– Amor mío -susurró, sosteniéndole la cara entre las manos-. Este matrimonio representa un futuro nuevo para nosotras. Aprenderás a apreciar a Alfred, te lo prometo. Sé feliz. -Sonrió, aunque había algo raro en su sonrisa-. Aprendamos a ser felices tú y yo.

Lydia abrazó a su madre.

– Ve a Datong, mamá. Ve y sé feliz.

– Así me gusta, damas, bésense y arreglen las cosas. No quiero ver a nadie triste, ni hoy ni nunca.

Alfred les sonrió, alargó el vaso de agua a su esposa y dio a Lydia unas palmaditas en la espalda.

– He telefoneado para pedir un coche, que no tardará nada en llegar. ¿Nerviosa? -le preguntó a Valentina.

– Emocionada.

– Bien.

Luego vino el revuelo de abrigos, maletas y últimos abrazos, pero cuando Alfred y Valentina ya salían por la puerta, Lydia les dijo:

– ¿Puedo comprar un candado para el cobertizo de Sun Yat-sen?

– Sí, claro -respondió Alfred, magnánimo-. Pero ¿por qué quieres un candado para tu conejo?

– Para que esté a salvo.


Lo lavó. Con mucho cuidado. Sin tocar apenas la piel dañada, con un paño empapado en agua tibia y desinfectante. Sus harapos estaban infestados de piojos, y ella los arrojó a la lluvia.

La visión de aquel cuerpo resultaba dolorosa. Estaba tan delgado que podían contarse sus huesos. Y marcado. Dos quemaduras con forma de ese. Como serpientes. Seis marcas a fuego incrustadas en el pecho. Las quemaduras eran negras, y no habían cauterizado, pero no eran nada comparadas con las manos. Al desenvolver los retazos de telas infectas que le cubrían los dedos, casi le vinieron arcadas al sentir el olor, y por más cuidado que ponía, con los vendajes se llevaba pedazos de piel y de carne ennegrecida.

Los gusanos eran caso aparte. Criaturas blancas, inquietas, que devoraban a Chang An Lo. Gran cantidad de ellos. Al verlos, Lydia retrocedió, horrorizada.

Liev Popkov levantó la cabeza al oír sus gritos. Se encontraba en el suelo, apoyado contra la pared, junto a la jaula-pagoda de Sun Yat-sen, y todavía sostenía en la mano la botella de vodka que Lydia le había traído.

– Ah, otlichno! ¡Gusanos! -musitó-. Son buenos. Se comen lo malo y limpian la herida. Déjaselos.

Volvió a hundir la cabeza en el pecho y emitió un ronquido profundo y tembloroso que a Lydia, en medio de ese cobertizo frío le resultó extrañamente tranquilizador. Acercó la lámpara de aceite a las manos de Chang y las observó con detalle. Lo que vio era de una brutalidad sin límites. Le habían arrancado los dos meñiques. Las heridas se habían infectado hasta que las dos manos se habían convertido en melones hinchados y putrefactos que se habían abierto, llenos de pus y de gusanos.

Con gran cuidado, fue retirándolos uno por uno. No dejaba de repetirse que no eran peores que las cucarachas y las lombrices. Sólo en una ocasión sintió que estaba a punto de vomitar, y fue cuando al tirar de un espécimen especialmente grueso le reventó entre los dedos. Una vez eliminados todos, echó agua limpia y desinfectante sobre las heridas y, tras un momento de duda, volvió a colocar un gusano, sólo uno, en cada mano. Si Liev Popkov lo decía, por algo sería. El hombre lo había pasado mal, seguramente habría recibido o visto recibir más de un balazo o golpe de sable durante la revolución, de modo que alguna experiencia debía de tener. Pero ¿y si aquellos bichos se abrían camino hasta el cerebro?

Se obligó a apartar la idea de su mente.

Sin dilación, untó algo sobre las heridas abiertas: opodeldoc & laudanum. Lo había encontrado en el botiquín del baño, junto con unas vendas, y supuso que sería mejor que no ponerle nada. A través de la carne viva asomaban pedazos de hueso reluciente. Lydia lo envolvió todo con gasas y vendajes nuevos. Chang An Lo no emitía ni un sonido, aunque en ocasiones un ligero temblor le recorría los párpados. Sólo por eso sabía Lydia que seguía con vida.

Era la primera vez que Lydia veía a un hombre desnudo. Le dio miel disuelta en agua con ayuda de una cuchara, aunque con temor a que se atragantara, por lo que apenas le humedecía los labios cada media hora. En todo momento era consciente de que Chang estaba desnudo.

La visión de su cuerpo la sorprendía. No tenía ni idea de que sus partes fueran tan… tan suaves, tan blandas, ni que estuvieran rodeadas de un vello tan espeso. Y sin embargo, curiosamente, con él no se sentía incómoda. Cuando le quitó los harapos que le cubrían la entrepierna, Liev Popkov había mascullado su desaprobación, pero estaba demasiado ocupado peinando el pelo de su abrigo y aplastando piojos con los dedos como para ir más allá. Era evidente que creía que el chino se estaba muriendo. ¿Y a él que le importaba? Él se estaba comiendo un pedazo de queso que Lydia le había traído de la cocina, y lo regaba con el vodka. Hablar era lo que menos le interesaba en ese momento.

Tras ocuparse de las manos de Chang lo mejor que pudo, y extenderle el linimento por el pecho, le cubrió la mitad superior del cuerpo con una manta para mantenerlo en calor, y se dispuso a atacar la parte inferior. Le lavó las caderas, el vientre… Era como lavar a un esqueleto. ¿Cuándo habría comido por última vez? Huesos y nada más que huesos. ¿Días? ¿Semanas? Ella creía que sabía qué era el hambre, pero nunca había llegado a ese extremo. Nunca. Volvió a enjuagar el paño húmedo y empezó a lavar la mata de vello negro que poblaba la base del vientre, pero tenía incrustado… ¿Qué era? Sangre. Heces. Orina. Más piojos. Una oleada de compasión, de dolor por él, ascendió por las entrañas de Lydia, y con dedos nerviosos, cuidadosos, le levantó el pene.

Su suavidad la sorprendió. Yacía inmóvil en la palma de una mano mientras lo lavaba con la otra, eliminaba la mugre que lo cubría, presionaba la piel delicadamente con una toalla, para secársela. Había algo insoportablemente vulnerable en él. Incluso el entramado de venas azules le confería un aspecto desnudo, expuesto, como si entre él y el mundo hiciera falta aún otra barrera. ¿Era por eso por lo que los hombres deseaban tanto a las mujeres? ¿Para que ellas fueran su barrera? ¿Su protección?

– Yo te protegeré, Chang An Lo, te lo juro -susurró ella-. Como tú me protegiste a mí.

Le lavó las piernas y, por último, los pies. Le pasó un dedo por la cicatriz de la herida que ella misma le había cosido en la Quebrada del Lagarto y, finalmente, tomó unas tijeras y, concentrándose en su entrepierna, le cortó el vello rizado lleno de piojos. Hacerlo fue como arrancarle los secretos.

Durante la primera noche que pasó a su lado, luchó contra la idea que no la abandonaba. Era casi de día cuando reconoció que no podía llevar a Chang An Lo al hospital chino. No podía. Como tampoco podía llamar a un médico.

Era evidente.

Eso se lo habían hecho los Serpientes Negras, y él había preferido morir en la cabaña de Tan Wah a exponerse a ser detenido por buscar ayuda médica. Ni siquiera se había puesto en manos de amigos, pues era conocido entre los comunistas; sabía bien que los Serpientes tenían ojos en todas partes.

– Podrías haber acudido a mí -susurró más de una vez, pasándole el dedo por la línea prominente de sus pómulos.

Ahora tenía que pensar.

Los hechos apuntaban en su contra: ningún adulto le permitiría mantener a Chang ahí. Ya sabía qué le dirían. Pondrían caras raras e insistirían en que no estaba bien que una niña… Escandaloso. Lo llevarían al hospital chino, que era precisamente el lugar en el que le estarían esperando los Serpientes Negras, con sus cuchillos y sus hierros de marcar. No. Nada de adultos bienintencionados. Estaba sola. Apoyó la cabeza en las manos, esforzándose por pensar qué debía hacer. Así permaneció un buen rato, hasta que alzó la vista y contempló al gran oso que seguía hecho un ovillo, en el suelo del cobertizo. No, no estaba sola.

Se acercó a él y le dio unas palmadas en el hombro.

– Liev Popkov -le dijo con voz apresurada-. Despierta.

Capítulo 35

Theo conducía deprisa. Estaba enfadado. Lo bastante como para dejarse la pasta negra en el cajón esa mañana. Le dolía el cuerpo, y todos los poros de su piel transpiraban, ansiosos por recibir aquel humo lleno de sueños, pero le convenía mantener la mente despejada. Despejada como la mente de una rata. Todavía era temprano, y la neblina de la mañana se posaba sobre los tejados, sin viento que se la llevara. El día parecía contener la respiración. Theo aparcó el Morris Cowley junto a los portones de roble negro y escupió a las caras de los leones que los flanqueaban. Los leones custodiaban el hogar. Bien, no en esa ocasión.

El portero, sumiso, le hizo una reverencia tan exagerada que casi rozó el suelo con las orejeras de su gorra acolchada.

– Mi señor, Feng Tu Hong, no le espera hoy, noble profesor.

– No es a tu venerable amo a quien he venido a ver, Chen. Es a su hijo Po Chu, el que tiene la cabeza llena de pus.

El portero no llegó a esbozar una sonrisa, pero su rictus, por lo general inmóvil y correcto, pareció animarse tímidamente.

– Envío a esposa inútil a decir a Hijo Importante que usted aquí y desea…

Theo no esperó más, franqueó los portones y se dirigió a los patios. Tras él, el sonido de unos pies de mujer que se alejaban hizo que se le erizaran los pelos de la nuca.


– Po Chu, escupitajo del diablo, pedazo de cerdo, si vuelves a ponerle un dedo encima a mi Li Mei, yo mismo te clavaré un puñal en los ojos y en el pescuezo.

– ¡Bah! Hablas como un tigre, Tiyo Willbee, pero de noche arrastras tu barriga como una lombriz para comerte la amapola. Eso dicen en los sampanes. Tiemblas y te estremeces lo mismo que hacen las rameras, boca arriba y con las piernas separadas. Hablas mucho, pero no haces nada.

– Lo que yo haga en el río no es asunto tuyo. Pero alégrate de que los últimos susurros del sueño de humo que tuve ayer me impidan invocar a Kuan Ti, el gran dios de la guerra, para que descienda del cielo y te clave su lanza en ese corazón sin sangre que tienes, por lo que le has hecho a Li Mei.

– Esa puta lo pedía a gritos.

– Cuidado, Po Chu. Li Mei no es ninguna puta. Es tu honorable hermana.

– Ninguna hermana mía se acostaría con un fanqui. Y le hacía falta que alguien se lo hiciera saber.

– ¿Le hacía falta que le hundieras tu puño apestoso en la cara?

– Sí, por todos los dioses, le hacía mucha falta.

– ¿Por haber venido a hacer las paces con tu padre?

– No. Por haber pensado que mi venerable padre sería lo bastante necio como para darle lo que ella quería sin pedirle nada a cambio.

– ¿A cambio? ¿A cambio de qué?

– Ai-ay¡ El director de escuela no conoce a su ramera tan bien como cree.

– Aspira hondo, Po Chu, porque ésta va a ser la última vez que respires si vuelves a llamar ramera a mi amada. Dime, ¿a cambio de qué?

– Cómo imploraba, Tiyo Willbee, si hubieras visto cómo suplicaba… Con sus lágrimas de cocodrilo.

– ¿Qué es lo que suplicaba?

– Le suplicaba a nuestro honorable padre que te liberara del trato que tú cerraste con el cerebro de mona de Mason, que te eximiera de seguir traficando. Por supuesto al gran Feng Tu Hong, en su infinita sabiduría, no le conmovieron sus artimañas de mujerzuela.

– Te lo he advertido ya, basura del arroyo.

– Pero sí le ofreció un trato. Aceptó eximirte del trato si…

– ¿Si qué?

– Si le hacía nueve reverencias y regresaba a esta casa a vivir según su deber filial. ¡Ah! Pero ella ha derramado cascadas de vergüenza sobre el nombre honorable de Feng, y había que enseñarle qué significa el respeto. Fue entonces cuando yo la golpeé. Muchas veces.

– ¿Así?


– ¡Dios mío, amigo!, ¿en qué ha estado metido?

Theo se frotaba la barbilla. Un moratón oscuro reseguía la línea de la mandíbula, y tenía el labio partido. Christopher Mason lo miraba con expresión incómoda.

– He tropezado con mi gato -respondió él, indiferente-. He venido porque su criado me ha dicho que se encontraba aquí. Tengo que hablar con usted.

– ¿Ahora?

– Sí, ahora.

Mason observó a su esposa y a las dos niñas, que se encontraban en el otro extremo de la habitación.

– Ahora no es buen momento, Willoughby. Tal vez más tarde.

– Ahora.

A Theo aquella situación se le hacía rara: estar así sentado con el cabrón de Mason, todo amabilidad y cortesía, en el nuevo hogar de Alfred Parker, un día después de aquella boda que había acabado en trifulca, sin que el dueño de la casa se encontrara presente, y con la hijastra de éste vigilando junto a los ventanales, como un perro guardián. La muchacha parecía agotada. Algo le había arrebatado el brillo a su mirada ambarina, había hundido aquellos ojos en la sombra de unas ojeras, había pintado sus labios de gris. No dejaba de observar con impaciencia a los invitados, para indicarles que prefería estar sola, pero Anthea Mason parecía decidida a ignorarla.