Permaneció tendido, respirando profundamente, como si le doliera el pecho, la cabeza oscura e inmóvil sobre la almohada que todavía conservaba la huella de la suya.

Recogió deprisa algo de ropa limpia y se metió en el baño. «Gospodi!» Debía de apestar. Llenó la bañera y vertió en ella un chorro del baño de espuma de su madre, de un color verde intenso. Se metió dentro y se frotó con fuerza. Para quitarse el dolor. Después se envolvió el pelo húmedo en una toalla y se puso el vestido limpio y el cardigan de lana nuevo que Valentina le había comprado, muy suave y de un amarillo pálido.

Se miró en el espejo colocado sobre el lavabo, intentando ver lo que Chang vería, pero no pudo. Sus huesos se habían recubierto de algo de carne, lo que era una mejora. Y le parecía que su madre tenía razón, porque en los últimos meses, la buena alimentación, que se debía a Alfred, no sólo le había redondeado la cara, sino también los pechos. No los tenía tan bonitos como los de Polly. Todavía no.

Sonrió. Mirándose al espejo. Y lo que vio le causó sorpresa. Era una sonrisa nueva por completo.


Cuando sonó el timbre esa vez, a Lydia no le sorprendió del todo. Casi lo esperaba.

– Será Polly -dijo, y bajó a abrir la puerta principal.

– Hola, Lyd, he venido a ver cómo te va. ¿No te sientes sola?

– Oh, Polly, la verdad es que ahora no me viene muy bien. Estaba…

– Hola, Lydia, cielo, te ves muy bien, hazme caso. La verdad es que estás radiante. Y ese color te sienta de maravilla.

– Gracias, señora Mason. No tienen por qué venir a ver cómo estoy, de veras. Me va muy bien.

– Sólo quería asegurarme de que te defiendes bien sola, como le prometí al señor Parker. Temíamos que la bomba te hubiera asustado ayer. ¿Verdad, Polly?

– Yo no me asusté. A mí me pareció emocionante -dijo Polly sonriendo-. Y le dije a mamá que tú tampoco te asustarías.

– ¿Tienes tiempo para tus favoritos? -Anthea Mason le alargó los dulces que sostenía y esbozó una sonrisa pícara-. Son macaroons.

Lydia no estaba precisamente de humor para macaroons.

– Mamá los ha hecho especialmente para ti -comentó Polly, y se le iluminó el rostro al ver que su amiga se retiraba para dejarlas entrar en el vestíbulo. Las sentó en el salón.

– ¡Qué habitación tan bonita! Los colores son adorables -comentó Anthea Mason con voz alegre. Lydia le echó un vistazo.

– Los colores los eligió mamá, y los muebles son del señor Parker.

El mueble bar y el chesterfield de cuero eran algo oscuros y siniestros para su gusto, pero su madre ya había empezado a suavizar su impacto aportando sus toques personales, con cojines y cortinas de telas cálidas. Con todo, en ese momento, la cabeza de Lydia estaba en otra parte. Se había quedado de pie, al borde de la gruesa alfombra china.

– ¿Cómo está Sun Yat-sen?

– Bien.

– ¿Y el cocinero? ¿Te cuida bien?

– Sí.

– Así que comes como Dios manda.

– Sí.

– Pero estoy segura que te quedará algo de sitio para éstos, ¿verdad, querida?

– Sí, gracias.

– ¿Una taza de té, tal vez?

– Está bien. Iré a prepararlo.

– Pídele al cocinero que lo prepare, querida. Ya sé que has dado fiesta al criado, aunque sigo sin entender por qué.

– No tardaré.

Se dirigió rápidamente a la cocina, preparó el té de cualquier manera, lo puso en una bandeja negra y lo llevó al salón. Y al entrar quedó petrificada.

– ¿Dónde está Polly?

– Oh, creo que ha subido a tu dormitorio a echarle un vistazo, cielo. No te importa, ¿verdad?

Lydia soltó la bandeja y salió corriendo.


Pero ya era demasiado tarde. Polly estaba en el dormitorio. Tenía las mejillas muy coloradas y estaba absolutamente rígida, observando a Chang An Lo. Él, tendido en la cama, sostenía el cuchillo.

– Maldita sea, Polly, deberías haber esperado. -Lydia sostuvo a su amiga por el hombro y la giró hacia sí-. Escúchame bien. No puedes contar nada. ¿Me oyes? No puedes decírselo a nadie. Ni siquiera a tu madre.

Polly volvió a fijarse en Chang, al que miraba como habría mirado a un tigre que hubiera encontrado en la cama de su amiga.

– ¿Quién es?

– Un amigo.

Polly abrió mucho los ojos.

– No será el del callejón. El comunista.

– Sí.

– ¿Y qué está haciendo aquí?

– Está herido. Polly, si se lo cuentas a alguien, será muy peligroso para él. Debes guardar silencio, si no lo pillarán y lo matarán.

Polly ahogó un grito y, con gesto brusco, automático, se levantó el flequillo, dejando al descubierto un cardenal muy feo que tenía en la frente. Al verlo, Lydia se enfureció.

– Y no le digas nada a tu padre sobre Chang An Lo, ¿de acuerdo? Prométemelo. -La abrazó-. Tranquila, no te preocupes, que no hemos hecho nada malo.

Polly la miró, incrédula.

– ¿No te parece que meter a un chino en tu cama mientras tu madre está de viaje está mal?

– No, me limito a cuidar de él, eso es todo, y no hay nada malo en ello. Además, se irá tan pronto como se sienta mejor, te lo juro. -Lydia miró a Polly fijamente a los ojos, y en ellos vio algo que hizo que el alma se le cayera a los pies.

– Sigo pensando que está mal -insistió Polly en voz baja.

– Por favor, Polly.

– Pero si se lo contara a mi madre…

– No, no se lo digas a nadie. Debes mantener silencio sobre lo que has visto. -Rodeó la muñeca de su amiga con la mano, y le dio un ligero apretón-. Hazlo por mí. -Le dio un beso en la mejilla-. Por favor, Polly, hazlo por mí.


– He estado pensando -dijo Lydia mientras servía de apoyo a Chang An Lo, que avanzaba con dificultad por la habitación-. Ya se me ha ocurrido qué vamos a hacer el sábado.

Chang sudaba copiosamente. El esfuerzo le estaba matando, pero no se detenía.

– El sábado me voy.

A ella se le hizo un nudo en la garganta. Era la primera vez que lo verbalizaba.

– No, a eso me refería. No hace falta que te vayas. Puedes quedarte.

El volvió la cabeza y la miró, esbozando una sonrisa burlona.

– Sí, claro. Tu madre y tu nuevo padre me darán encantados la bienvenida a su casa en calidad de invitado.

– Quiero que te quedes.

Él la atrajo más hacia sí con el brazo que se apoyaba en sus hombros, aunque sin dejar de caminar.

– Verás, he pensado que puedes quedarte en el cobertizo, el que ahora ocupa Sun Yat-sen. Le he puesto un candado, de modo que nadie podrá entrar en él, excepto yo. No sabrán que tú estás dentro. Alfred y mi madre estarán tan ocupados el uno con el otro que no se fijarán, y he trasladado todos los utensilios del jardinero al garaje, y así…

Él ahogó una risita, un sonido malicioso y alegre y tan lleno de vida que a Lydia se le aceleró el pulso de emoción.

– Te adoro, Lydia Ivanova. -Volvió a reírse-. Ni los dioses pueden detenerte.


No había dicho que no. Eso era lo que importaba. No había dicho que sí, pero tampoco que no. Y a eso se aferraba.

Por la noche estaba agotado, y pareció sumirse en un sueño profundo e inquieto. Gemía y balbucía cosas en sus pesadillas, pero hablaba en mandarín. A los dos les había alterado sobremanera la intromisión de Polly, pero Lydia le había asegurado que su amiga no diría nada. Ella se alegró de que su propia voz sonara tan convincente, y le habría gustado creer en sus propias palabras. El asombro de Polly había sido mayúsculo, y no sabía cómo reaccionaría cuando tuviera tiempo para reflexionar sobre lo sucedido.

«Polly -murmuró para sus adentros-, no me decepciones.»

La noche se acercaba, y miró por la ventana antes de correr las cortinas. A pesar de la situación precaria en la que se encontraba, se sentía extraordinariamente a salvo. Sabía que se trataba de algo absurdo, tanto que no pudo reprimir una carcajada. Tenía en su cama a un conocido comunista, su madre estaba a punto de regresar acompañada de su nuevo padrastro, un hombre quisquilloso que pondría su mundo patas arriba… Y sin embargo… se sentía bien.

Observó a un faisán moteado que avanzaba sobre la nieve, en el jardín trasero, picoteando en busca de gusanos, y por primera vez en su vida pensó en la importancia de contar con un refugio. De haber dejado de ser una criatura hambrienta, a la intemperie. Apartó la mirada de la escena invernal y se concentró en la habitación. Estaba caldeada, y su iluminación tenue provenía de la lámpara verde. Sobre la bandeja quedaba algo de comida, y un camisón blanco aguardaba doblado en una silla. Se suponía que así era como debía vivir la gente. Pero ella sabía que no era el camisón ni la bandeja lo que hacía que se sintiera tan bien.

Era tener a Chang An Lo en la cama.


Él la despertó en plena noche.

Lydia estaba tendida en la cama. Como la noche anterior, bajo el edredón, pero encima de la manta. Se había cepillado los dientes, se había puesto el camisón y ocupado su posición, junto a él, que ya dormía. La lámpara estaba apagada, y entre la mezcla de sombras silenciosas que ocupaban el dormitorio, sus sentidos se aguzaron. Oía la respiración de Chang, y hasta ella llegaba el olor masculino de su piel. No tenía prisa por quedarse dormida.

– Lydia -susurró él, agarrándola del brazo con fuerza.

Ella despertó al instante.

– ¿Qué sucede? ¿Te duele más?

Chang estaba temblando. Lydia oía el castañetear de sus dientes. Se incorporó en la cama.

– No -respondió él-. Es sólo el dolor de los sueños.

Ella se tendió a su lado y le pasó el brazo por el pecho, abrazándolo con fuerza. Incluso a través de la manta sentía los latidos de su corazón. Él apoyó su mejilla húmeda en la frente de Lydia, aspiró hondo y soltó el aire muy despacio. Durante un largo rato, permanecieron en esa posición.

– Nunca me lo has preguntado -dijo él al fin, envuelto en la oscuridad de la habitación.

– ¿Preguntado qué?

– Qué sucedió.

– Creía que, si querías que lo supiera, me lo contarías tú.

Él asintió.

– Pero, tal vez, si me lo cuentas ahora, te liberarás, y dejarás de tener pesadillas.

Chang volvió a aspirar hondo, y cuando habló lo hizo con voz dura, grave.

– No hay mucho que contar. Fue muy sencillo. Me desnudaron y me metieron en un baúl de metal. Sobreviví. Tres meses, tal vez más. No lo recuerdo bien. Era una caja con agujeros para que entrara el aire. De la longitud de un brazo, y de la misma altura. Me alimentaban cuando les parecía, es decir, casi nunca. Sólo me sacaban del baúl para divertirse. Para cortarme los dedos, o el pecho. Y otras cosas. No quiero que tus oídos lo oigan.

Lydia levantó una mano y le acarició la mejilla, el cuello… caricias largas, lentas. Pero no dijo nada.

– Un día se descuidaron. Dejaron los puñales demasiado cerca mientras jugaban a sus jueguecitos conmigo. Creían que era un muerto viviente. Que no suponía la menor amenaza para ellos. Pero se equivocaban. Mi mano aún sabía cómo se clavaba un filo en una barriga bien alimentada.

Se detuvo. Había dejado de temblar. Lydia sentía que su ira era como una capa de acero bajo la piel.

– Escapé. Pero no podía acudir a ningún amigo en busca de ayuda. Habría sido demasiado peligroso.

– De modo que recurriste a Tan Wah.

– Sí. No lo conocía nadie. Las cabañas las usan los adictos al opio. Nadie más va hasta allí. Pensé que era un lugar seguro. -Dejó escapar un gemido grave-. Me equivocaba.

– No, Chang An Lo, no, tenías razón. Si murió fue por mi culpa. Por culpa de mi estúpido abrigo, y por la avaricia de otra persona. Lo siento.

– Los dos lo sentimos; Tan Wah -susurró él.

El silencio duró poco, porque ahora era Lydia la que sentía que su ira luchaba por salir a la superficie.

– ¿Quién te hizo esas cosas? ¿Quiénes son «ellos»? ¿Los Serpientes Negras? ¿El Kuomintang? Dímelo.

Chang movió la cabeza sobre la almohada y la miró. La oscuridad le impedía distinguir la expresión de su rostro, pero Lydia le tocó la cara y descubrió, asombrada, que sus labios se curvaban componiendo una sonrisa.

– ¿Por qué quieres saberlo? ¿Vas a salir a matarlos para vengarte en mi nombre?

– Eso es lo que merecen.

Chang se rió en voz baja y se acercó más a ella.

– ¿Es difícil matar a alguien? -le preguntó Lydia en un susurro.

– Lydia, si no tuvieras más remedio, matarías a un hombre.

Y entonces la besó, y esa vez no fue un beso tierno, sino fiero, ávido, un beso que recorrió todo su cuerpo, como un dolor.

– ¿Quién fue? -volvió a preguntar ella cuando recobró el aliento.

– Nunca te rindes.

– ¿Quién?

– Fue Feng Po Chu. Su padre, Feng Tu Hong, es el jefe de las Serpientes Negras y el presidente del Consejo.

– ¿Po Chu? ¿El que robó los explosivos? ¿Y por qué te hizo esto?