– En ese caso, también yo me lo ganaré.

Alfred suspiró, y volvió a mirar por la ventana, como si quisiera escapar de allí. En la mesa contigua, dos mujeres con sombreros de plumas se rieron, traviesas, cuando la camarera les trajo sus tortitas con mantequilla, y Parker volvió a limpiarse las gafas. Lydia había constatado que se trataba de un gesto que repetía en momentos de tensión.

– ¿Y cómo vas a ganártelo? -le preguntó él muy serio.

– Podría ayudarle en el periódico. Puedo preparar el té y llevarlo a los empleados, y…

– No.

– Pero…

– No. Ya contamos con mucha gente para eso, y además tu madre se enfadaría conmigo si consintiera que te distrajeras de tus estudios.

– Hablaré con ella. Puedo convencerla para que…

– No. No se hable más.

Permanecieron un instante mirándose a los ojos. Ninguno de los dos estaba dispuesto a bajar la mirada.

– Hay otra manera -dijo Lydia al fin- de que me gane los doscientos dólares.

Por su tono al decirlo, Parker se puso a la defensiva al momento. Se apoyó en el respaldo de la silla y se cruzó de brazos. Al hacerlo, las mangas de la chaqueta retrocedieron y se arrugaron.

– No sigamos por ahí. ¿Por qué no nos terminamos los pasteles v hablamos de… -buscó mentalmente algún tema- de la Navidad, por ejemplo, o de la boda? -Le sonrió, suplicante-. ¿De acuerdo?

Ella le devolvió la sonrisa y retiró la mano.

– Está bien. La boda. Va a ser en enero, ¿verdad?

Él asintió, y se le iluminaron los ojos al pensarlo.

– Sí, y espero que tú te alegres tanto como tu madre y como yo.

Ella cogió un terrón de azúcar del cuenco y empezó a chupar el borde. A Parker no le gustó aquel gesto, pero no dijo nada.

– A mí me parece -respondió Lydia- que el inicio de un matrimonio es un momento muy importante. Hay que aprender tantas cosas del otro, ¿verdad?, acostumbrarse a vivir juntos. Aceptar las costumbres del otro y… bueno… sus debilidades.

– Hay algo de verdad en lo que dices -aventuró él, desconfiado.

– Creo -Lydia mordisqueó el terrón de azúcar- que encontrarse con una hija de repente puede multiplicar por dos… las dificultades.

Parker se echó hacia delante, las dos manos extendidas sobre la mesa, y la miró con expresión grave.

– ¿Qué insinúas, Lydia?

– Que a usted le sería de gran ayuda que su hija le prometiera hacer todo lo que usted le ordenara. Sin discusiones, sin desobediencia, digamos que… durante los tres primeros meses de su vida conyugal y sin duda maravillosa.

Él cerró los ojos, y ella se fijó en que abría y cerraba la boca rítmicamente. Cuando volvió a abrirlos, su expresión no era tan amable como a ella le habría gustado.

– Eso se llama extorsión, jovencita.

– No. Es un trato.

– ¿Y si no me avengo a tu trato?

Ella se encogió de hombros y le dio otro mordisco al terrón.

– ¿Me estás amenazando, Lydia?

– No, no, por supuesto que no. -Se echó hacia delante, y prosiguió atropelladamente-. Lo único que le pido es que me dé una oportunidad, una oportunidad justa de ganarme doscientos dólares. Eso es todo.

Él meneó la cabeza, y a ella el azúcar empezó a saberle a ceniza.

– Eres una muchacha retorcida, Lydia Ivanova, pero deberás modificar tu conducta indigna una vez que tu madre y yo nos casemos y tú te conviertas en Lydia Parker. Estoy seguro de que tu madre se escandalizaría si supiera de tu duplicidad. -De pronto, dio tres golpecitos en la mesa con el tenedor de plata-. Tres meses. No quiero oír ni una palabra de más, ni una mirada fuera de lugar en todo ese tiempo. ¿Tengo tu palabra?

– Sí.

Parker se sacó la billetera y la abrió.


En un patio tenuemente iluminado, delimitado por un círculo de balas de paja, al perro que parecía un lobo le estaban desgarrando el cuello. Centímetro a centímetro. En el interior del círculo saltaban pedazos de piel, de carne. La sangre salpicaba a los rostros de los hombres que se acercaban demasiado, mientras el perro blanco, el que parecía un fantasma, agitaba de un lado a otro la cabeza y le arrancaba más y más pedazos de tráquea. Una oreja se le sostenía apenas por un tendón, tenía el hombro en carne viva, pero había herido de muerte al perro-lobo, y la multitud rugía en señal de aprobación.

Lydia observó brevemente la carnicería que tenía lugar en aquel círculo de paja, se fijó en los ojos ávidos de sangre de los hombres y, asqueada, en silencio, siguió su camino en dirección al muro. Se pasó la mano por la boca. Ya había llegado hasta allí, y no pensaba echarse atrás. Durante cinco días había rastreado el Barrio Ruso de Junchow, caminado por sus sórdidas calles al salir de clase, en busca de Liev Popkov. El hombre-oso. El del parche en el ojo y las botas. Cinco días de viento y lluvia.

– Vinye znayetyneya mogu naitee Liev Popkov? -preguntaba una y otra vez-. ¿Sabe dónde puedo encontrar a Liev Popkov?

La miraban con recelo y entrecerraban los ojos. Responder a cualquier pregunta equivalía a meterse en problemas.

– Nyet -decían, encogiéndose de hombros-. No.

Hasta esa noche. Se había armado de valor y se había metido en uno de los bares oscuros y mugrientos, un kabak, que apestaba a tabaco negro y a sudor de hombre. El suyo era el único rostro femenino, pero se mantuvo firme y finalmente, a cambio de medio dólar, un viejo desdentado le sugirió que probara en el patio de las peleas de perros que quedaba tras el establo.

Peleas de perros… Aquello parecía más bien un cementerio de perros.

Ahí se reunían los hombres los viernes por la noche a dar rienda suelta a sus emociones, unas emociones no adulteradas, en estado puro. Peleas de perros. Un fuego recorría sus venas, y se olvidaban de una semana de degradación en sus trabajos duros y miserables. Ahí apostaban quién iba a vivir y quién iba a morir, conscientes de que si ganaban podrían pasar la noche bebiendo vodka y, si la suerte seguía de su parte, en compañía de alguna muchacha.

Liev Popkov, en efecto, estaba ahí. Lydia lo distinguió al momento. Se alzaba sobre la masa compacta de espectadores, cuyo aliento se desplazaba por el aire helado del patio en penumbra, como incienso. Un farolillo pegado a una pared, detrás de Popkov, proyectaba su sombra inmensa sobre el círculo, y cubría los dos perros. No le veía la cara con claridad, pero su corpachón parecía inmóvil, perezoso, y cuando cambiaba de posición lo hacía con los movimientos pesados y lentos de un oso.

Se acercó a él y le tocó el brazo.

Él volvió la cabeza más deprisa de lo que Lydia esperaba. Aunque llevaba un ojo tapado, y la mitad inferior del rostro cubierta por la poblada barba negra, compuso un gesto inequívoco de sorpresa, y abrió mucho la boca, mostrando al hacerlo unos pocos dientes grandes, que destacaban más aún en el páramo de sus encías desoladas.

– Dobriy vecher. Buenas noches, Liev Popkov -le dijo Lydia en ruso, poniendo en práctica lo que había ensayado largo rato-. Quiero hablar con usted.

Tuvo que gritar para hacerse oír entre aquella multitud vociferante, y por un momento no supo si él la había oído siquiera, o si la había entendido, pues todo lo que hizo fue parpadear en silencio y seguir observándola con su único ojo oscuro.

– Seichas -le instó ella-. Ahora.

Él posó la mirada en los perros. Una arteria había sido seccionada, y la sangre canina inundaba el gélido aire nocturno. De su expresión no podía deducirse nada, de modo que Lydia no sabía si iba a salirse con la suya, pero entonces él, sin el menor esfuerzo, se abrió paso entre la masa de hombres que le rodeaban, y se desplazó hasta el muro que cerraba el patio. El lugar estaba muy oscuro, y olía a humedad.

– Hablas nuestra lengua -masculló él.

– La hablo mal -respondió Lydia en ruso.

Él se apoyó en la pared, esperando a que ella siguiera hablando, y ella no pudo evitar imaginar que el muro se derrumbaba bajo su peso. Visto de cerca, parecía aún mayor, y tenía que echar la cabeza hacia atrás para verle la cara. En un primer momento, eso era todo lo que veía: sus descomunales proporciones, que eran precisamente lo que le interesaba de él. Llevaba un sombrero de cosaco, de piel comida por la polilla, que le cubría a medias los rizos negros, y un abrigo largo y acolchado que apestaba a grasa y que le llegaba hasta los pies. Mascaba algo. ¿Qué? ¿Tabaco? ¿Carne seca de perro? No tenía ni idea.

– Necesito tu ayuda.

Las palabras, pronunciadas en ruso, acudieron a su lengua con más facilidad de la que esperaba.

– Pochemu? ¿Por qué?

– Porque estoy buscando a alguien.

Escupió al suelo lo que fuera que estaba mascando.

– Tú eres la dyevochka que me causó problemas. Con la policía. -Se expresaba con voz ronca, despacio. Ella no sabía si era su forma de hablar, o si se esforzaba para que ella lo entendiera en una lengua que todavía le costaba un esfuerzo-. ¿Por qué tendría que ayudarte precisamente a ti?

Ella abrió la mano, y le mostró los doscientos dólares que Alfred le había dado.

Capítulo 30

Liev Popkov no hablaba, y ella tampoco. Sin embargo, se mantenían muy juntos, rozándose incluso en algunos momentos. El uno al lado de la otra, se echaban hacia delante, luchando contra el viento gélido que ascendía por el río Peiho. A Lydia le dolían los pulmones del esfuerzo.

– Aquí -murmuró él.

Se refería a una calle estrecha que, serpenteante, se alejaba de los muelles por la izquierda. Era gris, estaba adoquinada y desprendía un hedor fuerte a agallas de pescado podrido. Lydia asintió. La mano de su acompañante, ancha como una pala, la atrajo hacia sí, hasta que ni una rendija de luz invernal se coló entre ellos, hasta que su cuerpo pasó a ser una extensión más de aquel oso grasiento e inmenso. Aquel hombre tenía en ella un efecto curioso: la hacía sentirse grande, atrevida, valiente. Los ojos hostiles que los miraban ya no le daban escalofríos, y cuando uno de los estibadores chinos alargó una mano para tocarla, Liev levantó un brazo sin esfuerzo y le dio con el codo en la cara. Hueso roto, sangre y gritos agudos. Lydia contempló el desastre y se sintió mal. Habían seguido avanzando sin hablar. Liev era hombre de pocas palabras.

Durante sus primeras incursiones por los muelles, ella había intentado hablarle en su precario ruso, pero sólo había recibido gruñidos por respuesta. O silencio. Finalmente se acostumbró. Le resultaba más fácil concentrarse en las caras que pululaban por el ajetreado puerto y en los hutongs resbaladizos, más fácil esquivar a los miles de porteadores que transportaban pesadas montañas de quién sabía qué, bien en los cubos, bien en las cestas que colgaban en ambos extremos de la vara. Más fácil era fijarse dónde ponía los pies.

Que le resultara más fácil no quería decir que todo aquello se le hiciera sencillo.


– Lydia Ivanova.

Lydia alzó la vista del pupitre. Jirones de brillantes sueños abandonaron su mente, y miró al señor Theo a los ojos, unos ojos grises que se habían vuelto negros, inmensas las pupilas. Y su lengua, más afilada que nunca.

– ¿Está usted con nosotros, señorita Ivanova? ¿O prefiere que le traiga una cama?

– No, señor.

– Me sorprende usted, niña. Habría dicho que el idilio entre Felipe II de España y María Tudor de Inglaterra le habría parecido lo bastante apasionado como para mantener los ojos abiertos en clase. ¿Acaso no son esas cosas las que les gustan a las jóvenes de su edad? ¿Las historias de amor? Aunque sean con muchachos chinos.

– No, señor.

El profesor sonrió, pero ella no le devolvió la sonrisa.

– Se quedará castigada al salir de clase. Y escribirá una redacción sobre…

– Por favor, señor, al salir de clase no. Me quedaré toda la semana a la hora del recreo, pero no…

– Se quedará castigada cuando yo le diga, jovencita.

– Pero es que… -Se interrumpió. Todos la miraban, y la observaban con atención. Polly le hacía señas, pero ella no entendía por qué.

– Lydia. -Theo se acercó a su pupitre. El guardapolvo negro se movía a su alrededor, y Lydia imaginó que era un cuervo de largas patas que venía a arrancarle los ojos-. Se quedará castigada hoy. Después de clase. ¿Entendido?

Ella sintió deseos de golpearle. Como habría hecho Liev Popkov. Pero bajó la cabeza.

– Sí, señor.


– Oh, Lyd, qué tonta eres. ¿Cuándo vas a aprender a ser sumisa con él? -Polly ahogaba su risita, como una gallina clueca-. Sólo hacía falta que le dijeras: «Lo siento, señor Theo, le prometo que no volverá a suceder», y te habría retirado el castigo.

– ¿De veras?

– Eres demasiado ingenua, Lydia. Claro que te lo habría retirado.

– Pero ¿por qué?