Mentalmente, Lydia arrancó todos los alfileres que había clavado en la A mayúscula que había escrito la noche anterior en aquella hoja de papel. Y, sin mediar palabra, abandonó el vestíbulo.


– Los soldados. Están aquí. Deprisa.

Pero él ya se había puesto en marcha. Había abandonado el calor de las mantas y estaba de pie, luchando por mantener el equilibrio.

Ella se acercó a él y lo besó con urgencia, brevemente.

– Esto es para darte fuerzas -le dijo, sonriendo.

– Mi fuerza eres tú -respondió él, antes de coger la chaqueta. Ya estaba vestido del todo, y se había puesto incluso las botas. Estaba preparado para cuando llegara el momento.

Lydia vio entonces el zurrón que ella misma le había llenado de medicamentos la noche anterior, y le pasó un brazo por la cintura.

– Vamos.

– No. -La fiebre le había nublado la vista, pero no los sentidos-. Borra nuestras pistas -dijo, señalando las mantas.

Ella las cogió al instante, y junto con la bolsa de agua caliente las metió en unos sacos polvorientos que había apoyados en la pared. Cuando lo hubo hecho, cogió un montón de paja del conejo y la echó encima, para disuadir a posibles manos curiosas.

– Gracias, xie xie, Sun Yat-sen -declaró Chang, solemne.

Lydia se habría echado a reír, pero había olvidado cómo se hacía.


La nieve los salvó. Descendía girando en grandes copos ligeros que emborronaban el mundo. Los suelos se volvían traicioneros, y los sonidos se amortiguaban, mientras los coches y la gente aparecían desenfocados, inmersos en aquel mundo blanco, giratorio. Franquearon la puerta del jardín abierta. Salieron a la calle principal. Y corrieron.

Jamás supo cómo lo logró Chang. El frío le laceraba el rostro. No llevaba abrigo, sólo un suéter grueso, pero ésa era la menor de sus preocupaciones. Las tropas del Kuomintang estaban en la casa, y una vez que la encontraran vacía, ¿qué harían? Saldrían a buscar. No dejaba de mirar atrás, pero no distinguía ninguna figura, y se aferraba a la convicción de que, si ella no podía verlos, ellos no podían verla a ella. ¿O no era así? La nieve convertía el aire en una sábana blanca, densa, que impedía la visión más allá de unos pocos metros, y hacía que todo el mundo caminara deprisa, con la cabeza gacha, sin prestar atención a dos personas que se apresuraban por la calle helada.

Tenía que pensar. Lograr que su mente funcionara por los dos.

¿Adónde ir?

Sus pies resonaban en la calle al unísono, veloces, y el corazón de Lydia se movía al mismo ritmo. Había pasado el brazo alrededor de la cintura de Chang, para sostenerlo firmemente a su lado, y sentía que él trataba de no cargar el peso contra ella, pero en una ocasión tropezó. Su mano herida se posó en el suelo con fuerza, pero él no dijo nada; se levantó y siguió corriendo. Cuanto más corrían, inmersos en una huida caótica, más lo amaba ella. Chang tenía tanta fuerza de voluntad… Y había una gran calma en su centro que le permitía controlar el dolor y el agotamiento. Sólo el músculo que temblaba en su mandíbula lo delataba.

Pensar. Pero era difícil pensar cuando todo resbalaba y se desmoronaba en su interior.

Descendieron por Laburnum Road y giraron a la izquierda. Después a la derecha, e inmediatamente a la derecha otra vez, zigzagueando para despistar a quien pudiera perseguirlos. Ella respiraba entrecortadamente, a bocanadas. Cuando arrastraba a Chang An Lo para ayudarle a cruzar la calle, estuvieron a punto de ser atropellados por una bicicleta que surgió de la nada, derrapando sobre la nieve. El corazón le latió con más fuerza al constatar lo cerca que podían estar de ellos los soldados sin que lo supieran.

No se le ocurría ningún lugar al que ir que no fueran los muelles. La vieja cabaña de Tan Wah, si es que seguía en pie. Liev Popkov le había destruido el techo, pero era mejor eso que nada, cualquier cosa era mejor que nada. Pero estaba muy lejos. Chang parecía cada vez más débil, y le fallaban los pies.

– Al muelle -murmuró ella, y su aliento asomó al aire helado en forma de vaho.

Él volvió a asentir. Para no malgastar el aire.

Lydia dejó de correr y empezó a andar deprisa. No iba a permitir que se le muriera ahí mismo. Se dirigieron colina abajo. Ya sólo tenían que superar el gran cruce que formaba la confluencia de Prince Street con Fleet Road, y descender recto hasta los embarcaderos, pero al acercarse a la intersección vio a dos policías en una esquina, justo delante de ellos. Uno llevaba uniforme británico, y el otro era francés. Iban cubiertos con sus capas azul marino, y tenían las cabezas muy juntas.

Sin detenerse, condujo a Chang a través del denso tráfico hasta el otro lado de la calle, alejándose de los uniformes, y creyó que se había librado de ellos. Pero la cabeza del inglés se alzó, y la miró directamente. Acto seguido se fijó en Chang. Le dijo algo a su colega y, al momento, los dos se pusieron en marcha en dirección a ellos, abriéndose paso entre la nieve que no dejaba de caer. Lydia no podía echar a correr, dado el estado de Chang An Lo. Lo que hizo fue tratar de inventar un buen motivo por el que una muchacha blanca pudiera ir dando trompicones junto a un chino que la agarraba por los hombros en plena ventisca.

No lo logró.

Los policías estaban cada vez más cerca, separados sólo por un embotellamiento repentino, cubiertos de blanco. Túnicas mortales. Un nativo que empujaba una carretilla en la que iba montado un niño maldijo al coche de delante, que había reducido la velocidad al acercarse al cruce. El conductor pisó el acelerador, dispuesto a arrancar, y el ruido llevó a Lydia a fijarse en él. La nieve que se acumulaba en el parabrisas apenas le permitía distinguirlo, pero finalmente lo identificó. Entonces, sin pensarlo dos veces, se plantó en medio de la calle, arrastrando consigo a Chang.

Dio unos golpecitos en la ventanilla.

– Señor Theo, soy yo.

La ventanilla descendió, y los ojos grises del señor Theo la observaron, entrecerrados para protegerse del viento helado.

– Dios mío, ¿qué está haciendo en la calle con este tiempo? -Su mirada se dirigió entonces a Chang An Lo-. Maldita sea.

Los policías estaban a punto de alcanzar el vehículo.

– Yo… -Tenía la boca tan seca que se detuvo. Volvió a intentarlo-. Necesito que alguien nos lleve.

Lydia vio que su profesor se fijaba en las dos figuras uniformadas que se acercaban por detrás. Junto a él, Chang An Lo respiraba cada vez con mayor dificultad.

– No estará escapando, ¿verdad?

– No, señor Theo -se apresuró a responder ella-. Por supuesto que no.

Él sabía que le estaba mintiendo. Y ella sabía que él lo sabía.

– Suban.

Capítulo 46

Vaya, ése sí que era un giro interesante.

Theo estaba apoyado en el quicio de la puerta, en el dormitorio de invitados, y a pesar del terrible dolor de cabeza que ya se había convertido en algo permanente aquellos días, sonreía.

Po Chu iba a adorarle.

Sobre la cama estaba tendido el joven chino. El fuego del infierno. ¡Y en qué estado se encontraba! Su aspecto era horrible. «No te mueras, no te atrevas a morirte. Te necesito con vida.»

La muchacha rusa estaba sentada junto al lecho, en una silla que tendría más de cuatrocientos años de antigüedad, aunque en ese momento ella no tuviera ojos para apreciarla. Sostenía una de las manos heridas del chino, y le hablaba en voz baja, imperiosa, demasiado baja como para que Theo oyera lo que le decía. Pero no importaba.

«Lydia Ivanova, me has traído un verdadero premio.»


Theo la llevó de vuelta a casa. Casi tuvo que arrancarla de la habitación del enfermo, porque no quería irse, pero Theo fue inflexible. Debía enfrentarse a Alfred, por lo que debía irse a su casa y aclarar todo aquello primero. En cualquier caso, había algo tan intenso en su manera de cuidar del joven chino que Theo temió que fuera a meterse de un salto en su cama, prescindiendo de la fiebre. ¿Qué diría Alfred si lo supiera?

Dejó a Li Mei mojando la frente del paciente con las hierbas y pociones que él llevaba en el zurrón, y le prometió a Lydia que podría volver si su madre y Alfred lo autorizaban. No antes.

Ella estuvo a punto de escupirle de rabia, pero afortunadamente la sensatez se impuso, y acabó accediendo a regañadientes. Observaba a Li Mei con mal disimulada desconfianza, pero al final llegó a la conclusión de que su Chang An Lo estaría en buenas manos. Nada de policía.

– Le doy mi palabra -dijo Theo-. De caballero inglés. Li Mei cuidará bien de él en su ausencia.

Y en ese momento, a él le pareció que se lo había creído.


Decir que Valentina Ivanova Parker estaba enfadada era decir poco. Theo estaba escandalizado. Jamás había oído a una mujer recurrir a semejantes palabrotas, y parecía evidente que Alfred tampoco. No dejaba de verter exabruptos en ruso e inglés sobre la cabeza de su hija. Pero la muchacha aguantaba el chaparrón sin moverse. No lloró, ni salió corriendo. Se pasaba las manos por la falda húmeda, y a veces bajaba los ojos hasta los zapatos empapados, pero por lo general sostenía la mirada a su madre, y no decía nada.

Contrariamente, el enfado de Alfred era contenido. Pero, claro, él era británico. No como esos rusos locos. Theo trató de despedirse, pero Alfred lo detuvo.

– Quédate un momento, viejo amigo, si no te importa. Quiero conocer los detalles de lo sucedido, pero primero debo ocuparme de Lydia.

De modo que Theo aguardó un rato, y mientras lo hacía se acercó al mueble bar, sirvió tres generosos vasos de whisky y bebió del suyo.

– Ya basta, Valentina, ya basta -conminó Alfred con voz autoritaria, y Valentina obedeció.

Dejó de gritar. Dedicó una mirada asesina a Alfred y a Lydia, dijo algo más en ruso, y se fue derecha hacia la copa que Theo le ofrecía. Se la bebió de un trago y se estremeció.

– No soporto el whisky -declaró, antes de llenar el vaso de vodka.

Alfred se dirigió muy serio, pero pausadamente, a su hijastra.

– Lydia, perteneces a mi familia desde hace sólo una semana, pero ya has deshonrado mi apellido. -Hizo una pausa, por si ella deseaba comentar algo, pero la muchacha se limitó a mirar el suelo, como Theo le había visto hacer cientos de veces en clase, cuando la regañaba-. En este momento estamos todos muy alterados -prosiguió en tono pausado-, y corremos el riesgo de decir cosas de las que tal vez más tarde nos arrepintamos, de modo que quiero que subas a tu cuarto y permanezcas en él veinticuatro horas. Para que tengas tiempo de reflexionar sobre lo que has hecho. Las comidas te las servirán ahí. Sube ahora mismo.

– No puedo, tengo que…

– Nada de peros.

– Por favor, está enfermo y…

– Lydia, no pongas las cosas más difíciles.

Theo vio que la muchacha miraba a su madre, pero Valentina le daba la espalda.

– Sube.

Y Lydia subió, para sorpresa de Theo, que nunca la había visto tan obediente en la escuela. ¿Qué poderes especiales poseía Alfred? Bebió un poco más de whisky, aunque todavía no era mediodía. Le resultaba indecente verse atrapado en una pelea familiar, aunque fuera la de un buen tipo como Alfred. Mal asunto. Encendió uno de sus cigarrillos turcos y notó que el whisky empezaba a aplacar los dolores de su cuerpo. Dios, ¿cuánto tardarían en remitir en esa ocasión?

Alfred hablaba, pero a él le costaba escucharle. Pensaba en Chang An Lo. Y en Po Chu.


– Déjalo, Tiyo. Que lo haga un empleado.

– No, me hace bien.

Theo estaba lijando la superficie de un pupitre. Hacía dos noches había recorrido las aulas, desesperado, agónico, el cuerpo tembloroso, ávido de la paz que proporcionaba la amapola, incapaz de pensar, incapaz de escuchar las palabras de ánimo de Li Mei. Lo único que llenaba su mente era el asco que sentía por Christopher Mason, un asco que le crecía en el cerebro hasta que le parecía que tenía la cabeza a punto de estallar. Por eso había ido a buscar un cuchillo afilado a la cocina y había grabado con él la palabra «ODIO» en el pupitre de Polly Mason con letras enormes.

Pero por la mañana se había arrepentido. Las vacaciones de Navidad terminaban ese fin de semana, y empezaba el nuevo trimestre, de modo que se impuso la tarea de reparar el daño causado a la mesa.

Curiosamente, el movimiento repetitivo del papel de lija, pasando una y otra vez sobre la madera, le aliviaba. Le servía para borrar el odio. Le tranquilizaba, y satisfacía algo en su interior.

– ¿Se lo has contado a Chang An Lo? -le preguntó a Li Mei mientras sus manos seguían moviéndose rítmicamente, en círculos, sobre la superficie del pupitre.

– No.

– ¿Y piensas hacerlo?

– No.

El sonido áspero del papel de lija era lo único que se oía en el aula. Li Mei se había sentado en otro pupitre, había cruzado las piernas, y lo observaba. Llevaba el cheongsam lila que a él tanto le gustaba, con un pasador amatista en el pelo, y Theo sabía que debía de estar cansada, porque se había pasado la noche cuidando a su paciente chino. Sin embargo, su rostro ovalado se veía fresco, sereno. E incluso los moratones empezaban a desaparecer.