– Tonta, glupaya dura -masculló Liev.

Pero ella estaba segura de que no le quitaría el abrigo al moribundo. Ya no. Estaba infestado de peste. El temor por la suerte de Chang le quemaba el pecho, y siguió avanzando en dirección a los almacenes. Calfield tenía que estar en uno de ellos. Tenía que estar ahí.


Y ahí estaba.

Calfield & Co. Maquinaria. El cartel aparecía pintado con letras negras en el octavo edificio con el que se encontraron. Liev se había quitado su abrigo y se lo había puesto a Lydia, a pesar de sus protestas, pero debajo llevaba un variopinto surtido de prendas, entre ellas una gruesa capa de piel que lo protegía de la lluvia. Rastrearon el terreno palmo a palmo. Caminaron alrededor del almacén, y más allá, rodeando los demás almacenes.

– Aquí no hay nada -susurró Liev. Alzó la vista hacia el cielo grisáceo, y a continuación la posó en el rostro empapado de la muchacha, a la que le castañeteaban los dientes-. A casa -dijo.

Lydia negó con la cabeza.

– Nyet. Buscaré otra vez.

Regresó a la zona trasera de los edificios de uralita y revisó la franja de tierra yerma que se extendía a su alrededor. Ahí no crecía nada, e incluso las malas hierbas habían sido arrancadas y comidas, pero a unos cien metros se adivinaban los perfiles espinosos de un arbusto que, milagrosamente, había logrado sobrevivir. Tras él se había posado un banco de niebla. Como ya no le quedaban más lugares en los que buscar, Lydia se dirigió hacia allí.

La tierra baldía era un mar de barro, sin raíces que mantuvieran el terreno en su sitio. Avanzaba con gran dificultad, resbalándose a cada paso, y cayó de rodillas en más de una ocasión. La lluvia la cegaba, pero finalmente llegó junto al arbusto espinoso. Cuando alzó la vista del suelo, donde la mantenía fija para evitar pisar el abrigo, vio lo que había detrás de él: un surco poco profundo, de unos dos metros de hondo, con el fondo cubierto por una fina capa de agua de lluvia, que era la causante de la niebla. A unos pocos metros a su derecha se alzaba, tambaleante, una hilera de cabañas, medio destartaladas por culpa del mal tiempo.

– ¡Chang! -gritó, mientras se deslizaba por el lodazal.

Capítulo 34

Lo encontró. En el interior del tercer amasijo de maderas, trapos y periódicos que, teóricamente, debían proteger de la lluvia, pero que fracasaban estrepitosamente en el empeño. Lo vio tan inmóvil que temió, horrorizada, que hubiera muerto. Tenía la piel tan gris como el agua que empapaba la tierra por debajo de su cuerpo. Se agachó para entrar en la cabaña, pues su techo era demasiado bajo para poder estar de pie en su interior, y se le hizo un nudo en la garganta. Chang estaba envuelto en papeles de periódico, tan empapados por la lluvia que se colaba desde el tejado y por la que encharcaba el suelo que se desintegraba y se congelaba a la vez. Mantenía los párpados cerrados con fuerza, y su rostro estaba cubierto de llagas. Pero no eran pústulas. No era peste. Gracias a Dios.

Lo acarició. Como el hielo. Como un ovillo de hielo. Con los dedos rasgó el papel de periódico, lo apartó de su cuerpo. Y ahogó un grito. Apenas quedaba nada de él. Unos harapos y un montón de huesos. Al verlo en ese estado, se le escapó un grito, y las lágrimas se agolparon en sus ojos. Olía a carne podrida, y era el hedor de la muerte.

No, no, no estaba muerto. Ella no iba a permitir que muriera.

Se quitó el pesado abrigo de Liev y lo extendió sobre la forma inerte de Chang.

– Resiste, amor mío -le dijo, sin reconocer apenas la voz como suya. Se inclinó sobre él, le cubrió la frente fría con una mano, posó sus labios en los suyos y los dejó ahí, insuflándole el calor de su cuerpo y la fuerza de su vida. Sus labios, cuarteados, heridos, temblaron ligerísimamente bajo los suyos. Pero fue suficiente.

– ¡Liev! -gritó ella-. ¡Liev, ven…!

Pero no hizo falta seguir llamando, pues él ya estaba ahí. Con un leve movimiento de mano arrancó lo poco que quedaba del tejadillo de la cabaña, se inclinó hacia delante y se cargó al hombro a Chang. Lydia lo envolvió al momento con el abrigo, para protegerlo de la lluvia.

– Un rickshaw -dijo ella-. Necesitamos un rickshaw.

– Ningún porteador se presta a llevarme a mí. Peso demasiado. Tampoco aceptarán llevar este cuerpo enfermo.

– ¿Puedes cargar con él hasta el Barrio Británico?

El gigante esbozó una sonrisa.

– ¿Puede un tigre atrapar un cervatillo?


El cerrojo de la verja trasera estaba cerrado con llave. Liev sólo tuvo que apoyarse en ella para abrirla, pues al hacerlo los clavos de los goznes se separaron de la madera con un chasquido. Lydia comprobó que el jardín de su nuevo hogar estuviera vacío. Ya casi había oscurecido, y seguía lloviendo, cosa que agradecía; en esas calles elegantes no era fácil pasar desapercibido si ibas cubierto de barro y transportabas un bulto extraño, pero la penumbra gris del crepúsculo les proporcionaba unas sombras propicias para el ocultamiento. Un callejón estrecho recorría los jardines traseros de las casas. A él se sacaban las basuras, y en él se recogían. Lydia ordenó a Liev que se dirigieran hacia allí.

– Deprisa -le susurró, señalándole un cobertizo.

Instantes después, él ya se había colado en el jardín y se agachaba para no darse con la cabeza en el quicio de una puerta estrecha. A Lydia le horrorizaba la posibilidad de que Chang hubiera muerto en brazos del ruso, y le sostenía la cabeza con ternura, mientras aquél dejaba su cuerpo exánime en el suelo polvoriento. Le acarició la mejilla con las yemas de los dedos y se estremeció de alivio, pero también de temor, al comprobar que su piel estaba ardiendo: se estaba quemando por dentro. Las heridas de los labios se habían abierto, y de ellas brotaba la sangre, mezclada con un pus verdoso. Al verlo, Lydia se puso en pie.

– Espere aquí -suplicó a Liev.

Y salió corriendo. Cruzó el césped, tratando de avanzar bajo los árboles, de pensar mientras corría, de enumerar lo que necesitaba: mantas, ropa, comida, bebidas calientes… o hielo, ¿era mejor el hielo para una fiebre tan alta…? Vendajes y medicinas, sí, pero ¿qué medicinas? No lo sabía. Le hacía falta ayuda, le hacía falta… Un momento. Las luces. En la casa había luces encendidas. Las cortinas estaban corridas, pero aun así las ventanas proyectaban franjas amarillas sobre la terraza. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? ¿Significaba ello que aún había gente? ¿O que los criados las habían dejado encendidas para ella? ¿Qué significaba? No lo sabía, no lo sabía.

Retrocedió en dirección al extremo más alejado de la casa, hasta la puerta de la cocina y, al accionar el tirador, constató que ésta se abría. La cocina estaba vacía. El cocinero se había retirado a descansar tras el esfuerzo inmenso que le había supuesto el banquete. Apenas cerró la puerta, sintió que el aturdimiento se apoderaba de ella, causado sin duda por la calidez del aire. Llevaba tanto tiempo empapada, pasando frío, que el contraste brusco de temperatura le provocó un escalofrío que alcanzó sus encías. A su paso, dejaba un rastro de agua y barro sobre las baldosas blancas y negras, por lo que decidió quitarse los zapatos y entrar de puntillas en el vestíbulo.

Al hacerlo, sucedieron dos cosas.

La primera de ellas fue que se vio reflejada en el gran espejo que colgaba de la pared, al pie de la escalera, y apenas se reconoció. Era un espantapájaros mojado y sucio. La bufanda negra de Liev se pegaba a su cabeza y a sus hombros, su vestido verde ya no era verde, estaba cubierto de polvo y se pegaba tanto a su cuerpo que resultaba indecente. Tenía los labios azules, temblorosos. Los dedos pálidos, sin sangre. Los ojos demasiado oscuros como para que fueran suyos. Al verse, se asustó.

La segunda fueron las voces, unas voces que provenían del salón. Las voces de su madre y de Alfred.

El corazón empezó a latirle con fuerza. ¿Por qué no se habían ido? ¿A su luna de miel? ¿Por qué no estaban ya en el tren?

– No, Alfred -oyó que decía su madre-. No hasta que la haya visto. No hasta que sepa que está…

Lydia no esperó más. Había maletas junto a la puerta principal, y sobre ellas los abrigos y un paraguas.

Salvó los peldaños a la carrera, de dos en dos. Sin hacer ruido. No debía hacer ruido. Una vez en su cuarto, en su precioso dormitorio nuevo, se quitó el vestido, la ropa interior, y lo echó todo al fondo del armario. Se frotó el pelo y la piel con un suéter viejo hasta que le escoció. Cepillado rápido. Vestido viejo. Cardigan. Y escaleras abajo.

Entró en el salón con la sonrisa ya en el rostro.

– Hola, mamá. No esperaba encontraros aquí.

– ¡Lydia! -exclamó Alfred-. Gracias al Señor que estás en casa. Tu madre estaba muy preocupada. ¿Dónde estabas?

– He salido.

– ¿Has salido? Ésa no es una respuesta, niña. Discúlpate ahora mismo con tu madre.

Valentina estaba de pie, observando a su hija, muy rígida, de espaldas a la chimenea, y con un cigarrillo a medio fumar entre los dedos. Se le veían las mejillas encendidas, como si el calor del fuego se las iluminara. Pero Lydia conocía a su madre, y sabía que aquellas manchas rojas significaban que estaba muy asustada.

– ¡Lydia! -dijo al fin su madre, muy despacio-. ¿Qué ha pasado?

– Nada.

Valentina dio una calada al cigarrillo y soltó el humo emitiendo un débil gruñido, como si alguien le hubiera golpeado el pecho. Todavía llevaba el vestido de chiffon, pero había sustituido el bolero por una chaqueta de gamuza más gruesa. Sus ojeras eran más que visibles.

– Lo siento, mamá, no era mi intención hacer que os retrasarais. He supuesto que ya os habríais ido. Con tantos invitados de los que despediros, no imaginaba que fuerais a echarme de menos siquiera.

– No seas tonta, Lydia -intervino Alfred. Ella notaba que el flamante esposo de su madre hacía esfuerzos por aplacar la ira y mostrarse cortés-. Queríamos despedirnos de ti, los dos. Toma esto -añadió, alargándole un sobre marrón-. Contiene un poco de dinero, por si te surge alguna necesidad antes de nuestro regreso, aunque Wai, el cocinero, se encargará de las comidas, de modo que no tienes mucho de qué preocuparte. Esto es por si quieres ir al cine, o algo así.

Lydia no había ido nunca al cine, y en cualquier otro momento se habría puesto a dar saltos de alegría.

– Gracias.

– ¿Estarás bien aquí sola?

– Sí.

– Anthea Mason se ha ofrecido a venir de vez en cuando para ver si estás bien.

– De veras, estaré bien. ¿Sale algún otro tren a estas horas? Lamentó que por mi culpa hayáis perdido el vuestro, pero si os dais prisa, seguro que llegáis al siguiente. -Miró a su madre-. No soportaría que te perdieras la luna de miel por mí.

– Bueno, en realidad… -empezó a explicar Alfred.

– Sí -terció Valentina arqueando una ceja, molesta-. Podemos cambiar de trenes en Tientsin. Alfred, sé bueno y ve a buscarme un vaso de agua a la cocina, ¿quieres? Aquí dentro hace calor. -Se pasó una muñeca por la frente-. Seguramente será toda la tensión de… -Pero no acabó la frase.

– Claro, amor mío -dijo Alfred mirando a Lydia-. Tranquiliza a tu madre, a ver si se va más tranquila -añadió, antes de abandonar el salón.

Al momento, Valentina echó el cigarrillo a la chimenea y se acercó a Lydia.

– Cuénteme, deprisa, ¿qué ha pasado?

Lydia sintió que una oleada de alivio recorría todo su ser, debilitándola. Podía contárselo todo a ella, su madre sabría qué hacer, dónde comprar medicamentos, contactar con un médico…

Valentina la agarró del brazo.

– Dime qué quería ese sucio lobo.

– ¿Qué?

– Popkov.

– ¿Qué?

Valentina la zarandeó.

– Liev Popkov. Has salido corriendo tras él. ¿Qué te ha dicho?

– Nada.

– Estás mintiendo.

– No. Estaba borracho. Nada más.

Valentina observó a su hija con atención, antes de rodearla con sus brazos y atraerla hacia sí. Lydia aspiró su perfume intenso y se enterró en el abrazo, pero al hacerlo sintió que su cuerpo empezaba a temblar incontrolable.

– Lydochka, amor mío, no. -Valentina le acariciaba el pelo húmedo-. Sólo será una semana. Ya sé que nunca nos hemos separado, pero no estés triste, volveré muy pronto. -Le dio un beso en la mejilla y dio un paso atrás-. ¿Qué? ¿Lágrimas? ¿Lágrimas de la niña que nunca llora? No llores, dochenka.

Valentina se acercó a la bandeja de las bebidas, y tras comprobar que la puerta seguía cerrada, se sirvió un vodka, que se bebió de un trago, y volvió a llenar el vaso, que acercó a su hija.

– Toma. Te hará bien.

Lydia negó con la cabeza. Sin palabras. Sin aliento.

Valentina se encogió de hombros y lo apuró ella, tras lo que devolvió el vaso a su sitio. Las manchas rojas que cubrían sus mejillas empezaban a desaparecer.