– Mejor rara que muerta.
– ¿Qué?
– Nada.
– Cielo, me desesperas.
Lo sabía. Lo supo desde que la invitaron a ir con ellos al restaurante. Supo por qué. Se lavó el pelo, se puso el vestido color melocotón y los zapatos de raso, como le ordenaron. En esa ocasión el restaurante no era La Licorne. Se trataba de un local italiano, con reservados y bancos tapizados en cuero. La iluminación, tenue, la proporcionaban unas velas sostenidas en cuellos de botellas panzudas y cubiertas de un trenzado de paja. Lydia esparcía por el plato unas tiras llamadas linguini, y esperaba a que Alfred y Valentina sacaran el tema.
Alfred sonreía mucho, tanto que a ella le parecía que debía de dolerle la cara. Era como si se hubiera tragado una máquina de sonreír.
Le sirvió un vaso de vino, antes de observar, en tono alegre:
– Qué sitio tan bonito, ¿verdad, Lydia?
– Mmm -se limitó a responder, sin mirar a su madre a los ojos.
– Me han dicho que sigues estudiando mucho, a pesar de que ya han empezado las vacaciones de verano. Eso está muy bien, querida. ¿En qué te estás concentrando?
– En Rusia y en el ruso.
Lydia se percató de un brevísimo parpadeo en sus ojos, pero su sonrisa se mantuvo inalterada.
– ¡Qué interesante! Después de todo, forma parte de tu herencia, ¿no es cierto? Pero Josef Stalin está sometiendo ahora a su pueblo a grandes brutalidades en nombre de la libertad, distorsionando el verdadero significado de esa palabra, de modo que el mundo del que lees en esos libros ya no existe en la Rusia soviética, querida. Lo que sucede ahí es bárbaro. Los granjeros y los campesinos del gulag mueren de hambre bajo el nuevo régimen comunista.
– ¿Igual que les sucedía cuando gobernaba el zar? ¿Es eso lo que quiere decir?
– Vamos, Lydia -dijo Alfred, decidido-. No entremos en esa discusión esta noche. Esta noche es para la celebración. -Dedicó una mirada casi tímida a Valentina-. Tu madre y yo queremos darte una noticia que te hará muy feliz, o eso esperamos.
Valentina no dijo nada; se limitó a observar a su hija con ojos vigilantes.
Lydia decidió ponerse a hablar, pues le pareció que, si llenaba aquel pequeño reservado con sus propias palabras, si las colocaba en todos los rincones libres, no habría espacio para que Alfred proclamara su noticia.
– Señor Parker -dijo Lydia con gesto de preocupación-, creo recordar que me dijo que el director de mi escuela, el señor Theo, es amigo suyo. ¿Me equivoco? Bien, el caso es que querría contar con su consejo, porque hacia el final del curso empezó a actuar de modo extraño. El caso es que nos ponía trabajo para que lo hiciéramos en clase, y él apoyaba la cabeza en las manos y permanecía inmóvil horas y horas, como si estuviera dormido. Pero no lo estaba, porque a veces lo pillaba observándonos entre los dedos, y Maria Alien cree que debe de tener problemas con su hermosa amante china, que le ha destrozado el corazón, pero…
– Lydia.
Era Valentina.
– … Pero Anna dice que su padre se comporta de ese modo cuando tiene resaca, y un día el señor Mason entró en la clase, colorado como un tomate, muy congestionado, y sacó al señor Theo a rastras de la…
– ¡Lydia! -En voz más alta esta vez-. ¡Para ya!
Por primera vez Lydia miró a su madre a la cara. No le dijo nada más, pero le suplicaba con la mirada.
Valentina volvió el rostro.
– Díselo, Alfred. Dale la buena noticia.
Alfred esbozó una gran sonrisa.
– Verás, Lydia, tu madre me ha hecho el gran honor de aceptar ser mi esposa. Vamos a casarnos.
Los dos adultos permanecieron en silencio, a la espera de su reacción.
Lydia se esforzó todo lo que pudo. Se obligó a sonreír, aunque los dientes se le pegaron a los labios.
– Felicidades -balbució al fin-. Espero que sean muy felices.
Su madre se echó hacia delante y le plantó un beso breve en la mejilla.
Capítulo 26
Chang An Lo encontró la nota. Supo que era de ella antes de desdoblarla, y pasó con delicadeza los dedos sobre el papel para acariciar una superficie que ella había rozado antes. La nota estaba metida en un pequeño tarro de vidrio que se sostenía sobre una roca plana en la Quebrada del Lagarto, la que ella había usado para tenderse al sol. Sobre el tarro habían colocado una rama, para que pasara desapercibida a otros ojos que no fueran los suyos, y las hojas finas y plateadas del álamo se habían curvado y secado con el calor. La muchacha había obrado con cautela. Nada de nombres. Sólo una advertencia.
Las tropas de élite del Kuomintang van camino de Junchow. Para aniquilar a los comunistas. Vete ahora. Urgente. Tú y tus amigos. Marchaos.
La palabra «Marchaos» estaba subrayada en rojo. En la parte baja del papel había añadido el dibujo de una serpiente con la cabeza partida en dos, y sangre brotando de la herida.
La noche era negra como boca de lobo. Sin luna. Caía una llovizna persistente que amortiguaba cualquier sonido. La casa era imponente, y estaba bien custodiada. Los centinelas eran apenas visibles bajo los aleros puntiagudos. Altos muros sin ventanas, y los patios iluminados por farolillos de colores, incluso en plena noche. En todas las puertas que daban a los patios, las campanillas repicaban incesantemente, movidas por el viento, y protegían tanto de los malos espíritus como de los intrusos, aunque la principal amenaza para Chang la constituía el chow-chow de cabeza enorme que se paseaba por el último patio, el más interior de todos. Sus orejas puntiagudas captaban lo que al oído humano se escapaba.
Los pasos de Chang sobre las tejas quedaban acallados. Sus zapatos de fieltro avanzaban con lenta paciencia, acercándose: primero un pie, después otro. Su objetivo no era el gran patio interior, sino el anterior, el de la fuente cuyo surtidor de agua brotaba de la boca de un delfín, el de la carpa que, en el estanque ornamental que se extendía a su base, se movía como un fantasma, el del ciruelo que crecía en una esquina, y que en esos días se hallaba cargado de fruta madura. Se trataba de un árbol viejo, y sus ramas se apoyaban en la casa lo mismo que un anciano se apoya en su bastón. Chang vestía de negro, y esperaba, agazapado entre las sombras del tejado, con los ojos y la mente concentrados en una ventana.
El guardia de ronda se esmeraba en su trabajo, pasaba la pesada vara por entre los arbustos, y bajo los bancos delicadamente tallados. Chang oía los chasquidos de la caña que ahuyentaba algún reptil nocturno apostado sobre el suelo de mármol, y de las inmediaciones llegó un gruñido prolongado. El farolillo del porche arrojaba su luz sólo en un lado del rostro del guardia, de ojos agudos, alerta, ávido de algo o de alguien que aliviara el tedio de su rutina nocturna. Chang no tenía la menor intención de ofrecerse voluntario. Aún no.
Finalmente, el centinela se internó en las sombras del patio contiguo, donde el perro lo saludó con un aullido servil. Mientras el animal estaba distraído, Chang aprovechó para avanzar más deprisa. Tejas mojadas, resbaladizas bajo sus pies, en lo más alto del tejado. Más tejas traicioneras, cubiertas de musgo. El árbol, fácil como una escalera. Por encima del porche. La ventana abierta. Una luz tenue parpadeaba tras la cortina. Chang puso el pie en el alféizar.
Era un gran aposento. En su centro se alzaba, inmensa, la cama de roble negro, con dosel de seda, profusamente labrada con imágenes de murciélagos con las alas extendidas y las garras desnudas, y aves de cuellos largos que devoraban escorpiones y ranas. A un lado de la cama, una vela ardía en un recipiente de jade, y a su alrededor podía contemplarse un desorden de copas y botellas caídas, tiras de cuero, charcos de cerveza derramada, y un pequeño quemador de latón. Una pipa de embocadura larga, de marfil manchado, había sido arrojada al suelo. El aire desprendía un perfume dulzón y embriagador.
Chang permaneció junto a la cortina el tiempo suficiente como para distinguir a tres figuras sobre las sábanas, dos de ellas inmóviles y en silencio, los ojos muy abiertos, temerosas. Contemplaban el cuchillo que sostenía en la mano. Se trataba de dos concubinas jóvenes, las muñecas atadas mediante tiras de cuero a unos ganchos que sobresalían del cabecero de la cama, y estaban desnudas. Su piel suave relucía, cubierta de aceites olorosos. Una de ellas exhibía lo que parecía ser una marca de látigo sobre los pechos menudos. Entre las jóvenes concubinas, boca arriba, dormía un hombre corpulento, que roncaba con la boca abierta, de la que salía un reguero de vómito amarillento que moría en la almohada. Sólo llevaba puesto un cinturón hecho con dientes de serpiente, que rodeaba su cintura ancha, musculosa. Tenía el vientre cubierto de vello denso e hirsuto.
Chang fijó los ojos en las muchachas. Hacía mucho tiempo que no se acostaba con una mujer. La de la marca del látigo era hermosa, con ojos endrinos y pechos que se henchían, suaves, incitadores, rematados en unos pezones erguidos, rosados. Se acercó más, conteniendo la respiración, y se detuvo a los pies de la cama. De un salto se plantó de rodillas en ella, entre las piernas desnudas del hombre. Los ojos cerrados del hombre se movían en círculos tras los párpados, pero por lo demás no movió ni un tendón, ajeno a todo excepto al caos de unos sueños inducidos por la droga, que escapaban a su control. Chang se acercó más, cogió unos palillos que vio junto a la mesilla de noche, y al hacerlo las dos muchachas se ocultaron entre la montaña de cojines, las tiras de cuero cada vez más apretadas en torno a sus muñecas. Aterrorizadas, temblaban, y en sus cabellos negros parpadeaba la luz de la vela.
– Un demonio de la noche -susurró una de ellas.
– No nos mates.
Él no les prestó la menor atención. Valiéndose de los palillos, que sostenía con la mano izquierda, sujetó el pene flácido del hombre y lo alzó hasta que quedó recto, tieso. El durmiente emitió una especie de gruñido, y trató de llevarse una mano a la entrepierna, pero se detuvo a medio camino. Chang deslizó la punta de la daga entre el vello púbico hasta dar con la base del pene, y con un giro mínimo de muñeca seccionó la carne frágil.
De la boca del hombre brotó entonces un chillido que era como el relincho de un caballo, y que hizo temer a Chang el regreso del guardia.
– Silencio -susurró.
El hombre cerró la boca, y le rechinaron los dientes, tal vez de dolor, tal vez de temor. A Chang le traía sin cuidado el motivo.
– Silencio -ordenó de nuevo.
Los ojos del hombre eran apenas dos ranuras, y observaban a Chang con expresión de odio. Por un instante buscaron la espada, fina y grabada con gran delicadeza, que colgaba en la pared, sobre un altar pequeño, pero Chang incrementó la presión del filo.
– ¿Qué es lo que quieres? -gruñó el hombre, rígido como una piedra.
– Quiero tus pelotas servidas en una bandeja.
Chang controlaba la situación, y ésa era una posición peligrosa. En aquella casa inmensa, grande como un dragón, llena de sirvientes sumisos y patios bien cuidados, sólo un hombre ostentaba el poder. Sólo un hombre echaba fuego por la boca. Y ese hombre era Feng Tu Hong.
Chang franqueó el dintel y se adentró en el último patio, el más hermoso, tanto que a pesar de la oscuridad y la lluvia, consentía el brillo de sus leones de bronce, que amenazaban desde sus peanas. Los guardias y los criados se adelantaron, antes de retroceder, alarmados. Sobre el suelo de mármol, húmedo y gastado, se arremolinaban los pétalos. El perro emitía un gruñido gutural y se mantenía de pie, muy rígido, con el pelo erizado, aunque sin atacar.
Porque delante de Chang se agitaba la figura encorvada de Po Chu. La lluvia descendía por la prominente curva de su espalda, y descendía hasta las nalgas desnudas. Seguía llevando sólo el cinturón confeccionado con colmillos de serpiente, pero ahora, una tira de cuero le ataba las muñecas a los tobillos, de manera que parecía doblemente jorobado, al tiempo que otra le mantenía los pies muy pegados, separados apenas por un palmo. Su avance, como el de una tortuga herida, era lento y humillante, pero la punta de la daga, que seguía pegada a sus testículos, le animaba a seguir avanzando. De su boca brotaba una retahíla de obscenidades que Chang ignoraba.
– Feng Tu Hong -gritó Chang-. Tengo a tu hijo sentado en la punta de mi daga. Si quieres que en el futuro pueda darte nietos, abre las puertas y permítele que se postre a tus pies.
El viento levantó sus palabras, y el cielo de la noche se las tragó. A su alrededor oía el silbido de las espadas al desenvainarse, el murmullo de alientos entrecortados, pero nadie se atrevía a acercarse lo bastante, y una mano callosa tuvo el buen juicio de sujetar al perro por el cuello. Chang sentía el poder que ostentaba en ese instante; ascendía en él como un tifón, recorriendo sus venas, arrastrando consigo todo indicio de temor. Debía disfrutar el momento, saborear su dulzura. Porque podía ser el último.
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