– Lydia, ¿juegas al ajedrez?

– Sí.

– ¿Te gustaría que echáramos una partida?

– Sí.

– Muy bien.

Trajo entonces un extraordinario juego de piezas antiguas, de marfil, y empezó a arrollarla con facilidad. Con todo, ella aprendía de sus errores. De sus errores en el juego. Y aprendía también más cosas de él. Y de sí misma. Alfred contaba con una paciencia impresionante, pero su disciplina mental resultaba demasiado rígida, mientras que ella era impetuosa. Ésa era a la vez su fuerza y su debilidad. Debía ir más despacio.

– Gracias -le dijo cuando su rey quedó tumbado sobre el tablero.

– Tienes aptitudes de gran jugadora, querida, pero deberías…

– Pensar más antes de mover pieza. Lo sé.

– Exacto. -Alfred sonrió, y sus ojos castaños brillaron tras las gafas-. Exacto.

Y abandonó el salón para guardar la caja con las piezas.

– Mamá.

Despacio, Valentina bajó el periódico y la miró con frialdad.

– ¿Conocía Liev Popkov a tu familia en Rusia?

La expresión de su madre no se alteró, pero Lydia notó que no le había gustado nada la pregunta.

– Trabajó para mi padre. Hace mucho tiempo -respondió al fin, secamente, antes de volver a levantar el periódico. Asunto concluido.

Capítulo 48

Chang An Lo abrió los ojos y vio su rostro. Durante un instante tuvo la certeza de que se trataba de otro de los sueños que los dioses le permitían tener sobre ella cuando dormía, pero entonces sintió su mano, rodeándole la muñeca con firmeza, y el cosquilleo del pelo que le rozaba la piel de las mejillas al inclinarse sobre él.

– Eres real -susurró.

Ella esbozó una sonrisa, su sonrisa amplia, hermosa, la que le había robado el corazón, y al instante supo que no se trataba de ningún sueño. Lydia se inclinó todavía más y le besó la boca con sus labios suaves, acogedores.

– Eso para demostrarte que sí, que soy real -le susurró.

Él la atrajo hacia sí un momento, sintió su mejilla fresca contra su rostro caliente, aspiró el aroma de la calle en su pelo y en su piel, oyó la sangre que palpitaba en sus oídos. Tan viva, tan llena de fuego. Perderla sería como ahogarse en el lodo.

– ¿Cómo te sientes?

– Mejor.

– Parece que tienes fiebre.

– Por dentro estoy mejor. -Se incorporó un poco para acariciarle el pelo en llamas-. Cuando te veo, la fiebre se asusta y se va.

Ella se rió, acercó más a su pecho la cabellera y la dejó reposar ahí. Él se la acarició, sedosa, suelta, tan distinta a la de las muchachas chinas, que se la habrían untado con aceite y alisado con pasadores, o atado con nudos prietos. Le encantaba la libertad de aquel cabello.

– Lydia -dijo con voz pausada.

Ella alzó la cabeza.

– No disponemos de mucho tiempo -le susurró ella, mirando en dirección a la puerta.

Estaba abierta, y la figura alta y elegante del director, ataviado con sus ropas académicas, se apoyaba en ella, pero les daba la espalda, y sostenía uno de sus apestosos cigarrillos con una mano, y un libro de ejercicios con la otra. Lo leía ostensiblemente, para dar a entender que tenía los oídos sellados. A pesar de ello, la pareja hablaba en voz muy baja.

– ¿Y tus padres?

– Me han prohibido que te vea más de dos veces mientras estés aquí. Pero no hemos hablado de qué sucederá cuando salgas. -Sus ojos ambarinos estaban llenos de luz-. Tengo una idea.

De pronto, se mostró tímida. Pero excitada.

Algo de su luz alzó el velo oscuro que cubría a Chang. Sabía que no podían hacer planes. Le acarició una ceja, y la oreja.

– ¿Qué es lo que hace latir con tanta fuerza tus palabras?

Ella se acercó más a él, clavando los ojos en los suyos.

– Podríamos irnos juntos.

– Te burlas de mí.

Pero la esperanza se alojó en su garganta, e insufló vida a sus miembros.

– No, no, lo digo en serio -insistió ella en un susurro-. Lo tengo todo pensado. Tú dijiste que debías abandonar Junchow. Y yo me iré contigo. Todavía me queda algo de dinero, y tal vez logre conseguir más. Alcanzaría para contratar un barco de remos que nos lleve al otro lado del río, cuando sea de noche, y luego podríamos…

– No.

– Sí. Si viajáramos de noche y durmiéramos de día, sería seguro. Sé que tardaríamos más, pero podríamos alejarnos de aquí, llegar a alguna aldea china, y yo me pondría una túnica china, y un sombrero ancho como el del funeral, y así nadie se daría cuenta, y aprendería mandarín, y…

– No.

– Escúchame, amor mío, es nuestra única salida. Lo he pensado todo. Tú no puedes quedarte aquí, de modo que no hay otra solución.

– Lydia, no lo hagas. Lydia.

– No estoy loca. No sería para siempre. Sé que cuando mejores y recobres fuerzas, querrás regresar a uno de los campamentos comunistas para seguir con la lucha contra Chiang Kai-Chek. Eso ya lo sé, claro. Pero -y él se fijó en la pincelada rosa que teñía su mejilla, como el destello del ala de un flamenco- también entonces iré contigo. Sé que hay mujeres que se entrenan y combaten en el ejército de Mao Tse-Tung, de modo que no hay razón por la que no pueda convertirme en una combatiente comunista por la libertad. ¿O sí la hay?


Al salir de clase, tenía muchas cosas que hacer. En primer lugar, el vestido. Lydia cruzó la ciudad a toda prisa para acudir al taller de madame Camellia.

– Gracias, madame Camellia. Parece nuevo otra vez.

La modista le hizo una reverencia, moviendo con elegancia la melena corta.

– De nada. Pero procure que no vuelva a mojársele.

– Por favor, apúntelo en la cuenta de mi padrastro.

– Cómo no, señorita Parker.

«¿Señorita Parker? ¿Señorita Parker?»

Lydia se echó a reír y meneó la cabeza apenas salió en dirección a casa de los Mason, en Walnut Road. Polly no había ido a clase, y Lydia quería asegurarse de que no estuviera enferma. La tensión que habían vivido la última vez que se vieron, por culpa de Chang An Lo, seguía viva, y por eso era incluso más importante que fuera a verla y descartara que su amiga no quería verla más, y por eso la rehuía. Porque eso sería horrible. Walnut Road quedaba lejos, pero al menos la tarde era luminosa y limpia. El cielo había adquirido una tonalidad azul celeste muy intensa que hacía que el mundo pareciera más grande, y aunque el viento era frío, el sol daba a Junchow un resplandor que convertía la aversión que Lydia solía sentir por la ciudad en algo parecido al afecto. Tal vez se debiera a sus intenciones de abandonarla.

Como defensora del comunismo. Lydia Ivanova. Combatiente por la libertad. Lo dijo en voz alta, y le gustó cómo sonaba. Incluso dejó vagar su mente un segundo y se recreó en el sonido de Lydia Chang, o Chang Lydia, que es como lo dirían en China. Dejó que las sílabas reverberaran en las ondas de su mente, pero eso era adentrarse demasiado en lo desconocido. Todavía no estaba preparada para ello. Chang An Lo le había dicho que no. Claro. Ella sabía que diría eso. Le preocupaba su seguridad. Pero había visto la expresión de su rostro. Su boca apretada, para que de ella no escaparan las palabras que lo delatarían. Las pupilas dilatadas de asombro. Había visto que algo en su interior estallaba y cuando lo estrechó entre sus brazos, sintió los rápidos latidos de su corazón.

Había dicho que no. Pero había querido decir que sí.


Tomó un atajo a través de uno de los distritos más pobres del Asentamiento Internacional, descendió por un sendero cubierto de nieve que pasaba por detrás de la iglesia de San Salvador, y cruzó un pequeño parque. En realidad, se trataba más de un parterre que de un parque, que contaba con unos pocos columpios oxidados y con demasiadas malas hierbas. Fue allí, mientras trataba de avanzar por el sendero, donde vio el coche. Aparcado bajo una hilera de árboles que flanqueaban el extremo opuesto, lejos de la sucesión de casas baratas. Lydia lo reconoció al instante. Un Buick grande, reluciente. Era el automóvil del padre de Polly, un sedán negro y crema de parachoques anchos, que con el sol de la tarde resplandecía sobre la nieve grisácea.

Lydia no tenía la menor idea de qué podía estar haciendo ahí, pero si Mason se dirigía a su casa, tal vez pudiera llevarla con él, y de paso contarle qué le ocurría a Polly. Se acercó a él. Estaba aparcado dándole la espalda, de modo que lo que veía era la gran rueda de repuesto plantada bajo la ventanilla trasera. Parecía estar vacío, pero al echar un vistazo al interior creyó ver movimiento. Se adelantó un poco para ver mejor. Para ver mejor algo que habría preferido no ver. Christopher Mason en mangas de camisa. Estaba tumbado boca abajo, en el asiento delantero, y su cabeza subía y bajaba. Sus manos se movían sobre algo que tenía debajo.

Era Valentina.

Lydia dio media vuelta y echó a correr.


– Hola, Lyd. -Polly no parecía enferma. Ni contenta de ver a Lydia en la puerta-. Hoy no has ido a clase.

– No, me encontraba mal.

– Lo siento.

– Algo que comí.

– Claro.

Hubo una pausa incómoda. Lydia empezaba a temer que su amiga no la invitara a entrar.

– Te he traído el horario del nuevo trimestre, para que lo copies. Y unos mapas que hemos estudiado hoy en geografía.

Lydia abrió la cartera y se puso a rebuscar en su interior.

– Ah… gracias. -Polly dio un paso atrás, apartando sus inmensos ojos de Lydia-. Pero entra. ¿Quieres un chocolate caliente? Mamá está en su club de bridge, pero ha preparado café de jengibre, por si te apetece.

– Sí, por favor.

Polly la condujo hasta la cocina. Las cocinas, casi siempre, eran lugares lúgubres, en los que sólo entraba el servicio, pero como a Anthea Mason le gustaba tanto preparar souflés, pasteles y bollos, la suya era moderna y reluciente. Linóleo en el suelo, paredes azulejadas y una cocina esmaltada, mucho más elegante que las habituales en color negro. En la cámara contigua a la cocina, Lydia oyó a dos criadas trabajando y conversando en voz baja, en chino. Polly estaba concentrada en calentar la leche y en servir el chocolate, y no decía nada.

Lydia, por su parte, se dedicaba a llenar el silencio conversando sobre el primer día de clase, sobre la escayola con la que había aparecido James Malkin tras caerse del tejado del garaje cuando intentaba rescatar a un gatito. Polly le dedicó una sonrisa. Cuando las dos daban ya sorbos al chocolate, Lydia sintió que la sangre regresaba a sus dedos helados, pero su mente seguía aturdida por la sorpresa.

Valentina. En el Buick.

¿Por qué?

Pero Polly seguía evitándola. Mantenía la vista fija en la espuma del vaso, y soplaba un poco para enfriar la bebida.

– Polly, se ha ido -le dijo Lydia.

Al fin, la mirada recelosa de su amiga se encontró con la suya.

– ¿Quién?

– Ya sabes quién. Chang An Lo.

– ¿Adónde ha ido?

– No lo sé.

– ¿Se lo han llevado los soldados?

– No. Escapó. De modo que no tienes que preocuparte más por lo que… bueno, por lo que viste.

Polly soltó un sonoro suspiro de alivio.

– Me alegro.

– Yo también.

Se sonrieron en silencio, y entonces Lydia dejó la taza sobre la mesa, se acercó a Polly y la abrazó. Al momento, toda la tensión acumulada abandonó el cuerpo de Polly, y le devolvió el abrazo a Lydia, con todas sus fuerzas. Las dos se echaron a reír, sintiendo que la confianza que existía entre las dos regresaba paulatinamente. Trascurrido un momento, las dos cogieron sus tazas y se trasladaron al salón.

– Espérame aquí, Lydia, que subo a mi habitación a copiar los mapas. Bajo enseguida. Cómete la tarta.

Apenas su amiga se ausentó, Lydia abandonó el salón, cruzó el vestíbulo de puntillas y comprobó si la puerta del despacho estaba abierta. En efecto, lo estaba. No sabía por qué, pero aquello le supuso cierta decepción. Si alguien deja una puerta abierta, es que no tiene nada que ocultar, ¿no es cierto? Se coló dentro y la cerró. La estancia estaba en penumbra, pues las persianas estaban medio cerradas, y los altos estantes llenos de libros que forraban las paredes le resultaban… amenazadores. Se sentía como atrapada, enclaustrada. Un escalofrío recorrió su columna vertebral, y meneó la cabeza para ahuyentar aquellas ideas absurdas.

La mesa. Por ahí era por donde debía empezar. Se inclinó sobre ella y encontró el diario encuadernado de Mason correspondiente al año 1929 colocado en el centro de la superficie. Hojeó las páginas del mes de enero, y ahí lo encontró, en letras negras, grandes. «Lunes, tres treinta. VP.» Ya no era VI. Ahora era Valentina Parker. Lydia habría querido arrojar por la ventana aquel maldito diario.

Sin dilación, revisó los cajones de la mesa, pero no encontró nada de interés, salvo un arma. En el primer cajón derecho, bajo una gamuza amarilla, aguardaba, como una advertencia. Lydia la sostuvo con la mano. Era una pistola del ejército, un revólver, que pesaba más de lo que ella pensaba, y que olía a grasa. Cerró un ojo, apuntó en dirección a la puerta, quitó el seguro y volvió a activarlo, aunque no se atrevió a apretar el gatillo. La dejó en su sitio. Rebuscó un poco más, pero sólo encontró facturas, material de papelería, dos estilográficas de oro, que tres meses atrás tal vez habría robado, y algunas cartas enviadas desde Inglaterra. Nada que pudiera servirle: informaciones intrascendentes sobre una mujer llamada Jennifer y un hombre llamado Gaylord. Un pisapapeles de jade. Una caja de puros. Un cortaúñas. Y, en el último cajón, una fotografía de su gato, Achules. Decepcionante.