Lydia echó la cabeza hacia atrás, la apoyó en las rodillas de su madre y cerró los ojos.

– Mamá, no te cases con él.

Despacio, dulcemente, Valentina siguió acariciando el pelo de su hija.

– Lo necesitamos, dochenka -susurró-. En este mundo, cuando necesitas algo, tienes que pedírselo a un hombre. Las cosas son así.

– No. Fíjate en nosotras. Hemos sobrevivido todos estos años sin un hombre. Nos las hemos apañado entre las dos. Una mujer puede…

– Eso son memeces, por usar una de las palabras de Alfred. -Valentina volvió a reírse, aunque esta vez sin el menor atisbo de alegría-. Siempre he conseguido que me contrataran para dar conciertos a través de hombres, nunca de mujeres. A las mujeres no les caigo bien. Me ven como una amenaza. C'est la vie.

Pero a Lydia no le pasaba por alto la soledad de sus palabras.

– No son memeces, mamá. Es verdad. Podemos apañárnoslas.

– Dochenka, no me enfurezcas con tu estupidez. Mírate. Cuando quisiste un conejo, se lo pediste a Antoine. Si necesitas dinero, recurres a Alfred. Sí, sí, no te hagas la sorprendida. Ya me ha contado que fuiste a pedirle unos dólares.

– Eran para… cosas.

– No te preocupes, no te estoy interrogando. En realidad, Alfred estaba bastante conmovido, porque se los pediste a él en vez de salir a robarlos.

– Ese hombre se complace fácilmente.

– Me dijo que era una señal de que empezabas a madurar. Y de que tu sentido de la moral va mejorando.

– ¿Te dijo eso? ¿De veras?

– Sí.

– Pero mamá, yo también pido ayuda a mujeres. A la señora Zarya, a la señora Yeoman, e incluso Anthea Mason me enseñó a preparar un pastel. Y tú me has enseñado a bailar. Y la condesa Serova me enseñó a caminar más recta.

Valentina apartó la mano de la cabeza de Lydia.

– ¿Qué?

– Me dijo que me pusiera…

– Por lo más sagrado, ¿qué tienes tú que ver con esa bruja? -Valentina dio un trago de vodka-. ¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve a…?

– Mamá. -Lydia se volvió a mirar a su madre, pero su rostro quedaba en la sombra, pues la única vela encendida se encontraba tras ella, sobre la mesa. Sólo sus ojos brillaban-. No te alteres, mamá. Esa mujer no es importante. -Valentina aspiró profundamente el humo del cigarrillo, encendiendo su punta con un fuego brillante, y lo exhaló con furia, como si escupiera veneno. Lydia se frotó la mejilla contra la rodilla cubierta por el abrigo de pieles-. No puede hacerte daño.

Valentina permaneció en silencio, apagó con fuerza el cigarrillo, encendió otro y se sirvió más vodka. Lydia sentía que la cabeza le daba vueltas, y una lentitud plácida, y un peso en los párpados. Tras ellos, la sonrisa de Chang flotaba, envuelta en niebla.

– ¿Adonde vas estos días, Lydochka? Al salir de clase, quiero decir.

– A casa de Polly. Estamos trabajando juntas en una tarea de clase. Ya te lo había dicho.

– Sí, ya sé que me lo habías dicho. -Dio otro trago de vodka-. Pero eso no significa que sea verdad.

En ese momento, Lydia estuvo a punto de contárselo. De hablarle de Chang, de sus saltos imposibles, del pie herido, de sus férreas creencias, de su boca, que se curvaba hasta formar una perfecta… La bebida le había soltado la lengua, y las palabras ansiaban brotar de su boca, necesitaba contárselo a alguien. A alguien.

– Mamá, ¿qué te dijeron tus padres cuando te casaste con un extranjero?

Para su horror, notó que la rodilla de su madre empezaba a temblar, y cuando alzó la vista, vio que las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Lydia le acarició la rodilla tiernamente, una y otra vez,

Y comprobó que las pieles del abrigo eran casi tan suaves como el pelo de Sun Yat-sen.

– Me desheredaron.

– Oh, mamá.

– Habían planeado casarme con el hijo mayor de una buena familia rusa, de Moscú. Pero Jens Friis y yo nos escapamos juntos, y nos maldijeron por ello. Me desheredaron. -Se secó las lágrimas con el anverso de la mano en la que sostenía el cigarrillo, para evitar quemarse el pelo.

– Pero vosotros dos os amabais, y eso es lo único que importa.

– No, durocbka, no seas tonta. Eso no basta. Se necesita más.

– Pero erais felices juntos, lo erais, siempre me lo has dicho.

– Sí, lo éramos. Pero mírame ahora. La maldición de mi familia me ha llevado a esta situación.

– Eso es una tontería. Las maldiciones no existen.

– No te engañes, cielo. Lo único en lo que ese monstruo de Confucio acertó, entre todas esas sandeces sobre las mujeres, es en que hay que obedecer a los padres. -Dio unos golpéenos al vaso, sobre la cabeza de Lydia-. Y eso es algo que tú deberías aprender, gatita callejera. Los padres saben qué es lo mejor para sus hijos.

Lydia sintió unos deseos irreprimibles de echarse a reír. No podía controlarlo. La risa surgía de la nada y ascendía hasta estallar, por más que tratara de impedirlo. Y una vez que empezó, ya no pudo parar. Enterró la cara en el regazo de su madre, tratando de ahogar las carcajadas.

– Eso es por el vodka -susurró su madre-. Qué tonta.

Pero ella también se echó a reír.

– ¿Sabías -le preguntó a Valentina- que Confucio dijo que una madre amorosa debería alimentar a sus abuelos con la leche de su pecho cuando ya no pudieran comer alimentos sólidos?

– ¡Dios mío!

– ¿Y que -prosiguió Lydia entre risas- un hombre debería cortarse los dedos y dárselos de comer a sus padres en tiempos de hambruna?

– Pues bien, dochenka, ya va siendo hora de que te cortes los tuyos y me los des.

Lydia se sentía débil de tanto reír, las lágrimas le rodaban por las mejillas, y le costaba tanto respirar que le daba el hipo.

– ¡Qué niña tan mala! -exclamó Valentina de pronto-. ¡Mira, aquí tenemos a la alimaña!

Lydia volvió la cabeza y vio unas orejas blancas y alargadas que se movían, inquietas, a su lado. Sun Yat-sen se había bajado de la cama y había acudido a investigar qué era tanto ruido. Lo cogió en brazos, le besó la punta de la naricilla rosada, volvió a apoyar la cabeza en el regazo y al instante se quedó dormida.

Capítulo 31

El día de Navidad fue duro, pero Lydia lo superó. Su madre tenía resaca, de modo que apenas hablaba, y Alfred se sentía incómodo haciendo de anfitrión en su apartamento de soltero, un lugar pequeño y bastante lúgubre que quedaba justo delante del Barrio Francés.

– Debería haber reservado mesa en un restaurante -comentó por tercera vez cuando se sentaron a la mesa, mientras la cocinera les mostraba un ganso asado en exceso.

– No, mi ángel, así es más hogareño -le tranquilizó Valentina, forzándose a sonreír.

«¿Mi ángel?» «¿Hogareño?» Lydia se horrorizaba. Con todo, compartió con él los ritos de la Navidad, y trató de mostrarse complacida cuando él le plantó un sombrero de papel en la cabeza.

Dos momentos álgidos hicieron que el resto le pareciera casi tolerable.

– Toma, Lydia -le dijo Alfred mientras le alargaba una caja grande, plana, envuelta en un bonito papel de regalo y atada con una cinta de raso-. Feliz Navidad, querida.

Era un abrigo, gris azulado. De corte impecable, pesado, grueso. No le costó adivinar que había sido su madre la que lo había escogido.

– Espero que te guste -aventuró él.

– Es precioso. Gracias.

La prenda contaba con un cuello ancho que se levantaba por completo, y en los bolsillos llevaba metidos unos guantes azules. Apenas se los puso, se sintió maravillosamente bien. Alfred le sonreía, exultante, esperando algo más, y ella sintió deseos de decirle: «Que acabes de regalarme un abrigo no te convierte en mi padre.»

Pero lo que hizo fue acercarse a él, rodearle el cuello con los brazos y darle un beso en una mejilla recién afeitada, que olía a sándalo. Aquello fue un error, no debió haberlo hecho. Por su forma de mirarla supo que él creía que las cosas entre ellos habían cambiado.

¿De veras creía que podía comprarla tan fácilmente?

El otro momento culminante del día se produjo con la aparición de la radio eléctrica. No de esas de hilo de cobre, sino de las de verdad. Estaba fabricada en roble pulido, y contaba con una rejilla de tejido marrón en forma de pájaro sobre el altavoz delantero. A Lydia le encantó. Se pasó casi toda la tarde sin despegarse de ella, moviendo las ruedas, llenando el aire de la habitación con la voz estridente de Al Jolson, o con los tonos acaramelados de Noel Coward, que cantaban Room with a View. Los intentos de Alfred por conversar con ella quedaban casi siempre en eso, en intentos, pero después de que por el aparato dieran una noticia referida al primer ministro Baldwin, él se arrancó con una perorata sobre lo sensato que había resultado firmar un acuerdo y reconocer el gobierno de Chiang Kai-Chek, y se mostró orgulloso de que Gran Bretaña fuera uno de los primeros países en hacerlo.

– Pero ha sido Josef Stalin, y no nosotros, los británicos -añadió- quien ha tenido la buena idea de entregar dinero y asesoría militar a los nacionalistas del Kuomintang. Y ahora Chiang Kai-Chek ha decidido librarse de los rusos. Qué necio.

– Eso no tiene sentido -replicó en voz baja Lydia, con un oído puesto aún en Adele Astaire y su Fascinating Rhythm-. Stalin es comunista. ¿Cómo iba a ayudar al Kuomintang, que se dedica a matar a los comunistas en China?

Alfred se limpió los lentes.

– Debes comprender, querida, que está apoyando la fuerza que cree que saldrá victoriosa en esta lucha de poder entre Mao Tse-Tung y el gobierno de Chiang Kai-Chek. Tal vez parezca contradictorio que Stalin haya tomado esa decisión, pero en este caso debo reconocer que tiene razón.

– Ha expulsado a León Trotski de Rusia. ¿Cómo va a tener razón?

– Rusia, como China, necesita un gobierno unido, y Trotski estaba causando facciones y divisiones, y…

– Silencio -exigió Valentina de pronto-. Dejad de hablar de Rusia. ¿Qué sabéis ninguno de los dos? -Se levantó y se sirvió otra copa de oporto, que llenó hasta el borde-. Es Navidad. Vamos a estar contentos.

Los miró con gesto severo, y dio un sorbo al licor.

Se retiraron temprano, pero durante el trayecto de regreso a casa no se dirigieron la palabra. Las dos albergaban pensamientos que preferían no compartir.


Fue en el día de Año Nuevo cuando todo cambió.

Apenas puso los pies en el claro que se abría junto a la Quebrada del Lagarto, Lydia lo supo. El dinero no estaba. El cielo era de un azul pálido, límpido, y el aire tan frío que parecía morderle los pulmones, pero ella se había cubierto muy bien con el abrigo nuevo, y llevaba puestos los guantes, de modo que no le importaba. Los árboles que flanqueaban la estrecha franja de arena mostraban sus ramas desnudas, blancas como esqueletos, y el agua saltaba tras ellos con gran energía. Lydia había llegado hasta allí con la idea de poner otra marca en la roca plana, una línea fina grabada en ella que indicara que había vuelto allí, por más absurdo que resultara.

Pero el túmulo había desaparecido.

La montaña de guijarros que había levantado en la base de la roca. Destruida. Esparcida. Desaparecida. La tierra sobre la que se alzaba se veía gris y removida. El corazón le dio un vuelco, y hasta su lengua llegó el sabor de la adrenalina. Se arrodilló, se quitó los guantes y escarbó en el suelo arenoso. Aunque en otros lugares la tierra se había helado hasta endurecerse por completo, ahí seguía siendo suave, y se desmoronaba con facilidad. No hacía mucho que otra persona lo había hecho. El tarro de cristal seguía en su sitio, gélido al tacto. Pero del dinero no quedaba ni rastro. Los treinta dólares se habían esfumado. Experimentó una gran sensación de alivio. Estaba vivo. Chang estaba vivo.

Vivo.

Aquí.

Había venido.

Torpemente, con prisas, destapó el tarro, metió la mano dentro y extrajo lo que había dentro. Una sola pluma blanca, suave y perfecta como un copo de nieve. La posó en la palma de la mano y se dedicó a contemplarla. ¿Qué significaba?

Blanca. De un blanco chino. El blanco era el color del luto en China. ¿Significaba que había muerto? ¿Qué estaba muriéndose? La boca se le secó al pensarlo. O… Blanco. La pluma de una paloma. Paz. Esperanza. Un signo de futuro.

¿Cuál de las dos? ¿Cuál de las dos?

Permaneció largo rato arrodillada junto al agujero cavado en la tierra, con la pluma atrapada entre las dos palmas ahuecadas, mientras el viento le lanzaba sus cuchillas desde el río, directamente al rostro. Pero ella apenas se percataba. Finalmente, colocó la pluma sobre un pañuelo, lo dobló con esmero y se lo metió en la blusa. Extrajo entonces la navaja del bolsillo, se cortó un mechón de pelo y lo metió en el tarro. Lo cubrió con la tapa, que apretó con fuerza, y volvió a enterrarlo. Y construyó otra montaña de guijarros.