Un ruido repentino paralizó a Lydia, que escuchó con atención. Pasos de un criado en el vestíbulo. Respiró, aliviada, cerró el cajón y buscó en otros rincones. En uno de ellos se alzaba una cómoda, con grandes asas de latón. Los primeros tres cajones contenían botellas de lo que, por el olor, parecían productos químicos de alguna clase, una resma de papel fotográfico, una caja de cartón llena de rollos y rollos de negativos, sobre la que reposaba una petaca de plata. Parecía que Mason era un aficionado a la fotografía, que revelaba sus propias creaciones. Aquello encajaba con la vez que lo encontró en la biblioteca, consultando un libro sobre ese arte.
Fue el último cajón el que le proporcionó algo de esperanza. Estaba cerrado con llave. Algo que ocultar.
Ahí estaba. Dedicó un momento, serenamente, a echar un vistazo a la habitación. Sobre la mesa no había llaves. Si ese despacho fuera suyo, ella las habría escondido… ¿dónde? En la librería. Tenía que ser ahí. Aguzó el oído por si le llegaban los pasos de Polly desde la escalera. Nada. Pasó los dedos rápidamente por los libros y los estantes. Tal vez algún volumen estuviera vacío y contuviera alguna llave secreta. Si era así, no albergaba la menor esperanza de encontrarla. Ninguna. Decidió subirse a la butaca de cuero de Mason y palpar la parte más alta de la librería. Pero ahí no había nada, excepto una fina capa de polvo y una araña muerta. Acercó más la butaca, volvió a tantear, y esta vez sus dedos rozaron un objeto metálico.
– ¿Lydia?
Era la voz de Polly, que seguía arriba.
Se bajó de la silla a toda velocidad y entreabrió la puerta.
– ¿Sí?
– Ya casi estoy.
– Tranquila, no tengas prisa.
– No tardaré.
Lydia volvió a cerrar la puerta, se subió de nuevo a la silla y alcanzó el objeto. Era una llave. La sostuvo en la palma de la mano. Tenía la boca seca. No estaba segura de querer saber qué se ocultaba en ese cajón. La mente ya empezaba a llenársele de sospechas. Aspiró hondo, como le había enseñado a hacer Chang An Lo, expulsó el aire despacio, se acercó a la cajonera y se agachó frente al cajón más bajo. La llave encajaba a la perfección, y al girarla el cajón se abrió sin dificultad, como si se usara a menudo.
Estaba lleno de fotografías. Montones bien ordenados, unidos con gomas elásticas. Las hojeó rápidamente. En cada una aparecía una mujer desnuda. A Lydia le pareció que su obligación era avergonzarse, pero no disponía de tiempo para ello. La visión de una muchacha negra montada por un galgo negro le hizo estremecer, pero no se detuvo, y siguió observando con atención los rostros de aquellas mujeres. Casi todos eran duros, y aparecían muy maquillados. Supuso que se trataba de prostitutas. Había visto caras como ésas en las calles, montando guardia junto a los bares de los muelles. Fue en el quinto fajo de retratos donde la encontró. La imagen lasciva de una mujer blanca, delgada, tumbada desnuda sobre una piel de oso, un brazo posado sobre la cabeza, la mano aferrada al pelo largo, los pechos al aire. Los pezones habían sido pintados de un color oscuro. Las piernas aparecían algo separadas, y un dedo se adentraba por entre la espesa mata de vello, entre el que se adivinaba algo pálido y brillante. La mujer esbozaba una sonrisa con los labios, pero sus ojos parecían muertos. Valentina.
Lydia no pudo reprimir un sollozo, y la ira que sintió estuvo a punto de ahogarla. Una ira seguida de una avalancha de vergüenza. Apretó mucho los dientes, y sintió que le ardían las mejillas.
Siguió revisando las fotografías. Había cuatro más de Valentina. Veinte de Anthea Mason. Dos de Polly.
Lydia habría querido gritar.
Metió los retratos en su cartera.
– Ya estoy -gritó Polly desde lo alto de la escalera.
Con un último impulso, Lydia quitó los libros de la cartera y metió en ella los rollos de negativos. Metió la llave en el cajón, lo cerró de una patada y, con los libros bajo un brazo y la cartera bajo el otro, abandonó el despacho.
– No te importa, ¿verdad, cielo?
– No, por supuesto que no. Tengo que hacer los deberes.
Lydia no dejaba de observar a su madre, de concentrarse en todos los movimientos de su dedo -de ese dedo-, mientras ella hojeaba el último número de la revista Paris World, así como en los movimientos de su pelo, ahora que encendía otro cigarrillo. ¿Por qué? Una y otra vez le asaltaba la pregunta. ¿Por qué lo hacía Valentina? Maldita sea. Maldita sea. ¿Por qué?
Su madre se dirigió a Alfred.
– No tardaremos, ¿verdad, ángel mío?
Él intercambió una mirada fugaz con Lydia. Aquella mañana la había llevado en coche al colegio camino del trabajo, y ella le había comentado que veía a Valentina algo tensa desde lo de Chang An Lo y los soldados. Tal vez fuera buena idea que la sacara esa noche. ¿Una cena en el club? ¿Un baile en el Flamingo? Alfred se había mostrado más que de acuerdo.
– Bien, no sé exactamente a qué hora regresaremos -respondió, contemplando a su esposa con admiración. Estaba espectacular. Llevaba un vestido largo, blanco y negro, de escote bajo, que permitía apreciar plenamente la curva de sus senos. A Lydia le resultaba imposible mirarlos. Ya no podía. No después de lo que había visto.
Alfred le alargó a su mujer los manguitos de visón, y le ayudó a ponerse el abrigo.
– Pasadlo bien -les dijo Lydia sonriente.
Y apenas oyó que el coche se alejaba, subió la escalera a toda prisa y sacó del armario el vestido verde.
– Pequeño gorrión, moi vorobushek, creía que te habías olvidado de esta vieja dama.
– No, nyet, aquí estoy. Cuento incluso con una invitación oficial -añadió Lydia mostrándole la tarjeta gruesa, grabada.
– Qué maravilla -declaró la señora Zarya, ahogando una risita de emoción, que hizo que su gran delantera se acercara peligrosamente a ella. Pasó un brazo por debajo del de Lydia-. Y qué guapa estás. Se te ve tan mayor con tu vestido verde…
– ¿Lo bastante como para bailar?
La señora Zarya agitó los faldones de su gran vestido de tafetán con gesto coqueto.
– Tal vez, vozmozhno. Debes esperar a que te lo pidan.
La villa Serov, situada al final de la Rué Lamarque, en el Barrio Francés, era incluso más lujosa de lo que Lydia había imaginado, con columnatas y porches, así como con un largo camino de acceso atestado de automóviles y chóferes. Las salas de recepción aparecían iluminadas por hileras de candelabros resplandecientes, y rebosantes de cientos de invitados ataviados con sus ropas de gala.
A su alrededor, por todas partes, escuchaba palabras rusas: Dobriy vecher, «Buenas noches». Kak vi pozbivayete, «¿Cómo está usted?» Kak torgovlia, «¿Cómo van los negocios?»
Se acordó de decir «Ocbyenpriatno», «Encantada de conocerle», cuando la señora Zarya le presentaba a alguien, pero no prestaba atención a los nombres. Había acudido al baile con intención de buscar a una sola persona. Y esa persona no se veía por ninguna parte. Aún no. Al principio permaneció junto a la señora Zarya, pues en medio de aquel mundo nuevo, la figura corpulenta que desprendía ese olor conocido a naftalina le resultaba tranquilizadora. Viejos caballeros de gruesas patillas y barbas que emulaban la del zar Nicolás se acercaban a flirtear con la señora Zarya y besaban la mano a Lydia, mientras que mujeres con guantes largos, blancos, recorrían las estancias, luciendo sus joyas y su temperamento ruso. Lydia perdió la cuenta de la cantidad de diademas de brillantes que había visto pasar.
Se preguntaba qué haría Chang An Lo con todo aquello. Cuántas armas podría comprar con uno solo de aquellos diamantes. Cuántos estómagos podrían llenarse con lo que costaba uno sólo de los pendientes de oro de esa señora gorda. Aquellos pensamientos la pillaron por sorpresa, pues eran propios de Chang An Lo, aunque brotaran de su cabeza. Y le gustó que así fuera. Le gustó poder mirar a su alrededor, observar toda esa riqueza y no verla como algo deseable, sino como medio para enderezar una sociedad desequilibrada. Porque eso era algo nuevo para ella. Equilibrio. Eso era lo que, según Chang, hacía falta. Pero ella vio a un hombre con la barriga de un cerdo bien alimentado y con los dedos rechonchos llenos de sellos de oro que levantaba una copa de champán de una bandeja de plata sin mirar siquiera al criado chino que se la servía. El rostro de éste era famélico, de mirada sumisa. ¿Dónde, en esa situación, se encontraba el equilibrio?
Una oleada de asombro recorrió el cuerpo de Lydia. No era sólo que tuviera nuevas ideas, sino que también miraba con ojos nuevos. Le parecía que se estaba convirtiendo en comunista.
– Lydia Ivanova, me alegra inmensamente que hayas podido venir. -Era la condesa Serova, regia como siempre, con un vestido de raso color crema, de escote alto y falda hasta los pies, con bordado de perlas-. Y veo que esta noche llevas otra indumentaria. Empezaba a pensar que sólo disponías de un vestido. Qué bien te sienta el verde.
Aquella mezcla de insulto y alabanza desconcertó a Lydia.
– Gracias por invitarme, condesa. -En esa ocasión, se negó a hacerle una reverencia. ¿Por qué iba a hacerlo?-. ¿Se encuentra aquí su hijo?
La condesa Serova observó detenidamente a Lydia, y sin responder se volvió en dirección a la señora Zarya.
– Olga Petrovna Zarya, kak molodo vi vigliaditye, qué joven se te ve esta noche.
La señora Zarya se hinchió de orgullo y, ella sí, le hizo una reverencia, pero Lydia no oyó nada más, pues en ese instante una mujer joven, vestida de negro, que aguardaba tras la condesa, y que sin duda era alguna asistente, se acercó a Lydia y, en ruso, le susurró:
– Está en el salón de baile.
Lydia se excusó y siguió el sonido de la música.
La mujer resplandecía. Llevaba un vestido con escote de bañera, de lentejuelas, y estaba sentada a un piano instalado en un extremo de la sala. Las uñas, de un rojo muy vivo, resaltaban contra las teclas de marfil. En ese momento tocaba una pieza moderna que Lydia reconoció al instante. Era algo de Shostakovich, algo decadente. La pianista mecía sus cabellos rubios, sedosos, al compás de la música. Y a Lydia le desagradó al instante aquella manera exagerada de interpretar. ¿Por qué no había invitado la condesa a Valentina para que tocara? Se volvió, porque cada vez que pensaba en Valentina, los retratos del cajón asomaban a su mente, y se sentía enferma. Y decidió mirar a su alrededor.
El salón era precioso. En los altos techos, héroes musculosos y diosas nebulosas que desde las alturas contemplaban los suelos claros de abedul. Inmensos retratos familiares ricamente enmarcados, personas de nariz alargada y expresión arrogante, pensados para amedrentar a los invitados de poco brío. Espejos que reflejaban los miles de puntos de luz de los candelabros y la proyectaban sobre la sala, para iluminar aún más a los danzantes, que se deslizaban, sonrientes, de un extremo al otro. Pero los ojos de Lydia no tardaron en concentrarse en otro punto, en el que un corrillo de hombres conversaba acaloradamente frente a uno de los largos cortinajes verdes. Uno de ellos, alto, de espalda recta, impecablemente vestido con traje de gala, y con el pelo cortado a cepillo, hizo que a Lydia se le pusiera la piel de gallina.
Y se fue derecha hacia él.
– Alexei Serov -le dijo fríamente-. Quisiera hablar con usted -añadió, tocándole el hombro.
Él se volvió al instante, y la amplia sonrisa con que la recibió sólo logró que Lydia se enfureciera más. Sentía unos deseos imperiosos de abofetearlo.
– Buenas noches, señorita Ivanova, qué alegría que pueda acompañarnos esta noche. -Llamó a un criado de librea morada chasqueando los dedos-. Una copa para mi invitada.
– No quiero tomar nada, gracias. No voy a quedarme.
La frialdad de su tono logró que Alexei Serov frunciera el ceño, y la miró fijamente, tanto que Lydia le veía las motas doradas que salpicaban el iris verde.
– ¿Sucede algo? -Se pasó una mano por el pelo, y la deslizó hasta la nuca. Era la primera vez que le veía mostrar un mínimo atisbo de incomodidad.
– Me gustaría hablar con usted. En privado, por favor.
Él echó la cabeza hacia atrás y la miró, esbozando una media sonrisa. Ella no se fijó en su modo de entrecerrar los ojos, en las pestañas negras que formaban una barrera que los mantenía alejados. Otro hombre con algo que ocultar.
– Cómo no, señorita Ivanova.
Le plantó la mano firme bajo el codo y la condujo sin esfuerzo entre los danzantes hasta lo que parecía un espejo con hojas de parra labradas en el marco, pero que resultó ser una puerta. Más juegos de manos y entraron en un pequeño aposento sin ventanas que no contenía más que una chaise longue verde pálido y un bosque de cabezas de animales disecados en las paredes. Un jabalí con colmillos de veinte centímetros observaba a Lydia desde las alturas. Ella apartó la mirada y se liberó de la mano de Alexei.
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