No permitiría que se le fuera. No lo permitiría.
El amanecer se filtraba por entre las cortinas, y una luz tenue, neblinosa, inundaba lentamente el dormitorio. Hacía frío. Lydia se cubrió con el abrigo, y arropó con el edredón, una pieza preciosa, de color anaranjado, nueva y brillante, la figura inmóvil que seguía en la cama. Pero su ignorancia era tan inmensa que se indignaba consigo misma. ¿Debía encender la estufa de gas instalada en una pared del cuarto, para que se calentara? ¿Debía colocar una bolsa de agua caliente a sus pies? ¿O era eso lo contrario de lo que debía hacer? Tal vez fuera más conveniente abrir la ventana para que el aire helado lo refrescara.
¿Qué era lo mejor?
Sintió que la envolvía un sudor frío, e hizo esfuerzos por no dejarse vencer por el pánico. Estaba cansada, se dijo, demasiado cansada. Eso era lo que el chino le había dicho al señor Theo. El herbolario. Le dijo que era como si el chi se le hubiera secado, e insistió en que se tomara una mezcla de hierbas que debía preparar en infusión, pero ella estaba mucho más interesada en lo que preparó para Chang. Para la fiebre, las quemaduras y las heridas infectadas, según ella le había dicho al señor Theo; eso era lo que quería, y él se lo tradujo al herbolario. Finalmente, el director del colegio le tradujo a ella cómo debía usar aquellos preparados.
Lydia sintió una gran tranquilidad apenas puso los pies en la diminuta herboristería. Olía maravillosamente. Sus estantes rebosaban de tarros de vidrio de todas las formas y los tamaños, azules, verdes, marrones, todos llenos de hojas, hierbas y otras cosas que Lydia no conocía, pero que le parecía que podían ser corazones de lagarto, vesículas de puercoespín, cuernos de rinoceronte. El suelo estaba salpicado de grandes cuencos de cerámica que contenían semillas, flores secas y cortezas de árboles. Todo ello impregnaba el comercio de aromas embriagadores. Pero lo mejor de todo era el propio herbolario. Emanaba buena salud por todos sus poros, y tenía unos dientes tan blancos que Lydia no podía apartar los ojos de ellos.
Ella le había dado al señor Theo un sobre con dinero para que le pagara. Por suerte había más que suficiente. Gracias a Dios. O, para ser más exactos, gracias a Alfred. En esa ocasión, se lo agradecía sinceramente, un agradecimiento remolón y a regañadientes, pero agradecimiento al fin, que no dejaba de sorprenderla. Sabía que sin él no habría encontrado a Chang, porque no habría podido contratar los servicios de Liev.
El señor Theo hablaba poco. Se limitó a preguntarle si todo aquello era para su amigo chino.
– Prefiero no hablar de ello, si no le importa.
Él se encogió de hombros, alto, desgarbado y algo descoordinado, pero no pareció importarle. Lydia se dio cuenta de que compraba algunos preparados para sí mismo, y en cualquier otra ocasión habría sentido curiosidad, sobre todo tras oír la conversación que había mantenido con el señor Mason al pie de la escalera. Pero en esos momentos, su temor por Chang An Lo era todo lo que ocupaba su mente. Se sentó. Observó el rostro de Chang materializarse lentamente en la oscuridad, brindar en cada instante un detalle nuevo a su mirada ávida, y le asombró constatar lo familiar que le resultaba ya. Como si lo tuviera grabado en lo más profundo de su mente. El espesor de sus pestañas, el ángulo de su nariz, la hinchazón precisa de sus fosas nasales, la curva de sus orejas. Era capaz de verlo todo con los ojos cerrados.
Con mucha suavidad, sin abandonar la silla, apoyó la cabeza en la almohada, junto a la de él, y dejó que la frente reposara en su pómulo caliente, estableciendo una conexión entre ambos. Cerró los ojos y se preguntó por qué se preocupaba tanto por él, por qué le dolía tanto. Pero no obtuvo respuesta.
– Descríbeme los síntomas.
– Fiebre. Una fiebre muy alta. Inconsciencia. Heridas infectadas y quemaduras.
– ¿Estado general? Me refiero a si el paciente, por lo demás, se encuentra en buenas condiciones, o si se trata de uno más entre la gran masa de los chinos desnutridos que pueblan Junchow. Porque existe una gran diferencia, ¿sabes?
La señora Yeoman se enroscaba el pelo blanco, espeso, para hacerse un moño bajo, que sostenía con horquillas. Lydia no le había visto nunca el pelo suelto; era como nieve líquida. Aunque, claro, nunca había ido a verla tan temprano.
– Está muy débil. Y delgado. Muy delgado.
– Acudiré encantada a cuidar de él, si le hace falta asistencia médica. Dime dónde…
– No, gracias, señora Yeoman, pero no. No aceptaría ayuda europea.
– ¿Y la tuya sí la acepta?
– No. Yo me limito a entregar las medicinas a sus familiares.
– Lydia, querida, me gusta ver que te preocupas tanto por la gente pobre de este país. Todos somos criaturas del Señor, y sin embargo muchos occidentales tratan a los chinos peor que a los perros. Resulta vergonzoso verlo, y más cuando…
– Por favor, señora Yeoman. Debo darme prisa.
– Discúlpame, querida, ya sabes que me gusta hablar. Toma, aquí tienes una lista para el farmacéutico. El señor Hatton, de Glebe Street, es muy bueno, abre siempre a primera hora, y si le dices que vas de mi parte te aconsejará bien.
– Gracias. Siento haberla molestado tan temprano.
– No te preocupes, niña. Sé buena mientras tu madre esté fuera, ¿de acuerdo? No hagas nada que sepas que a ella no le gustaría.
– No, no, por supuesto que no. Hoy voy a ir a la biblioteca a redactar un trabajo sobre El paraíso perdido.
– Así me gusta, niña. Tu madre debería estar orgullosa de ti.
– Ah, gorrioncito, ¿qué haces aquí de vuelta tan pronto? ¿Ya te ha echado tu padrastro?
– Hola, señora Zarya. No, sólo he venido a preguntarle una cosa a la señora Yeoman.
– ¡Ah! Y te vas así, tan deprisa, sin ni siquiera decir dobroiye utro a tu maestra favorita de ruso. Nyet, nyet. Tengo unos pirozhki recién hechos, los acabo de preparar, y tienes que probarlos.
– Spasibo, gracias. En otra ocasión. Se lo prometo. Pero es que ahora tengo mucha prisa. Lo siento. Prastitye menya.
– Gorrioncillo, quiero que me acompañes a una fiesta, a un baile. Una gran fiesta rusa.
En cualquier otro momento, la idea le habría entusiasmado, pero esa mañana le parecía una interferencia indeseada.
– En estos momentos estoy muy ocupada, pero gracias de todos modos.
– ¿Ocupada? ¿Ocupada? Blinf ¿Qué es esa ocupación que te quita tanto tiempo? Tienes que ver cómo da las grandes fiestas la gente de tu país. Van a ir todos, de modo que…
– He de irme, lo siento. Páselo muy bien en la fiesta.
– Será en la villa de la condesa Serova.
El dato despertó su interés. En la villa Serov. Le gustaría ver con cuánto lujo vivía la aristocracia rusa.
– ¿De veras?
– Da. La semana que viene.
– Lo pensaré.
– Bien. Tienes que venir.
– Lo pensaré.
Todavía respiraba.
Cada vez que lo dejaba solo lo hacía con un nudo en la garganta, aunque sólo fuera cinco minutos, para buscar agua o deshacerse de los vendajes manchados, que al principio envolvía en papel de periódico y tiraba al fondo del cubo de la basura que había junto a la puerta trasera, vigilando siempre que no la viera Wai. El cocinero vivía con su silenciosa mujer en un anexo bajo, a un lado de la casa, y estaba encantado con la orden de no molestarla más que para traerle la cena, que se componía de sopa, pollo y bizcocho con natillas, y que le servía en el comedor. Todos los días le servía lo mismo, y ella se daba cuenta de que se aprovechaba de su inexperiencia, pero no le importaba. Apenas la tocaba, de todos modos. Se comía el bizcocho y se llevaba la sopa arriba, para verter unas gotas en la boca de Chang An Lo.
Él siempre se las tragaba. Lydia observaba, nerviosa cada vez, con temor a que no lo hiciera. Pero la nuez prominente de su cuello subía y bajaba, y ella, aliviada, se pasaba la lengua por los labios.
A veces le canturreaba algo. O le leía un rato. Le leía cosas sobre Pip, el pobre Pip, el forastero, tan ambicioso con sus «grandes esperanzas», y a la vez tan lleno de dolor y desgracia. Ella sabía exactamente cómo se sentía.
– ¿Te resulta demasiado lejano, Chang An Lo, este mundo de Dickens, de la sociedad londinense? Se encuentra a un millón de kilómetros de nosotros dos, ¿verdad?
De modo que optó por Rikki Tikki Tavi [6] y le pidió que se riera cuando la mangosta se comía los huevos de la gran serpiente.
– Ya ves que es posible matar a las serpientes, incluso a las Serpientes Negras.
Y se puso a tararearle una canción popular rusa, Ya vstretil vas, mientras le mojaba la frente y los brazos con un paño que empapaba en un cuenco esmaltado, en el que había mezclado agua con unas gotas de aceite de alcanfor. «Para que sude», le había dicho el señor Hatton. «Un antitérmico.» Y cuando terminó, apoyó la frente en el edredón que lo cubría y sucumbió a un instante de temor. «Por favor, Chang An Lo. Por favor.»
Los sonidos del templo. Llegaban hasta Chang An Lo como voces de los dioses. A través de las nieblas del incienso. El tañido de las campanillas de latón, el murmullo grave de los cánticos.
Un río de sonido. Lo arrastraba. Desde el lodo negro del fondo. Sentía que su rostro se abría paso entre el limo apestoso, venenoso, que lo devoraba. Había llenado su boca y sus ojos, había impregnado los pliegues de su mente, el viento de la vida no llegaba a ellos, y sabía que no tardaría en ver de nuevo el rostro de Yang Wang Yeh, el último juez de las almas de los hombres.
Flotaba.
Elevado por el sonido, ascendía cada vez más, arrastrado por su corriente, en dirección a la luz.
Y la vio al fin, y su corazón volvió a latir. Le sonreía. Su rostro hermoso. Susurró su nombre: Kuan Yin. Una vez más. Kuan Yin. La diosa que comprendía el dolor. Recordó -y un chorro de sangre fresca regó su cerebro- que cuando su padre había tratado de quemarla viva, ella había apagado el fuego con las manos. Dolor. Manos. Dulce y sagrada diosa china de la misericordia, Kuan Yin, mi dolor no es nada comparado con el tuyo.
Un pájaro se posó en su pecho. Era pequeño, ligero, pero estaba cubierto de plumas de cobre, que brillaban tanto que le quemaban el barro de los ojos. De las orejas. Oía cantar a ese pájaro. Un único sonido. Repetido una y otra vez en su mente.
«Por favor.»
Capítulo 37
Ella no le permitía que le viera la cara.
– Li Mei, no. Por favor.
Pero Li Mei se ocultaba bajo la almohada. La vergüenza que sentía era mucho peor que su dolor.
– Amor mío, mi cielo -murmuró Theo-. Deja que te humedezca las mejillas hinchadas, que te cure con mis besos los cardenales negros que rodean tus ojos.
Ella se acurrucó, hecha un ovillo, dándole la espalda.
Theo se inclinó sobre la cama y le besó la nuca, aspirando el perfume de sándalo que impregnaba sus cabellos, negros como ala de cuervo.
– Perdóname, mi amor, ya te dejo sola. Aquí tienes unas medicinas del herbolario; la del tarro negro es para el dolor, y la otra para la piel dañada.
Aguardó unos instantes, dividido entre el deseo imperioso de abrazarla con fuerza y la conciencia de que, más que ninguna otra cosa, lo que ella quería era ocultarle las pruebas de su desgracia.
– ¿Li Mei?
Silencio.
– Li Mei, escúchame. No vuelvas nunca junto a tu padre. Pase lo que pase. Los dos sabemos que te hundiría y te convertiría en su esclava, de modo que debes mantenerte lejos de él. Y del come-mierda de tu hermano Po Chu. Prométemelo.
Nada.
Theo se incorporó y apoyó una mano en la fina curva de la cadera.
– A cambio, yo te prometo que me alejaré para siempre del humo de los sueños.
Ella seguía sin responder, pero un temblor progresivo se apoderó de sus hombros. Estaba llorando.
Esa noche, Theo no se acostó. Ya no acudió a su cita en el río. Bajó hasta las aulas vacías, hasta la gran silla de roble tallado que se encontraba al final del pasillo, y pidió a uno de los muchachos encargados del mantenimiento que le trajera cuerdas. El niño, de unos nueve años, no se mostró en absoluto complacido con aquel encargo, pero acabó por obedecer, porque si perdía el trabajo, sus padres y sus cuatro hermanas se morirían de hambre.
Theo se quedó ahí sentado toda la noche.
Para que nadie oyera sus lamentos y sus gritos, excepto la gata de ojos amarillos, que se mantuvo casi en todo momento sentada, observándolo, pero que en una ocasión le saltó sobre el regazo y emitió un maullido agudo. Él tenía los brazos atados a la madera labrada, desde la que unos tigres en relieve le sonreían, burlándose de su tormento, y los tobillos atados a las patas macizas.
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