– Disculpe, honorable señor, pero no es prudente para usted estar aquí hoy.
Se trataba de un hombre bajo y elegante que le hablaba a la altura del hombro. Llevaba la túnica color azafrán que lo identificaba como monje, y su cabeza, rasurada, brillaba como si acabara de aplicarle aceite. Olía mucho a enebro, y su sonrisa transmitía la placidez de un girasol.
Theo le hizo una reverencia.
– He venido para hablar con el presidente del Consejo. A instancias suyas.
– Ah, en ese caso está usted en buenas manos.
– Eso es discutible.
– Todo es discutible. Pero aquellos que tienen fe en la verdad y perseveran por su senda, hallarán el despertar.
– Gracias, hombre santo. Me aferraré a ese pensamiento.
Qing Qui Guang Chang. Plaza de la Mano Abierta. A Theo le parecía que el nombre no resultaba nada adecuado. Las manos que no tardaría en ver frente a él estarían cerradas: de miedo.
Se trataba de una plaza adoquinada, rodeada de salones de té y tiendas ante las que unos estandartes de un rojo muy vivo ondeaban al viento. Un llamativo colmillo de elefante, dorado, se arqueaba frente a la puerta del colorido teatro que dominaba un lado. Todo brillaba y se mostraba profusamente decorado, y parecía dotado de movimiento por efecto de la curvatura de los aleros que, en los tejados, lucían talismanes tallados en honor de los dioses. Ese día se había prohibido la celebración del mercado de aves enjauladas y sacos de especias que llegaban de las provincias meridionales, y en su lugar, frente a la gran entrada del teatro, se había erigido una pequeña tarima de madera, de dos metros por dos, y de uno de altura. Sobre ella, en una butaca, estaba sentado Feng Tu Hong.
A su lado, de pie, se había colocado Theo.
La plaza era un hervidero de rostros expectantes, alineados de modo que el centro de la plaza quedara vacío. La gente había acudido a pie desde los campos, o había abandonado sus labores en cocinas y despachos para pasar un buen rato, para olvidarse por unos instantes de las rutinas diarias. Lo que los atraía era aquel despliegue de poder. Los tranquilizaba. En aquel mundo cambiante y resbaladizo, había cosas que seguían como siempre. Que se hacían como antiguamente. Theo lo veía en sus rostros, y al constatarlo sentía un dolor en el pecho. Sufría por ellos.
Feng levantó un dedo y, al instante, el extremo más alejado de la muchedumbre se abrió para dejar paso a una larga columna de soldados ataviados con uniformes grises y calzados con botas mal enlustradas. Era el Kuomintang. Saludaron al presidente del Consejo antes de formar en el espacio interior de la plaza, mirando hacia fuera, hacia los congregados. Los rifles en alto. Theo se limitó a observar con atención aquellos rostros jóvenes, inexpresivos, pues prefería no pensar por qué habían sido convocados allí, y se concentró en uno al que le costaba disimular el orgullo que sentía. Parecía resplandeciente, como si acabara de llegar de la academia militar que Chiang Kai-Chek tenía en Whampoa.
La milicia se había considerado tradicionalmente una profesión modesta en China, a diferencia de lo que sucedía en Occidente, pero Theo constataba un gran cambio entre los soldados reclutados más recientemente por Chiang Kai-Chek. Se notaba que no sólo habían sido entrenados físicamente, sino que el adiestramiento y el adoctrinamiento alcanzaban también sus mentes. El resultado era que creían en lo que estaban haciendo. Además, les pagaban un salario digno por su labor. Chiang Kai-Chek no era tonto. Theo lo admiraba. Pero temía que el desarrollo de China fuera lento. Chiang era, básicamente, un conservador. Le gustaban las cosas tal como eran, a pesar de sus promesas de revolución. Sin embargo, el rostro de aquel joven soldado ardía de fe ciega en su líder, y eso tenía que ser bueno para China.
– Tiyo Willbee.
Algo reacio, Theo se volvió para mirar a Feng. El gran hombre llevaba sus ropajes ceremoniales, de raso azul bordado, sobre otra túnica dorada y acolchada que le daba un aspecto más pesado y cuadrado que nunca. Además, un sombrero negro, alto y muy recargado remataba, incongruente, su cabeza de toro, y a Theo le recordaba el birrete de un juez.
– Mira al primer hombre.
A Theo le costó entender a qué se refería, pero cuando un redoble de tambor se elevó desde la plaza, y desde las cuatro esquinas unos monjes vestidos con sus túnicas de color azafrán se adelantaron e hicieron sonar sus largas trompetas, que lanzaron un lamento desgarrador que alertó a la multitud inquieta, se dio cuenta de qué había querido decirle. Una hilera de prisioneros era conducida hasta el centro de la plaza. Llevaban las manos atadas a la espalda con tiras de cuero, e iban desnudos de cintura para arriba, a pesar de la temperatura invernal. Excepto uno. Una mujer, que ocupaba el segundo lugar y a la que Theo reconoció al instante. Se trataba de aquel rostro sumiso y ordinario que se había enterrado en el pelo sarnoso del gato con inaudita devoción. Era la mujer del barco, la que le había entregado a Yeewai. Frente a ella avanzaba el patrón del junco, el que se había liberado a punta de cuchillo, y al que seguían otros seis, todos tripulantes de la misma embarcación.
– ¿Lo ves? -le preguntó Feng.
– Lo veo.
Theo sabía qué iba a suceder a continuación. Lo había visto otras veces, aunque no había llegado a acostumbrarse. Obligaron a los prisioneros a arrodillarse junto al capitán de uniforme gris, y a hacer una reverencia al presidente.
Feng permanecía sentado, el rostro pétreo.
Cuando un hombretón que llevaba una larga espada curva apareció en el centro de la plaza, avanzando con parsimoniosa solemnidad, la multitud prorrumpió en vítores. Hizo girar el sable sobre su cabeza una vez, en una demostración de velocidad y destreza, y aquel gesto desencadenó el llanto de dos de los presos, apenas niños, que se pusieron a suplicar clemencia. Theo habría querido gritarles que no malgastaran su último aliento. La espada se alzó y cayó tres veces sobre tres nucas. Los espectadores ahogaron gritos de asombro y reverencia al ver salpicar la sangre. De pronto, una mujer joven surgió de entre la multitud y se lanzó a los pies de Feng Tu Hong. Aferrada a ellos, le besó los tobillos con fervor.
– ¡Libradme de esta ramera! -exclamó Feng, dándole un puntapié.
Un soldado se agachó y la levantó por los pelos, para que pudieran verle la cara. Era hermosa, pero se retorcía de desesperación. Gritaba y, al oírla, una prisionera abandonó su postración y alzó la cabeza.
– Ying, mi hija amada -dijo, y recibió un culatazo en el pescuezo.
– Por favor -suplicó la joven entre sollozos-, gran y honorable presidente, no mates a mis padres, por favor, dispón de mí como te plazca, soy tuya. Te lo ruego, gran…
El soldado hizo ademán de arrastrarla.
– Espera. -Feng alzó la vara de marfil viejo que reposaba en su regazo, y señaló con ella al capitán del Kuomintang.
El oficial se acercó a la tarima con un paso marcial que no ocultaba el rechazo que sentía por el presidente.
– Meta a la vieja ramera en la cárcel diez días más, y luego suéltela.
Movió la mano en dirección a la joven, y uno de los asistentes que montaban guardia tras él se la llevaron. Ahora no decía nada. Temblaba. El capitán asintió con un movimiento de cabeza y emitió una orden. Su rostro, muy serio, expresaba desdén. La prisionera fue escoltada hasta un extremo de la plaza.
Theo se acercó a Feng Tu Hong.
– Si te ofrezco mucho dinero, ¿los soltarás a todos?
Feng soltó una carcajada, mostrando sus tres dientes de oro, y se dio una palmada en la rodilla.
– Puedes suplicar cuanto quieras, Willbee. Eso me divertirá. Tal vez incluso finja considerar tu petición. Pero la respuesta será no. Sólo hay un precio por el que les concedería la libertad.
– ¿Qué precio?
– Mi hija.
– Vete al infierno.
– Tú eres fanqui. Tiemblas con el mal de los sueños. Has causado la muerte de siete hombres hoy, así que no dormirás esta noche, me parece.
– No, Feng Tu Hong, te equivocas. Dormiré como un bebé mecido por su madre, porque me rodearán los brazos de Li Mei, y los pechos que rozarán mis labios serán los dulces pechos de tu hija.
– Que los murciélagos devoren tu carne esta noche, vástago de ramera del diablo, de apestosa boca.
– Escúchame, Feng. Si he venido a esta plaza hoy ha sido para dejarte claro que nada me hará renunciar a ella. Nada. Te lo digo bien claro: Li Mei jamás regresará a tu casa. Me corresponde a mí velar por ella.
– Ella es tu ramera, y supone una vergüenza para la memoria de sus antepasados.
– Se ha cambiado el apellido Feng, y ahora lleva el de su madre, Li, porque son tus negocios indignos los que le infligen negra vergüenza. Se pregunta cómo va a mantener los pies en la Senda Recta si todos los días debe hacer penitencia al saber que su padre destruye vidas de seres humanos con el humo de los sueños y con su insaciable violencia.
– El opio es barro extranjero. Fuisteis vosotros y los que son como vosotros quienes primero lo trajisteis hasta nuestras costas. Vosotros nos enseñasteis a hacer negocios. Y ahora los envíos por barco continúan todas las noches sin la ayuda de la información de Mason sobre los movimientos de los barcos patrulla. Van en busca de nuestras velas nocturnas. De modo que es por culpa vuestra por lo que pillarán a más hombres, y más hombres morirán. Uno a uno, en esta Plaza de la Mano Abierta.
– No, Feng. Su sangre está en tus manos. No en las mías.
– Bah, Tiyo Willbee, tú podrías salvarlos.
– ¿Cómo?
– Vuelve a salir con las barcas nocturnas.
– No.
– Te juro que sus gritos en la otra vida llegarán hasta tu celda de la cárcel y se colarán en tus sueños.
– ¿Quiere eso decir que has hablado con el cabrón de Mason?
– Por supuesto, he tenido ese honor. Me duele, porque no voy a tratar sólo con él, pretende hablar con vuestro sir Edward y entregarle a él tu pescuezo inútil. Dime, Tiyo Willbee, ¿quién se ocupará de tu puta china entonces?
Capítulo 41
Nevaba. Copos grandes, esponjosos, que se descolgaban de un cielo encapotado, blanco, y convertían el suelo en una superficie resbaladiza. Lydia avanzaba con prisa. No por la nieve, sino por Chang An Lo. No soportaba dejarlo solo en casa.
– ¿Pueden arreglarlo? -preguntó en el taller de la modista.
Madame Camellia sostuvo en alto el vestido verde y contempló su triste estado con la ternura de una madre ante un hijo perdido.
– Haré lo que pueda, señorita Ivanova.
– Gracias.
Luego al farmacéutico de Glebe Street, con su hilera de frascos altos azules y rojos en el escaparate. Más vendas, más ácido bórico, y yodo. Al salir del comercio del señor Hatton, la calle ya se había cubierto de un manto blanco, y escasos coches pasaban por ella, con un dedo de nieve en los techos. Lydia notaba los copos, que rozaban con suavidad sus mejillas, y parpadeaba cada vez que entraban en contacto con sus pestañas, camino de Wellington Street, del pequeño tenderete de la esquina. Una vez allí, en el mostrador, pidió una caja de fideos de arroz calientes y bai azi. Lo metieron todo en una bolsa de papel de embalar marrón, y ella emprendió a toda prisa el camino de regreso a casa.
– Lydia Ivanova.
Alzó la cabeza, desconfiada, y ante ella apareció la esquina de Ebury Avenue, que era donde ahora vivía. Apoyado en uno de los grandes plátanos distinguió la figura robusta de Liev Popkov.
– ¡Liev! -exclamó, encantada, y corrió a su encuentro.
Ahí estaba, de pie, sólido como el tronco que lo sostenía. Separó los brazos y la envolvió con ellos. Fue como si se la tragara un mamut peludo.
– Gracias, Liev, spasibo -susurró, con la cara apoyada en su pecho.
El abrigo era el mismo que había protegido a Chang de la lluvia el día de los muelles, y, en contacto con su piel, lo sintió frío, húmedo, tieso. Pero no le importaba. Se alegraba mucho de ver al gran ruso. Sin soltar la bolsa de comida caliente, lo abrazó hasta donde le dieron las manos, apretándolo con fuerza. De pronto, inesperadamente, una oleada de emociones surgió en su interior. Todo lo que había estado controlando estalló, y se vio agitándose y temblando sin control. Sus huesos se convirtieron en agua, y las piernas le habrían fallado si Liev Popkov no la hubiera estado sujetando contra su pecho.
El gigante gruñó, suave, tranquilizándola, mientras la nieve, silenciosa, se arremolinaba a su alrededor.
Pero como vino se fue. Sus huesos recuperaron su dureza. Lo abrazó con más fuerza aún, antes de apartarse y dedicarle una sonrisa nerviosa.
– Luchshye? -le preguntó él-. ¿Mejor?
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