– ¿Y qué dijo Feng?

– Bueno, Feng… -Vaciló, porque no quería revelar del todo la sórdida verdad a aquella muchacha tan joven-. Feng aceptó hacerlo, dejarla en paz, quiero decir. Fue fácil en realidad.

– Señor Theo, no me trate como si fuera tonta. Sé cómo funciona China. ¿Qué precio le impuso?

– Tiene razón. A cambio le facilitó información. Sobre las tropas que estaban a punto de llegar desde Pekín. Eso es todo.

La piel de Lydia había adquirido aquella palidez enfermiza de los enfermos de tuberculosis. Theo empezaba a preocuparse por ella.

– Creo que debería sentarse un momento y… -Le extendió la mano.

– No -dijo ella-. Estoy bien. Cuénteme qué sucedió.

– Nada. Lo dejaron ir. No hay nada más que contar.

– Entonces son los barrigas grises -murmuró ella.

– ¿Cómo dice?

– La traducción -volvió a insistir ella, atropelladamente-. La traducción de mis frases del papel. ¿La hará? Por favor.

– Está bien. La tendrá mañana.

– Gracias.

Lydia franqueó la verja, se abrió paso entre el flujo incesante de rickshaws y echó a correr. El sombrero que llevaba anudado con una cinta abandonó al instante su cabeza y, movido por el viento, iba golpeándole la espalda.


Theo estaba sentado en la mesa de la cocina, un mueble antiguo, lleno de carácter, de madera oscura de caoba con grabados en los que se retrataba la vida de una familia china desconocida. Con todo, en ese momento, la mesa no era lo que captaba su atención, sino lo que reposaba sobre ella. Había dispuesto en fila los distintos artículos.

Una pipa, larga y delgada, realizada con el mejor marfil labrado, y con incrustaciones de metal azul, encabezaba el despliegue. En condiciones normales solía apreciar su elegancia sencilla, pero ese día no. En realidad, no se trataba de una pipa corriente, pues carecía de cubeta en su extremo, y a unos dos centímetros de la punta, en la parte anterior de la pipa, había un agujero, y en ese agujero se enroscaba un pequeño recipiente metálico, con forma de huevo de pichón, cubierto por una tapa que se sostenía en su sitio gracias a una banda de latón. Grabado en ella era visible el carácter chino xi, que significaba «felicidad».

Junto a la pipa había dispuesto una pequeña jarra blanca que contenía agua. Theo tenía algunos problemas con ella. El agua no dejaba de aparecer y desaparecer, como las olas, y cuando desaparecía, el interior de la jarra de cerámica se volvía transparente en vez de opaco, y a través de ella veía el pequeño quemador de latón, que se encontraba a su lado, sobre la mesa.

No era posible.

La parte de la mente de Theo que aún conservaba la conciencia le decía que eso era una alucinación. Pero los ojos le mostraban lo contrario.

Junto al quemador estaba el portador de sueños. Se encontraba metido en el interior de una antigua caja de malaquita que databa de la dinastía Chin. Levantó la tapa y sintió una punzada de anticipación al ver la pasta negra. Separó un pedacito con la cucharilla, una cantidad que era algo así como un guisante. Aunque con manos temblorosas, logró verter unas gotas de agua de la jarra en la cuchara que contenía la pasta, sin darse cuenta de que también mojaba la mesa. Encender la mecha del quemador fue más difícil, pues no dejaba de moverse y de cambiar de posición. Agarró fuertemente la base con una mano, para detener sus saltos, y finalmente consiguió unir el encendedor y la mecha.

Ahora.

Mantuvo la cuchara sobre la llama. Observó con impaciencia cómo se evaporaba el agua, cómo la pasta se convertía en melaza. Se trataba de mercancía de primera clase, se notaba, lograda a partir de las mismas vainas de amapola, las Papaver somniferum, y no de los restos de tallos o las hojas. Aquella porquería sólo te calentaba un poco la sangre, además de provocarte el vómito. Cuando estuvo listo, metió con sumo cuidado la pasta caliente en el cacillo que había en lo alto de la pipa, y lo cubrió con la tapa. El pulso le latía con tal fuerza que sentía dos huecos en las muñecas.

Dio una profunda chupada a la pipa. Los pulmones se le llenaron de un vapor intenso, que retuvo en su interior hasta que la mente empezó a desenroscarse, a aplastar todo el dolor y convertirlo en una sola línea que se podía cortar y desechar. Era como un viento tibio de verano que soplara por sus venas, que abandonara girando el núcleo de su cuerpo y se le metiera en los miembros, refrescándolos, aliviándolos. Suave, relajante, dulce. Dio dos caladas más, aspiró muy hondo, hasta la mente, y sintió que una sonrisa de dicha asomaba involuntariamente a sus labios, y que empezaba a flotar.

Vagamente, se percató de la presencia de Li Mei en la habitación. Flotaba hacia él, el rostro ovalado más perfecto que nunca cuando se inclinó sobre él y le besó en los labios. Sabía a luz de luna, y la sentía tras él, acariciándole la nuca con un suave masaje.

– Ya te relajo yo, Tiyo -oyó que susurraba-. No necesitas esa muerte negra.

Con el pelo negro le hizo cosquillas en la mejilla al inclinarse de nuevo sobre él, y sus lágrimas calientes le humedecieron la piel como besos tibios.

– Li Mei, yo te quiero con todo mi corazón, amor mío -murmuró con los ojos entrecerrados.

Los brazos de su amada lo rodearon con fuerza, con urgencia, y lo dejaron sin aliento. Su voz le llegaba muy débilmente, como desde muy lejos.

– Tiyo, oh, mi Tiyo, mi padre te tiene en sus manos. ¿Es que no lo ves? Ésta es su manera de vengarse de ti por apartarme de él y llevarme al mundo de los fanqui. Me lo prometiste, Tiyo, me prometiste que no te dejarías arrastrar por él a la boca del dragón. Tiyo, amor mío, Tiyo.

En algún lugar, muy, muy lejos, Theo le oyó gritar su nombre.


Sueños negros, negros como el demonio.

Sueños que giraban sin cesar en la mente de Chang An Lo, con tanta fuerza que no sabía si estaba dormido o estaba despierto. Flotaba en la negrura. Daba vueltas en espirales ascendentes. Luego se hundía y caía en picado hacia el lodo grueso del fondo. Se pegaba a su piel, y trataba de metérsele en la boca. El hedor le resultaba asfixiante.

Aspiró hondo y, de pronto, estaba otra vez flotando, y el aire fresco le llenaba los pulmones, y el agua pura, fría, penetraba balsámica en su boca y le lavaba toda la mugre. Veía luciérnagas que bailaban en la oscuridad que le envolvía, gélida como un sudario.

Las veía, puntos de fuego. Moviéndose, oscilando de un lado a otro. Y olía a quemado.

Carne chamuscada. Carne quemada. El mismo olor de cuando asó la rana en las brasas para ofrecérsela a Lydia. Pero en esta ocasión la carne quemada era la suya. Recordó sus cabellos rojizos, sueltos, cuando se inclinó para ver mejor la criatura ensartada en el palo. Unos cabellos más brillantes que las llamas.

Sentía que su espíritu de zorro le acompañaba en ese instante, aliviaba el dolor que se le clavaba en los huesos y en los tendones cada vez que respiraba. Le veía la lengua, suave, rosada, sentía sus dedos húmedos sobre su piel en carne viva. En ocasiones oía gritos, y su cerebro no sabía si salían de su cuerpo o del de Lydia. Pero ella estaba con él. Tan radiante que le llenaba la mente con su brillo.

Capítulo 29

Había más coches en las calles. O tal vez fuera sólo que Lydia se fijaba más en ellos. Y de colores más variados, al parecer. En todo caso eso era lo que aseguraba Alfred, que solía hablar de coches, de motores con nombres como Lanchester y Bean. A ella le molestaba que su madre siempre pareciera impresionada con sus comentarios. En una ocasión, llegó incluso a preguntarle qué era una barra de torsión. Lydia se quedó boquiabierta. Estaba en la acera, en el exterior del salón de té Tusón, apoyándose primero en un pie, después en el otro, haciendo esfuerzos por no congelarse, y había empezado a contar los automóviles de color marrón que pasaban por delante.

– Hola, jovencita, llegas puntual, por lo que veo. Me gusta.

– Hola, señor Parker.

Todavía no habían encontrado un modo cómodo de saludarse. Un beso resultaba muy íntimo -demasiado íntimo-, y un apretón de manos, demasiado formal. Habitualmente él le daba una palmadita en el brazo, y ella asentía. De ese modo sorteaban, más o menos, la incomodidad del momento.

– Entremos, pues -sugirió él, empujando la puerta-. Hace mucho frío aquí fuera.

Llevaba una bufanda de lana y un grueso abrigo de tweed, y mientras le sostenía la puerta abierta para que ella entrara primero, se fijó en que Lydia se miraba su propia ropa, perfectamente consciente del poco abrigo que le proporcionaba, así como del hecho de que no llevaba guantes. Con todo, le gustó el sonido de la campana que anunciaba su llegada, y que se activó apenas puso los pies en la estera de fibra de coco.

– Y bien Lydia, ¿de qué se trata?

Ella se estaba comiendo la tarte au citron, y su acidez le hacía cosquillas en la lengua. Los ojos de Parker, color caramelo, la observaban atrincherados tras sus gafas redondas de metal, y lo hacían con cierta dureza, con una desconfianza que no mostraban cuando se encontraba en presencia de Valentina. Al pensarlo, a Lydia se le encogió el estómago, y apartó la tarta. Aquello iba a ser más difícil de lo que había imaginado.

– Señor Parker -le dijo ella con estudiada cortesía-, le he pedido si podíamos reunimos hoy… -aspiró hondo-, porque quería pedirle que me prestara un poco de dinero.

– Querida niña -dijo él entre risas, limpiándose las migas de éclair de la boca con la ayuda de la servilleta-, me encanta que te sientas lo bastante cómoda conmigo como para pedirme algo así, como si fueras… -Llegado a ese punto se detuvo y se limpió los lentes con un pañuelo.

¿Como qué? Como una hija. A eso se refería. Eso era lo que había querido decir, pero se había reprimido a tiempo. Lydia le sonrió, y constató que él ya extraía la cartera del bolsillo, la misma cartera que ella le había robado. Sin las gafas puestas parecía casi atractivo, aunque no se acercara ni remotamente a Antoine en ese aspecto. Además, su coche era un Armstrong Siddeley de lo más vulgar, y no aquel deportivo pequeño y rápido de su predecesor. Deliberadamente, apartó todas aquellas ideas de su mente. El dinero. Debía concentrarse en el dinero.

Él se inclinaba hacia ella, propiciando la confidencia, sin dejar de reír entre dientes.

– ¿Para qué es? ¿Para darte un caprichito? ¿O tal vez es para tu madre? Puedes contármelo, ¿sabes?

– Es para alguien con quien tengo amistad.

– ¿Para un regalo, tal vez?

– Sí, algo así.

– Perfectamente comprensible. ¿Y cuánto dinero necesitas? ¿Te basta con veinte dólares?

– Necesito doscientos dólares.

– ¿Qué?

– Doscientos dólares.

Alfred no dijo nada, pero arqueó mucho las pobladas cejas, y apretó los labios hasta formar con ellos una línea fina. Cualquiera diría que lo había insultado.

– Por favor, señor Parker. Lo necesito, es por amistad.

Él levantó la taza, dio un sorbo al té y miró por la ventana, a la multitud que pasaba cargada con bolsas de los grandes almacenes Churston, o de Llewellyn's Haberdashery, con los cuellos de piel de los abrigos subidos hasta las orejas. A Lydia le pareció que él habría preferido encontrarse ahí fuera, con el resto de gente. Cuando volvió a mirarla, supo cuál sería su respuesta antes de que la verbalizara.

– Lo siento, Lydia, pero la respuesta a tu petición es no. No puedo darte tanto dinero, a menos que me digas para quién es, y por qué lo necesitas.

– Por favor, diga que sí. -Lo dijo con voz implorante, y alargó la mano en dirección a él, dejando un rastro en el mantel.

Alfred negó con la cabeza.

– Es algo muy importante para mí -insistió ella.

– Mira, Lydia, ¿por qué no me dices quién es esa persona y para qué necesita el dinero?

– Porque es… -estuvo a punto de decir que era peligroso, pero sabía que de ese modo lo único que lograría era que la billetera saliera intacta por la puerta- un secreto -aventuró al fin.

– En ese caso no puedo ayudarte.

– Podría mentirle, contarle una historia inventada.

– Preferiría que no lo hicieras.

– Estoy siendo sincera. He venido a verle con la verdad por delante, abiertamente. Usted es el hombre que pronto se casará con mi madre, y yo he acudido a usted en busca de ayuda. -Se tragó el poco orgullo que aún le quedaba y añadió-: Como si fuera su hija.

Durante una fracción de segundo, le pareció que lo lograría. Algo parecido a la satisfacción cruzó fugazmente sus ojos marrones. Pero al momento desapareció.

– No, de ninguna manera. Debes comprender, Lydia, que sería mi deber negarme a darle tanto dinero a una hija mía que no me contara para qué lo necesita. El dinero hay que ganarlo, ¿sabes?, y yo trabajo duro como periodista para hacerlo, por tanto, yo…