. De modo que ni hablar de ese trabajo.
La miró con ojos enojados, y Lydia no comprendió por qué.
– Está bien, mamá, está bien. Cálmate. -Se liberó como pudo de la mano de su madre-. Pero tal vez sí podría encontrar algún otro trabajo -añadió, titubeante.
– No, eso ya lo hablamos hace tiempo. Debes terminar los estudios.
– Lo sé, y los terminaré. Pero…
– Nada de peros.
– Escúchame, mamá, ya sé que dijimos que la única manera de salir de este hueco apestoso pasa por que yo consiga un buen trabajo, y tenga una carrera como Dios manda, pero hasta que eso pase, ¿cómo vamos a…?
– Ésa no es la única manera.
– ¿A qué te refieres?
– Me refiero a que hay otra manera.
– ¿Cuál?
– Alfred Parker.
Lydia parpadeó, y sintió en la boca un regusto amargo.
– No -logró articular, aunque en poco más que un susurro.
– Sí. -Su madre se llevó la mano al pelo recién cortado-. Ya lo he decidido.
– No, mamá. Por favor, no lo hagas. -Lydia sentía la boca seca-. No es lo bastante bueno para ti.
– No seas tonta, cielo. Seguro que sus amigos dirán que yo no soy lo bastante buena para él.
– Eso es una tontería.
– ¿Ah, sí? Escúchame bien, Lydia. Es un buen hombre. A ti nunca te molestó lo de Antoine. ¿Por qué te opones entonces a Alfred?
– Con Antoine nunca fuiste en serio.
– Bien, me alegro de que te des cuenta de que pretendo ir en serio con Alfred. -Lo dijo en tono cariñoso, pasándole una mano por el pelo, como para recordar cómo era el tacto de un cabello largo-. Quiero que seas amable con él.
– Mamá, no puedo -respondió Lydia, negando con la cabeza-. No puedo porque…
– ¿Por qué, Lydia?
Lydia empezó a mover de un lado a otro la punta de un zapato.
– Porque no es papá.
Valentina dejó escapar una especie de gemido raro.
– No, Lydia, no empieces. Aquella época terminó. Y esto es ahora.
Lydia agarró a su madre por el brazo.
– Conseguiré trabajo, ya lo verás -dijo con vehemencia-. Saldremos de este desastre, te lo prometo. No necesitas a Alfred, no lo quiero en casa. Es pretencioso y tonto, y se toca las orejas, y nos mete su Biblia hasta en la sopa, y…
Se detuvo para tomar aliento.
– No pares ahora, dochenka, sácalo todo.
– Lleva gafas, y aun así no ve que lo manejas a tu antojo, como si fuera de paja.
Valentina se encogió de hombros, altiva.
– Cállate, querida, no sigas. Dale tiempo. Te acostumbrarás a él.
– No quiero acostumbrarme a él.
– ¿Es que no quieres verme feliz?
– Ya sabes que sí, mamá, pero no con él.
– Es un inglés decente.
– No. Es demasiado… demasiado corriente para ti. Y lo cambiará todo, nos convertirá en personas tan corrientes como él.
Valentina se puso en pie.
– Eso que dices es insultante, Lydia, y yo…
– ¿Es que no ves -la interrumpió Lydia- que si le devolví su estúpido reloj fue para librarme de él? -Hablaba en voz cada vez más alta-. Si me gasté todo ese dinero que tanta falta nos hacía fue porque me pareció que de ese modo me odiaría tanto que se largaría y no aparecería nunca más por aquí. ¿Es que no lo ves?
Valentina se quedó inmóvil, mirando fijamente a su hija, muy pálida. En ese instante, el aire de la habitación habría podido cortarse con un cuchillo.
– Me subestimas -dijo su madre al fin-. No se largará.
– No lo hagas, mamá. No nos hagas esto.
– Ya lo he decidido, Lydia.
La joven sintió de pronto que no soportaba la idea de seguir compartiendo el mismo espacio con esa «nueva» Valentina. Cogió el paquete con el boniato y salió de la buhardilla dando un portazo.
– Gorrioncito, ¿qué haces aquí sola, a oscuras?
Era la señora Zarya, que llevaba una capa larga, de terciopelo, y se tocaba con un sombrero recargado y rematado con una pluma negra de avestruz. Los brillantes de los pendientes reflejaban la luz de la ventana y resplandecían como luciérnagas. Lydia apenas la reconocía.
– Le doy de comer a Sun Yat-sen -musitó.
– Llevas mucho rato dándole de comer.
Lydia no respondió. El conejo se acurrucaba en sus brazos, y ella sentía en el pecho los latidos acelerados de su corazón.
– ¿Le ha gustado el boniato?
– Sí, gracias.
Se hizo el silencio, pues ninguna de las dos sabía qué decir. En la calle, un cerdo emitió un chillido que era como el de un diablo nocturno.
– Está muy guapa -dijo Lydia al fin.
– Gracias. Me voy ahora mismo a la velada que organiza el general Manlikov. Una velada rusa. Seguro que será más divertido que quedarme en mi cuarto.
– ¿Puedo ir con usted, señora Zarya? -le preguntó Lydia educadamente-. Hoy llevo puesto el vestido elegante.
El rostro altivo, distante y ajado de la rusa se suavizó al instante, y esbozó una sonrisa.
– Da, sí. Tienes que venir -respondió, encantada-. Tal vez aprendas algo sobre el gran país que te vio nacer. Da.
– Spasibo -dijo Lydia-. Gracias.
Capítulo 24
Lydia estaba decidida a disfrutar de la velada. Su primera soiree, que tenía lugar en una de las grandes mansiones de la avenida que marcaba el límite entre los Barrios Ruso y Británico, donde Lydia, en ocasiones, acudía a admirar lo que habían logrado unos pocos afortunados gracias a un puñado de joyas de la era zarista. Pero esa noche la música sólo lograba que se sintiera peor. Se colaba como una inundación, venciendo sus defensas, y arrastrándolo todo en su interior. Las palabras que le había dicho a su madre, los temores por Chang, se fundían en su mente, y no lograba pensar con claridad.
La pieza era un fragmento romántico del Príncipe Igor, de Borodin, uno de los llamados mogutchaya kutchka [5] rusos, que sonaba bastante bien, aunque no tanto como si la hubiera tocado su madre. Lydia se concentraba en los dedos de la pianista, que acariciaban las teclas igual que los suyos acariciaban el pelo de Sun Yat-sen. íntimamente, y con avidez.
– Y ahora, a bailar -declaró la señora Zarya-, antes de que a alguien le dé por cantar los tristes lamentos georgianos.
Las hileras de sillas se habían dispuesto en los extremos del salón de baile, y las parejas empezaron a tomar la pista. La señora Zarya se dejó caer pesadamente junto a Lydia, de espaldas a la pared, y su voluminoso vestido de tafetán crujió sonoramente. Desprendía un intenso olor a naftalina, y tenía un pequeño remiendo en una manga, que se habría desgarrado al pillarse con algo, aunque Lydia fantaseaba con la idea de que se lo hubiera hecho la bala de algún rifle bolchevique.
– ¿Lo estás pasando bien, de momento?
– Muy bien, spasibo.
– Excelente. Otlichno!
Curiosamente, la parte de la noche que más le había gustado había sido la primera, la dedicada a las lecturas poéticas. No había comprendido ni una palabra, claro, pero eso no importaba. Eran los sonidos. La voz de Rusia. Las vocales rotundas, las difíciles combinaciones que brotaban de las bocas de quienes las pronunciaban y, de algún modo, parecían amplificarse. Su oído hallaba una rara satisfacción en ella, algo que no dejaba de sorprenderla.
– Me ha gustado la poesía -dijo-. Y me gustan los candelabros.
La señora Zarya se echó a reír y le dio unas palmaditas en la mano.
– Claro que sí, gorrioncito -exclamó, divertida, y al hacerlo, su pecho, inmenso, ascendió y descendió en un solo movimiento.
– ¿Cree que alguien me sacará a bailar? -Lydia observaba con ojos envidiosos las evoluciones de los bailarines, y no le importaba quién fuera el que la invitara a unirse al baile, aunque fuera uno de aquellos viejos con medallas zaristas en la pechera y tristeza en la mirada. Lo que ella quería era bailar con alguien, con un hombre.
– Nyet. No. Tú no puedes bailar, de ninguna manera.
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