– Gorazdo luchshye. Mucho mejor.

– Bien.

Y eso fue todo lo que dijeron al respecto.

– ¿Quieres entrar a conocer a Chang An Lo? A él le gustaría… darte las gracias. -Su lengua hacía esfuerzos por pronunciar las palabras rusas.

– ¿Entonces aún no ha muerto?

– No. Está vivo. Poydiom. Entra.

Le tiró del brazo, pero él no se movió.

– No, Lydia Ivanova. A mí tu chino me trae sin cuidado.

– Entonces, ¿por qué le ayudaste?

Él encogió sus hombros inmensos.

– Por ti. -Se sacó del bolsillo un fajo de billetes y los metió en el bolsillo del abrigo de Lydia, que al momento supo que se trataba de los doscientos dólares.

– No, Liev, son tuyos.

– No quiero que me pagues.

– Pero me has ayudado muchísimo. No lo entiendo. ¿Por qué arriesgar la vida buscando en los muelles?

El gigante se acarició el mentón, tirándose de la barba.

– Porque eres la nieta del general Nicolai Serguei Ivanov. -Se llevó la gran manaza al ala de su gorra de piel y saludó.

– ¿Qué?

– Es un honor para mí servirte.

– Espera un momento. ¿Me estás diciendo que conociste a mi abuelo?

Antes de que él pudiera responder, una explosión rasgó el aire un ruido estridente, fuerte, que retumbó en las costillas de Lydia. Al instante se elevó una columna de humo negro en el centro de 1a ciudad, sobre los tejados cubiertos de nieve, y no tardó en fundirse con los nubarrones grises.

– Bomba -dijo Liev Popkov al instante-. Vete a casa. De prisa. Bistra.

– Espera.

Pero él ya se alejaba a grandes zancadas. Lydia dio media vuelta y corrió hacia su nuevo hogar.


Chang suponía que regresaría con gesto asustado, pero no fue así.

– Tu amigo Alexei Serov decía la verdad. Las bombas han empezado a estallar.

– ¿Lo has oído?

– Se ha oído en todo Junchow.

Lydia había irrumpido en el dormitorio con una energía que él envidiaba, y en vez de llevar el miedo dibujado en el rostro, llegaba con una indudable inyección de chi. Resplandecía de chi. Tenía las mejillas coloradas, y los ojos le brillaban más que otras veces. Estaba centrada.

– Lydia -le dijo, sonriéndole-. Haces que todo el cuarto vibre. Más que la bomba.

Ella lo miró, sin saber qué pensar durante unos instantes, y entonces, inclinando la cabeza sobre la almohada en la que reposaba su cabeza, se echó a reír y le rozó casi con el pelo rojizo.

– A nosotros nos beneficia. Mientras los Serpientes Negras sigan en guerra unos con otros, nos dejaran en paz.

– Más allá de este dormitorio existe todo un mundo, Lydia. No puedes ignorarlo.

– Hoy sí puedo -replicó ella, esbozando otra sonrisa-. Toma, cómete esto.


Soñaba. Y los sueños eran siempre de fuego. A veces el fuego estaba en el pelo de Lydia, resplandeciente, parpadeante, pero en otras ocasiones ardía en su propia sangre, y lo quemaba. El fuego del dolor, y el fuego del odio. Juntos, lo consumían.

– Chang An Lo.

Abrió los ojos e, instintivamente, hizo ademán de retirarse. Una mano se acercaba a su rostro. Pero se trataba sólo de un paño húmedo que le acariciaba la piel, fresco, fragante. No una vara roja, silbante.

– Tranquilo -decía Lydia en voz baja-. Has tenido otra de tus pesadillas.

El corazón le latía con fuerza, y sentía náuseas, que se esforzaba por disimular. Sabía que ya había perdido toda credibilidad frente a aquella niña, que se había mostrado ante ella débil, incapaz, sin rastro de dignidad, pero se negaba a vomitar los fideos en la cama y tener que ver cómo ella lo limpiaba todo.

– Toma.

Una taza le rozó los labios. Dio un sorbo. Notó la amargura de las hierbas chinas, que le aliviaron. Los fuegos y las náuseas remitieron. Dio un sorbo más, y supo que había llegado el momento.

– Lydia.

– Cállate. No hables. Necesitas descansar. Si quieres, te leeré en voz alta.

– Los relatos de Shere Kan son fuertes. Pero tienes que leer a Mulan. Es famosa entre las leyendas chinas. Te gustaría, se parece mucho a ti.

– Pobre y flaca, quieres decir -replicó ella, sonriendo.

– No. Arriesgada. Y valiente.

Lydia se ruborizó, y ocultó las mejillas tras el pelo suelto.

– Te burlas de mí, Chang An Lo. Cuidado con lo que dices, que puedo echarte encima el contenido de esta taza, que huele a hiel de tiburón, o alguna otra cosa igualmente desagradable.

Él la miró, se fijó en el desafío que brillaba en sus ojos, en su perfecta redondez, en su color de miel caliente. ¿Cómo podía pensar que se burlaba de ella?

– Lydia, tengo que empezar a caminar.


Y caminó. Aunque aquello apenas si podía llamarse caminar. Apoyaba todo el peso en la muchacha-zorro, y no en sus inútiles piernas, que se desmoronaban tan pronto como él les pedía que hicieran algo que no fuera sostenerlo en pie. Parecían tan débiles e inestables como los fideos que aún se alojaban en su estómago. Se avergonzaba de ellas.

Con todo, ella le ponía las cosas fáciles. En primer lugar, le había traído una de las camisas largas, de rayas, que pertenecían al nuevo esposo de su madre, y que aunque resultaba demasiado grande para su cuerpo sin carne y le llegaba casi hasta las rodillas, lo que le hacía sentirse menos incómodo. Olía a lavanda, algo que le sorprendió, pero ella le dijo que había mucha gente que colocaba sacos de esa hierba aromática en los armarios roperos. A continuación, encendió una placa más de la estufa de gas, para que el aire estuviera más caliente y a él se le destensaran los músculos. Y, por último, le pasó un brazo alrededor del hombro para ayudarle a bajar de la cama, y lo atrajo mucho hacia sí, con la naturalidad de quien considera que el otro es una mitad del mismo todo.

Con el brazo por encima del hombro de Lydia, arrastró los pies hasta ponerlos en movimiento. Juntos, avanzaron lentamente hacia la puerta, y regresaron al punto de partida. Después se dirigieron a la ventana, para volver a regresar junto a la cama. Y a la estufa. Camina. Pie. Muévete. Talón. Dedos. Gira. Levántate. El avance era insoportablemente lento. La cabeza le daba vueltas en una espiral gris, y a veces perdía la visión, y no distinguía más que la negrura que tenía delante. Aun así, seguía caminando.

– Ya está bien por hoy -dijo Lydia-. Te vas a matar.

– Tengo los músculos muy débiles, Lydia. Debo proporcionarles fuerza -respondió él con apenas un hilo de voz.

– ¿Qué sentido tiene que te cure el cuerpo si luego vas tú y lo enfermas de nuevo?

– No puedo parar. No hay mucho tiempo.

– Pues tienes que hacerlo. Para ahora, por favor. Ya practicaremos un poco más dentro de una hora, cuando hayas descansado.

– ¿Me despertarás tú?

– Te lo prometo.

Entonces, Chang se derrumbó sobre la cama, y al instante se introdujo en un túnel de fuego.


– Tienes visita, Chang An Lo. Un invitado.

Antes de abrir los ojos, se llevó la mano al cuchillo de mango labrado que guardaba bajo la sábana. Le había pedido a Lydia que se lo trajera de la cocina la vez que había aparecido por la casa aquel visitante ruso, el que traía información sobre el Kuomintang. Si se le ocurría regresar, Chang no pensaba morir sin presentar batalla.

– Di hola.

Chang parpadeó, sorprendido, frunció el ceño, y esbozó una sonrisa. Resultaba imposible saber qué se traía entre manos la muchacha-zorro. Estaba ahí, de pie, junto a la cama, y sostenía en brazos un conejo blanco, que movía la nariz a un ritmo frenético, oliendo las hierbas que impregnaban el dormitorio, y tenía los ojos muy abiertos de la emoción, pero permanecía en sus brazos, y no parecía tener intención de escapar.

– Saluda a Sun Yat-sen.

– ¿Sun Yat-sen? No. Sun Yat-sen es el padre de la China revolucionaria. Se trata de un gran hombre, un hombre noble. Insultas su memoria poniéndole su nombre a un miserable animal.

– No, no, no seas tonto. Además, ¿cómo te atreves a decir que es un animal miserable? Pero si es un conejito adorable. Míralo. Es todo un honor para su tocayo.

Chang lo miró. Ciertamente, la criatura era un espécimen admirable. Tenía un cuerpo fuerte, musculoso, y su abrigo de pieles resplandecía, blanco como la nieve iluminada por el sol. Chang le envidiaba la buena salud de que gozaba. Y el lugar que ocupaba en los brazos de Lydia.

– Está bien, te saludo con respeto, Sun Yat-sen. -Inclinó la cabeza-. Es un honor para mí verte aquí, pero espero que algún día pueda verte en un plato. Con salsa hoisin y jengibre.

– ¡Chang!

Él se rió al verle la cara.


La noche era el momento más duro. Ella siempre le cambiaba los vendajes de las manos y las cataplasmas sobre las quemaduras del pecho antes de prepararlo para afrontar las largas horas de oscuridad.

Él no le hablaba del dolor que sentía, ni del rato que pasaba despierto después de bajar los párpados.

Pero no todo en el dolor era malo. Le proporcionaba algo en que pensar; cuando no pensaba en Po Chu.

Sentada en la silla, Lydia apoyaba la cabeza en el edredón. Él sentía su peso suave sobre su cadera, aunque apenas veía más que un vago perfil en la oscuridad. Despacio, llevó la mano derecha al cuchillo que guardaba bajo la sábana. Le había pedido que le quitara el vendaje de esa mano, que se cubría sólo con una gasa fina que dejaba al descubierto los tres dedos que le quedaban, además del pulgar. Libres y móviles. El sulfuro del farmacéutico había eliminado gran parte de la ponzoña, y los gusanos habían desaparecido hacía tiempo, de modo que la extremidad había recobrado casi su tamaño normal, y ya podía sostener cosas con ella.

Como un ladrón que robara un pollo de un gallinero, él le robó un mechón de pelo. Cuando el cuchillo cortó un rizo de la nuca, temió que ella emitiera un grito de dolor. Pero no fue así: se limitó a murmurar algo en sueños. Chang se preguntó qué imágenes ocupaban su mente. Ocultó el rizo bajo el colchón, y después le acarició la cabeza con la delicadeza de una pluma. Ella volvió a musitar algo, y su cuerpo, incómodo, se agitó en la silla. Los dedos de él avanzaron para posarse en aquellos labios, y sintió el calor de su aliento. Cerró los ojos, y volvió a pasar los dedos por el mechón de su pelo, pero no tuvo suficiente. El deseo que sentía por ella era como una cueva abierta en medio de su pecho. Sin hacer caso de las protestas de dolor que recorrían sus manos y alcanzaban sus axilas, le levantó la cabeza, y la colcha en que se apoyaba, y arrastró todo su cuerpo hasta la cama. Una vez allí, la cubrió con el edredón.

Contuvo el aliento, pero ella no despertó y, en sueños, balbució:

– He echado a perder el vestido.

Chang sonrió al oírlo, y al momento la respiración de la muchacha-zorro volvió a acompasarse.

Se dijo que Lydia no se enfadaría. Había una manta y una sábana entre su cuerpo y el de ella, y además estaba vestida, de modo que no era nada indecente. Pero sabía que su madre la mataría si la encontraba allí, de ese modo, lo que implicaba que sí, que era algo indecente. Pero el calor de su cuerpo, en contacto con su carne, era tan agradable… Había dicho la verdad al afirmar que ella lo curaría. No las hierbas ni las pociones. Ella. Su olor cálido bastaba para limpiarle la sangre. Lo sentía.

En la oscuridad, la rodeó con un brazo y la besó

Capítulo 42

Fue consciente del calor. Pero al estirarse como una gata, al sol de la mañana, al instante se dio cuenta de que estaba tendida. En su cama. Abrió los ojos y se encontró con su rostro a apenas unos centímetros del suyo, observándola. Otra vez.

– Buenos días -le dijo él en voz muy baja.

– Hola, ¿cómo he llegado hasta aquí?

– Te hacía falta dormir, y no en una silla. ¿Te sientes mejor?

– Mucho mejor. ¿Y tú? ¿Has dormido bien?

– Sí.

Lydia sabía que le estaba mintiendo, pero le parecía tan raro mantener aquella conversación ahí, boca arriba en la cama con él, que optó por no contradecirlo. Él se acercó aún más y le rozó una oreja durante un instante brevísimo. Lydia notó que la hinchazón de sus dedos era mucho menor, y deseó que volviera a acariciarle la oreja. La oreja, la cara, lo que él quisiera. Desde tan cerca le veía el bozo de la mandíbula, aunque no tan cerrado como el de Alfred. No tenía ni un pelo en el pecho, y al constatarlo supo que le gustaba así, que le gustaba aquella suavidad.

Permanecieron en silencio, mirándose. No se trataba de un silencio incómodo, tenso, interminable, y parecía tan natural como la luz del sol que se colaba bajo la cortina, de modo que cuando ella, al cabo de un rato, se inclinó sobre él y le besó los labios, no existió el menor rubor, sino sólo una sensación de plenitud. Y un deseo imperioso de más. El deseo era tan fuerte que el cuerpo le dolía. Pero cuando menos lo esperaba, él cerró los ojos y la rechazó. Su decepción fue tal que tuvo que tragar saliva, pero se recordó a sí misma que estaba enfermo, gravemente enfermo, y que necesitaba reposo. Cuando se levantó de la cama, él no trató de impedírselo.