– ¿Quieres a esa gatita? ¿Sea cual sea el precio?
– No. La quiero por este precio.
– Está bien. Trato hecho.
– Se ha sabido que Chiang Kai-Chek, antes de que regrese a Nanking, su capital, va a enviar unas tropas de élite a Junchow. De modo que, mientras yo hablo, cada vez están más cerca. Vienen a aplastar a los comunistas, a colgar sus cabezas de los muros de la ciudad, a erradicar la corrupción del gobierno. Como presidente de honor de nuestro Consejo Chino, me parece que esta información ha de serte de utilidad antes de su llegada.
Dicho esto, hizo una reverencia y oyó que Po Chu gruñía.
Feng permaneció inmóvil y en silencio largo rato. Su rostro había empalidecido, y contrastaba aún más con la túnica escarlata que llevaba puesta. Sus manos, anchas, se abrían y se cerraban una y otra vez, hasta que de pronto atravesó la estancia, camino de la puerta.
– La muchacha es tuya -dijo, sin volverse-. Quédatela. Pero no esperes nada bueno. Mezclar bárbaros con nuestro pueblo civilizado es siempre el primer paso hacia la muerte. -Un sirviente, de rodillas, le sostenía la puerta abierta, y el jefe de los Serpientes Negras desapareció tras ellas.
Chang asintió brevemente, en reconocimiento a la ayuda que le había brindado el inglés. Po Chu escupió en el suelo, y pronunció una maldición ininteligible, antes de desaparecer también, de fundirse con la noche. Sólo entonces Chang salió al patio una vez más. Cuando ya se abría paso entre las sombras del segundo recinto abierto, vio a un guardia que, con uniforme negro, caminaba pesadamente, con los hombros hundidos, y que llevaba algo en cada mano. Con la derecha sostenía la cabeza seccionada del chow-chow, la lengua negra colgando, como una serpiente aplastada. Con la izquierda, la del guardia de rostro ávido, el que lo observaba todo con gran atención, pero cuyos ojos traslúcidos ya aparecían exentos de vida. En casa de Feng Tu Hong, el precio del fracaso era muy alto.
Aunque apenas se había distraído un segundo, bastó para que un arma se abatiera con todo su peso sobre un lado de su cabeza, y lo enviara a la negrura del infierno.
Capítulo 27
Septiembre y calor. Calor todavía.
Un ventilador de latón giraba en el techo. Lo único que hacía era arrancar bocados de aire recargado y masticarlos un poco. Lydia estaba harta de estar allí de pie, con los brazos extendidos, mientras madame Camellia le iba clavando alfileres. Harta de la sonrisa complacida de su madre, que lo observaba todo sentada en una silla. Y, sobre todo, estaba harta del silencio de Chang, un silencio que atronaba en sus oídos y le hacía anhelar noticias suyas.
Un mes entero sin novedades. Un mes entero desesperada por no saber.
Debía de haber recibido su aviso. Debía de haberse ausentado de Junchow. Aquél debía de ser el motivo de su silencio, lo que implicaba que, al menos, estaba a salvo. Se aferraba a esa idea, se calentaba las manos con ella, y una y otra vez, cuando por las noches no podía dormir, murmuraba: «Él está bien, él está bien, él está bien.» Si lo repetía muchas veces, lograría que fuera cierto, ¿no?
En ese momento estaría en alguno de los campamentos de entrenamiento del Ejército Rojo. Lo imaginaba ahí, disparando contra dianas, participando en marchas, limpiándose las botas y las hebillas para que quedaran relucientes, desafiando al peligro colgado de cuerdas. ¿No era eso lo que los soldados hacían en los campamentos? Estaba a salvo, seguro. Por favor, que estuviera a salvo. Por favor, que todos aquellos extraños dioses suyos lo protegieran. Él era de los suyos, ¿no? Tenían que cuidar de él. Pero para tranquilizarse, para que el corazón no se le saliera por la boca, tenía que respirar hondo, porque en el fondo no confiaba en ellos, ni en los suyos ni en los de él.
– Querida, deja de moverte. ¿Cómo va a trabajar madame Camellia si no te estás quieta?
Lydia dedicó a su madre una mirada asesina. Valentina se veía de lo más moderna y elegante, pues llevaba un vestido de lino color crema que le había confeccionado aquella misma modista, la más solicitada de Junchow. Su salón copiaba los últimos modelos de París, y tenía una larga lista de clientas, de modo que había sido todo un honor que les permitieran saltarse la cola. Y todo gracias a Alfred, que había movido algunos hilos. Su futura esposa estaba decidida a contar sólo con lo mejor el día de su boda.
– ¿No está adorable con ese vestido, madame Camellia?
La dueña china de la casa de modas alzó la vista para contemplar el rostro de Lydia, y permaneció unos instantes observándolo en silencio. Lydia estaba de pie sobre una pequeña plataforma redonda, acolchada, en el centro de la habitación, mientras madame Camellia manipulaba, retorcía y tiraba de la suave seda verde, pálida como el cuello del pájaro cantor que vivía encerrado en una gran jaula en un rincón de la sala, y que emitía sus trinos constantes, así como una profusión de escalas de notas que destrozaban los nervios de Lydia.
– Se ve preciosa -dijo al fin madame Camellia, esbozando una sonrisa dulce-. Este tono eau de Nil combina a la perfección con su color de pelo.
– ¿Lo ves, Lydia? Ya te dije que te encantaría.
La joven no dijo nada, y se concentró en los pasadores de jade que salpicaban el pelo de la modista.
– Señora Ivanova, esta mañana han llegado unas muestras de las nuevas telas de Tientsin. Anticipándose al invierno, me ha parecido que tal vez le interesara alguna para su vestido de luna de miel. ¿Le gustaría verlos? -Se lo preguntó como si la hiciera partícipe de un privilegio especial.
– Me encantaría.
Madame Camellia hizo un gesto de cabeza a su joven asistenta, que condujo a Valentina al exterior de la sala, un espacio de paredes pálidas, llena de telas de un rosa claro, y al que las orquídeas de un jarrón, así como la jaula del pájaro, daban unas vivas pinceladas de color.
– Señorita Lydia -dijo la modista en voz baja-. ¿Qué es lo que no le gusta del vestido?
¿El vestido? Como si el vestido le importara lo más mínimo.
Obligó a su mente a regresar a la casa de modas, y observó los cabellos suaves y satinados que se enroscaban en lo alto de la cabeza de madame Camellia. Entre sus ondulaciones de ébano reposaba la flor de la que tomaba el nombre. Parecía un pajarillo negro, brillante y rápido, su figura menuda encerrada en un cheongsam ajustado, azul turquesa, con la raja lateral que dejaba al descubierto una pierna esbelta. Pero Valentina le había comentado que, por las noches, la modista se vestía con elegantes modelos occidentales, durante sus incursiones por los clubes nocturnos, colgada del brazo de su último amante estadounidense. Se había convertido en una mujer rica, y podía escoger lo que mejor le conviniera.
La modista observó a Lydia con expresión aguda.
– Dime cómo te gustaría que fuera.
– Es un vestido de dama de honor. Mamá es la que decide cómo ha de ser.
– Sí, lo sé, pero ¿qué estilo preferirías tú?
– A mí me gustaría que fuera… bueno… más… -Pensó en los ojos luminosos de Chang. ¿Qué era lo que los hacía brillar?
– ¿Más qué?
– Más revelador.
Madame Camellia no se rió, ni dijo: «¿Qué tienes tú que revelar?» Se limitó a asentir para sus adentros y se incorporó para cambiar de sitio un trozo de tela, para deshacer unas cuantas puntadas.
– ¿Mejor así?
Lydia se miró en un espejo largo que tenía delante. El recatado cuello cerrado que su madre había escogido había pasado a ser un escote fluido que mostraba parte de su piel blanca, suave.
– Mucho mejor, gracias.
Madame Camellia se dedicó entonces a las mangas, con intención de recortarlas y pegarlas más a los brazos.
– Madame, usted vive en el barrio antiguo, en la zona china, ¿verdad?
– Mmm -asintió ella, con la boca llena de alfileres.
– ¿Y todavía hay soldados allí?
Unos dedos expertos clavaban los alfileres en las mangas.
– ¿Te refieres a esos apestosos barrigas grises?
– Los que llevan las cintas amarillas en los brazos, los de Pekín. Las tropas del Kuomintang.
– Ai! Son diablos.
– ¿Todavía están en Junchow?
Madame Camellia abandonó por un momento su adorable sonrisa y, al hacerlo, repentinamente su rostro reflejó su verdadera edad.
– Avanzan arrasando, como una tormenta de arena, cada día por una calle distinta. Arrancan a los obreros de sus bancos, a los escribas de sus oficinas. Acuden allá donde un dedo acusador les señala. Decapitaciones y ejecuciones al anochecer, hasta que nuestras calles se tiñen de rojo. Aseguran estar limpiando la ciudad de comunismo y corrupción, pero a mí me parece que se están ajustando muchas cuentas pendientes.
A Lydia se le había secado la boca.
– ¿Y matan también a gente joven?
Madame Camellia miró con atención a la muchacha rusa.
– A algunos. Estudiantes, y esas cosas. Los ideales comunistas están muy arraigados entre la juventud. -Bajó la voz-. ¿Conoces a alguno?
Lydia estuvo a punto de revelar el nombre de Chang, tal era su desesperación por obtener noticias.
– No -se apresuró a decir-. Me preocupan todos, en general.
– Entiendo. -La modista le rozó la mano-. Muchos de ellos escapan. Siempre queda la esperanza.
A Lydia se le hizo un nudo en la garganta, y deseó arrancarles los ojos a aquellos dioses suyos tan insensibles.
– ¿Cree usted, madame, que podría llevar lentejuelas en el vestido?
No hablaban. De la boda no. Lydia se daba cuenta de que se habían puesto en marcha los preparativos. Había oído hablar de una fecha en enero, pero no preguntó nada, y nada le dijeron. Empezaron a llegar cartas en sobres gruesos, pero ella no comentaba nada, y ni siquiera cuando Valentina se ausentaba intentaba abrir la preciosa caja de palisandro en la que las guardaba todas. Aquella caja era un regalo de bodas de Alfred. La caja y el anillo. Un solitario con un diamante. Irradiaba luz incluso en aquel cuarto cochambroso, y Lydia no podía evitar pensar que el señor Liu le ofrecería «mucho dólar» por una joya como aquélla.
Los días iban haciéndose más frescos. Pero ella seguía sin noticias de Chang. Con todo, las sombras negras habían dejado de acecharla en las calles, y los movimientos repentinos vistos por el rabillo del ojo ya no disparaban los latidos de su corazón. Tardó un tiempo en estar segura de ello, y no habría sabido explicar el porqué de su certeza, pero el caso era que lo sabía. Las serpientes se habían ido, habían regresado a sus fétidas madrigueras. Desconocía los motivos de aquella retirada, pero estaba convencida de que tenían algo que ver con Chang. Incluso desde la distancia, él seguía protegiéndola.
Por lo demás, nada había cambiado en la buhardilla. Lydia trataba de concentrarse en sus deberes de clase, por las noches, mientras mordisqueaba la punta del lápiz o miraba discretamente por la ventana, estudiando la calle por si oía un paso veloz. En ocasiones observaba a su madre cuando se sentaba en el sofá. O la botella y la copa, que siempre mantenía cerca de su persona, a pesar de la absurda exhibición de abstinencia que había representado el día en que le cortó el pelo. Lo único que cambiaba era la cantidad de líquido que contenían. Valentina se sentaba con una partitura en el regazo y tarareaba alguna fuga de Bach en voz muy baja, hasta que llegaba a algún punto de su mente que se le hacía insoportable, y entonces se levantaba y, moviéndose de un lado a otro, seguía pasando páginas. Después de eso, se pasaba horas mirando sin ver el espacio que tenía delante, viendo cosas que su hija sólo era capaz de adivinar.
Lydia intentaba hablar con ella, pero el único solaz que Valentina buscaba en aquellas ocasiones era el de la botella. Lydia había llegado a calcular con bastante exactitud el momento en que, no sin esfuerzo, debía ayudar a su madre a levantarse del sofá y meterla en la cama. Si se anticipaba, se ponía agresiva. Si se demoraba, era incapaz de mantenerse en pie. Su cuerpo esbelto nunca parecía ganar peso, por más comida que apareciera sobre la mesa, que era lo que sucedía últimamente. Ni Lydia ni Valentina comían mucho. Sólo Sun Yat-sen estaba más gordo y más feliz.
– ¿Te gustaría tener una jaula como Dios manda para tu conejo? -le preguntó Alfred un sábado. Había venido a llevarse a Valentina a las carreras. A su madre siempre le habían encantado los caballos.
– Sí -respondió Lydia en contra de su voluntad, pues su intención había sido decir que no.
– Está bien, querida, con mucho gusto te compraré una. Vamos a escogerla ahora mismo, mientras tu madre -miró a Valentina y esbozó una sonrisa indulgente- hace lo que lo tenga que hacer.
Una vez en el mercado, Lydia escogió la jaula para conejos más grande y más lujosa. Contaba con compartimentos separados, así como con cuencos especiales de zinc para el agua y la comida, y unos graciosos motivos decorativos en lo alto, en forma de pagoda. Sabía que Alfred la estaba sobornando. Él también lo sabía. Y ella sabía que él lo sabía.
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