– Porque yo hice algo que le hizo perder autoridad.

– ¿Qué hiciste?

Chang permaneció en silencio unos momentos, y ella pensó que iba a mantener el secreto, pero al poco, muy despacio, retomó la conversación.

– Lo llevé desnudo y atado en presencia de su padre y le hice suplicar. Creía que contaba con la protección de Feng Tu Hong, pero… -Se detuvo, y resiguió la línea de su oreja con el dedo- estaba equivocado.

Lydia recordó entonces que el señor Theo le había hablado del pacto que Chang había alcanzado con Feng, y asintió.

– Gracias. Ahora ya lo sé.

Tras reflexionar unos instantes, Lydia se apartó de él, se levantó, se acercó a la lámpara verde y la encendió. Cuando regresó a la cama, permaneció inmóvil unos instantes, observándolo fijamente. Entonces, lentamente, se quitó el camisón.

Y vio que los ojos negros de Chang se llenaban de deseo.


Lydia levantó la sábana y se tendió en la cama, junto a su cuerpo desnudo. Estaba caliente. Como la seda, y rozaba un costado entero de su piel. Le acarició la mano vendada, suavemente, las costillas, las caderas. Conocía aquel cuerpo a la perfección, cada hueso, cada músculo.

Pero de pronto, tontamente, se sintió incómoda. No sabía cómo seguir. El corazón le latía con fuerza, y temía que él lo oyera, pero cuando ya pensaba que estaba haciendo el ridículo más espantoso al meterse en la cama como si fuese una vulgar puta, él se dio la vuelta y, apoyado en un codo, le estudió el rostro con gesto oscuro, serio, tan intenso que ahuyentó todos sus temores.

Despacio, los labios de Chang encontraron los suyos. Tímidamente al principio. Besos pequeños y demorados en la boca, en la punta de la barbilla, en las comisuras de los ojos, sobre los pómulos. Aquellos besos hicieron que todo su cuerpo se llenara de algo que era casi un dolor, de un calor furioso y muy intenso. Brotaba en sus labios, en las puntas de sus pechos, y le descendía por las piernas. Le dolían los pezones. Se oyó gemir con una especie de maullido que no había oído antes.

– Lydia -murmuró él, que volvía a tomar posesión de su boca y le acariciaba los pechos desnudos, y en círculos lentos y juguetones buscaba la curva de su vientre.

Fue como si su piel se convirtiera en otra cosa. Tan viva que escapaba a su control, muy pegada al cuerpo de Chang. Sus caderas se encajaban a las suyas, y ella también tocaba, buscaba, acariciaba cada uno de los huesos de su espalda, las clavículas planas, la curva de las nalgas. Sus labios se abrían al contacto de sus labios, y la sensación inesperada de las lenguas entrelazadas le hicieron estremecerse de delicia y asombro, tanto que él se detuvo, alzó la cabeza y la miró, preocupado.

Pero ella se echó a reír, una risa que era casi como un ronroneo, y le rodeó el cuello con los brazos, atrayéndolo hacia sí una vez más. Los labios de Chang exploraban su cuello con unos besos abiertos, como si quisiera comérsela, y con la lengua empezó a lamerle los pechos, saboreándola, descubriéndola, haciendo que las líneas de su cuerpo se fundieran hasta encajar a la perfección con las suyas. Lydia se asombraba al sentir que dos cuerpos fueran capaces de aquello, de convertirse en uno solo.

Mientras él hundía la cabeza sobre sus pechos, ella le pasaba la lengua por la nuca, mordisqueando el vello corto, las primeras vértebras, la piel. Olía a hierbas. Pero el sabor salado la excitó en lo más íntimo. Cuando Chang se metió un pezón en la boca, su temperatura interior alcanzó una cota casi irresistible. Bajó la mano hasta donde notaba que el pene de él se apretaba con fuerza contra su muslo. Pero, al envolverlo con sus dedos, se sobresaltó. Ése no era el pene que reconocía, el que había acunado en su mano anteriormente. Era distinto. Demasiado grande. ¿Cómo podía ser tan suave algo tan duro?

Apenas lo rozó con la mano, a él se le escapó un gemido. El miembro saltó entre sus dedos, como si unas descargas eléctricas recorrieran sus venas azuladas, y ella misma sintió unos deseos irrefrenables de sostenerlo, de cuidarlo, de protegerlo, de poseerlo para siempre. Fue como si fuera parte de ella. Como si todo él fuera una parte de ella.

De pronto supo que no podía esperar más. Le cogió una mano y se la colocó entre las piernas. Al instante él alzó la cabeza para que la boca y la lengua se fundieran con las de ella, y con los dedos empezó a acariciar el núcleo húmedo que ocultaba entre los muslos, suavemente al principio, con más firmeza después. Ella gemía, y por debajo de sus gemidos oía un gruñido grave, ahogado, que era él. Perdió la noción del tiempo. Un minuto, una hora, no lo sabía. Le pasó una pierna por la cadera, y sintió que el pene se apretaba mucho contra su hendidura, caliente, vibrante, ávido.

Y de pronto él estaba encima, besándole los párpados hasta que ella abrió los ojos y se topó con su mirada oscura, que la contemplaba con tanta ternura, con tanto anhelo, que ella supo que recordaría aquellos ojos hasta el día de su muerte. Sus bocas se unieron una vez más.

– Mi dulce amor -susurró él-. Dime que esto es lo que quieres.

A modo de respuesta, ella levantó mucho las caderas, para que la punta de su ser entrara en ella, y oyó que él aspiraba muy hondo. Le mordió un labio y despacio, suavemente, con extremo cuidado, penetró en ella. Durante un instante un dolor agudo la hizo gritar, pero él la atrajo hacia sí, murmurando, susurrando, besándola.

Lydia apenas podía respirar. Todo pensamiento cesó. Todo su mundo se convirtió en ese instante. Un calor agudo que recorría todo su cuerpo y que, ardiente, abría nuevos senderos en su carne. Y en la carne de él. En la carne de los dos. Que convertía sus dos carnes en una sola. Y cuando el clímax final y tembloroso los desgarró a los dos, ella creyó que moría, literalmente. Y que los dioses de Chang An Lo se la llevaban a un nuevo más allá.


No hubo pesadillas. Esa noche no. Ella se las había llevado.

Chang An Lo no podía apartar los ojos de ella, a pesar de la oscuridad. Lydia había apoyado la cabeza en su hombro, y mientras dormía él apretaba la mejilla contra su pelo, para sentirlo otra vez, para acariciar sus llamas. Su mente se adelantaba, se retorcía, trataba de verle la cara oculta al futuro, pero él la hacía regresar. Al presente. A ese momento. A ese ahora. A ese punto perfecto de tiempo.

Se esforzaba por centrarse. Por aclarar sus sentidos. Pero sólo sentía la alegría de estar con ella, la maravilla física de ella, su olor dulce. Su muchacha-zorro. Revivía mentalmente cada segundo ahí tendido, en las horas previas al alba. Volvía a oír los débiles grititos de placer. Sentía sus dientes apretados contra su cuello. Los músculos fuertes en su interior. Ese momento de certeza en el que…

No. Apartó su mente y se obligó a regresar al presente. No en lo que había sucedido. Ni en lo que estaba por venir. En el ahora. Respirar cada bocanada de aire por completo, sin pensar en la siguiente. Los dioses le habían proporcionado un tesoro al que pocos se acercaban a lo largo de una vida. Y no pensaba malgastarlo temiendo que viniera algún ladrón y se lo robara mañana, o pasado mañana. Le rozó la frente con los labios, y los dejó ahí, apoyados contra su piel, tibia y olorosa de sueño. Clavó los ojos en la mata oscura de su pelo, y escuchó su respiración. Debía aclararse las ideas. Pensar qué era lo mejor para ella.


– ¿Estás cansado?

Unos ojos enormes. Unos pozos inmensos de luz ambarina.

– No. -Chang le sonrió en la oscuridad, tendido a su lado, con la cabeza apoyada en la almohada-. Me siento mejor. Mucho mejor. Fuerte por dentro una vez más.

– Bien.

Él le besó la oreja.

– Tienes unas orejas perfectas. Dos valiosos rizos de porcelana.

Ella se echó a reír y le pasó la pierna por encima. Chang se excitó al instante. Le acarició el pecho y sintió que sus músculos, bajo la piel, volvían a la vida. En esa ocasión ella le facilitó las cosas. Se sentó a horcajadas sobre él y se meció con ritmo acelerado, mientras él, con la mano, le acariciaba los pechos hinchados, firmes, duros, que eran una invitación constante para su lengua. Le observaba el rostro móvil, expresivo, que decía tantas cosas. Fijó en su mente aquella imagen, como un pintor que pintara un delicado plato de porcelana.

La libertad de su pasión, su manera de echar el pelo hacia delante, de pegar sus labios a los suyos, de arquearse sobre él con franco deseo, eran cosas nuevas para él, y despertaban su anhelo de ella más y más. Pero también le conmovían, llegaban a un punto de su ser al que nadie había llegado. Y se preguntaba, mientras le acariciaba los costados y la veía temblar, si no sería él el virgen.

Capítulo 43

Lydia seguía acostada, inmóvil. No quería alterar la oscuridad.

Todo había cambiado. Incluso la almohada olía distinto. Sentía como si le hubieran cambiado el cuerpo por otro nuevo de la noche a la mañana y debiera familiarizarse con él por completo, pues su cuerpo sabía y hacía cosas por instinto que su mente sólo era capaz de observar, presa del asombro. Ese cuerpo carecía de pudor, y más bien se regodeaba en aquellos actos extraordinarios de intimidad. Y a ella le admiraba que no supiera lo que era la vergüenza de la desnudez, ni siquiera bajo la mirada atenta de un hombre.

Y no un hombre cualquiera, sino un chino.

¿Qué diría su madre?

Sonrió, y una burbuja de risa abandonó su boca y se asomó a la habitación silenciosa. Imaginó el rostro de Valentina si entrara en ese instante, los ojos y la boca redondos de estupor primero, después muy finos, moldeados por la ira. Con todo, nada de todo eso lograba impresionarla. Ya no, metida en ese nuevo cuerpo. En ese cuerpo deseable. En ese cuerpo que no se avergonzaba. Dobló las extremidades, estiró los dedos de los pies, desperezó los músculos recién despiertos que tenía entre las piernas y la zona inferior del abdomen, y sintió un leve dolor en ellos. No, no era exactamente dolor, sino un delicioso calambre que le recordaba lo que le había sucedido. Aunque no se trataba de algo que pudiera olvidar así como así.

Ya no era virgen. La idea sólo provocó en ella un escalofrío de placer, a pesar de saber que su madre se pondría furiosa y le diría que ningún hombre la querría, pues ahora su mercancía se había echado a perder.

Aquello era una estupidez de tal calibre que no pudo reprimir una sonrisa. Era todo lo contrario: había pasado de ser un producto anodino que se guardaba al fondo del estante a un artículo nuevo y resplandeciente. Brillante, iluminado por dentro. ¿A quién le importaba lo que dijeran los demás hombres? Se estremeció de asco al pensar que otro hombre pudiera tocarla. Era a Chang An Lo a quien deseaba. A nadie más.

Acercó el oído a la boca de su amado para asegurarse de que seguía respirando. No se fiaba del todo de sus dioses. Tal vez lo quisieran a su lado. Pero ella lo quería más.

– Hora de desayunar, amor mío. Sí, ya sé que ni siquiera es de día -añadió, entre risas, señalando la negrura de la ventana-. Pero es que me muero de hambre.

Él sintió que el calor de su cuerpo desaparecía de su lado.

– Yo sólo quiero comerte a ti -dijo, sonriendo.

– No. Hoy te toca huevo duro y tostadas. Debo mantenerte con fuerzas. Nunca se sabe cuándo puedes volver a necesitarlas.

Se alejó de él emitiendo una risita maliciosa, encendió la luz y se metió en el baño. A él seguían impresionándole los lujos de las casas occidentales. La oía llenar la bañera mientras canturreaba. Y aunque sonrió, sabía que debía prepararla.


– Háblame de tu infancia.

Lydia estaba sentada al borde de la cama, con las piernas cruzadas, comiéndose los restos de algo que se llamaba pudín. De vez en cuando se echaba hacia delante y le metía una cucharada en la boca. A él, aunque no decía nada, le parecía demasiado empalagoso, y no comprendía que a ella le entusiasmara tanto, pero disimulaba.

– Mi infancia -dijo él- estuvo rodeada de lujos. Tutores, sirvientes y esclavos. Mi padre era un gran mandarín. Una pluma de pavo real en el sombrero y tejas doradas en el tejado como signo de superioridad. Era un asesor muy valorado de la emperatriz Tzu Hsi, pero después de que Sun Yat-sen…

– ¿Mi conejo? -sonrió ella.

– Después de que el verdadero y noble Sun Yat-sen pusiera fin a la dinastía Ching en 1911, mi familia se libró de la muerte. Y eso sólo porque al nuevo gobierno central le hacían falta los conocimientos financieros de mi padre. Pero -Chang notó que el rostro se le tensaba y perdía expresión- los señores de la guerra se rebanaron los pescuezos los unos a los otros, y fueron a por él.

– ¿Y tu familia?

– Muertos. Todos muertos. Decapitados en Pekín. Por orden del general Yuan Shi-k'ai.