Desplazó la mirada hacia el cobertizo, y como era ahí donde podía sentirse más cerca de Chang An Lo en ese instante, abrió la cristalera y caminó hacia él. Sintió el aire frío y limpio en los pulmones, y empezaron a aclarársele las ideas. Oyó una especie de crujido. Una rata roía un tablón de madera, al fondo. Se le aceleró el pulso. ¿Qué estaría buscando?

– ¡Largo! -gritó, y el animal huyó.

El candado seguía cerrado con llave, pero el cerrojo en el que estaba metido colgaba, inútil, de la puerta, con las tuercas arrancadas de cuajo. Lydia ahogó un grito. Alargó la mano y empujó un poco la puerta. El sol había calentado la madera. La adrenalina recorrió todo su cuerpo. Empujó más y la puerta se abrió. Y entonces sí gritó.

Sangre. Mucha sangre. Roja. Pegajosa. Por todas partes. En las paredes. En el techo, en el suelo. En el alambre de la jaula y en los sacos. Como si alguien se hubiera dedicado a pintarlo todo con sangre. El hedor que desprendía se mezclaba con el de heces, pero ella no lo percibía.

– ¡Sun Yat-sen! -exclamó.

El conejo estaba tendido en medio de un charco de sangre, en el suelo, el pelo blanco teñido de vivo carmesí. Incluso los dientes amarillos estaban rojos. Lydia se arrodilló a su lado, sin importarle en qué estado quedara el uniforme escolar, y las lágrimas resbalaron por sus mejillas.

– Sun Yat-sen -susurró, y lo sostuvo en brazos.

Todavía estaba caliente. Todavía seguía con vida, aunque ésta lo abandonaba por momentos. Dobló una pata y emitió un chillido raro. Le habían arrancado las orejas y se las habían metido en la boca, y le habían cortado el cuello. Tiró de las orejas largas, suaves, y lo atrajo hacia sí. Lo meció y le canturreó. Hasta que el espasmo final le endureció la columna vertebral. Y sus ojos inyectados en sangre quedaron helados.

Lydia bajó la cabeza para mirarlo, entre sollozos. El golpe, cuando llegó, le arrebató la tristeza. La oscuridad se apoderó de ella.

Capítulo 51

Chang An Lo abrió los ojos. Algo iba mal. Lo sentía. Tenía las tripas agarrotadas, como de alambre.

Permaneció tendido, inmóvil, escuchando.

Pero las voces de los niños que jugaban en el patio enmascaraban todos los demás sonidos, y hasta las botas de un soldado en la escalera habrían pasado desapercibidas. Bajó de la cama en silencio, pero antes cogió el mechón de pelo cobrizo de debajo de la almohada, y el cuchillo que ocultaba bajo el colchón.

Se acercó a la puerta y permaneció tras ella. Olía a sangre.


Li Mei no dio muestras de sorprenderse. Sus ojos almendrados se fijaron en el cuchillo, pero su rostro permaneció inalterado.

– ¿Qué sucede? -preguntó, mientras colocaba la bandeja que sostenía sobre una delicada cómoda de madera color miel.

– Un viento frío en mi mente.

– Todo está bien. Tiyo Willbee es un hombre honorable. Puedes confiar en él.

Chang no respondió. La observó verter el agua caliente de la tetera con asa de bambú en el cuenco de hierbas secas. Constató que se trataba de una operación que siempre realizaba delante de él, y supo que lo hacía para demostrarle que no añadía nada más. No debía temer el envenenamiento. Le profesaba respeto por ello. Y además cuidaba bien de él, serena y fríamente, con ojo vigilante, aunque él añoraba la pasión de los cuidados de Lydia, su empeño en arrancarlo de las fauces de los dioses, en insuflarle una vez más fuego en sus venas. Añoraba todo eso.

– ¿Alguna noticia? -le preguntó él escuetamente.

– Los barrigas grises se encuentran en el puerto, según me dicen, cientos de gorras con el sol del Kuomintang. Están registrando los barcos.

– ¿Buscan el lodo extranjero?

– Quién sabe qué buscan. -Le acercó el cuenco, y él le hizo una reverencia en señal de agradecimiento. El pelo de Li Mei olía a canela-. La gente dice… pero qué sabe la gente… que huyen los comunistas, hacia el sur en barco, hasta Cantón, hacia los campamentos de Mao Tse-Tung. Hoy el aire trae el sonido de las armas.

– Gracias, Li Mei.

Ella inclinó ligeramente la cabeza.

– Es un honor, Chang An Lo -respondió, y con el leve crujido de la seda de Shantung abandonó la habitación.

Olía a sangre, y el olor le impregnaba las fosas nasales.


– No ha venido.

– No, Chang. No ha venido a la escuela hoy.

– ¿Y no es raro?

– No, en esta época del año no lo es. Se trata del peor trimestre por lo que a enfermedades y catarros se refiere, al menos en mi escuela. Bueno, y en todas, diría.

– Ayer se encontraba bien.

– No te asustes, estoy seguro de que está bien. Si te soy sincero, sospecho que el pesado de Alfred debe de haberla encerrado en casa para que no venga a verte. No puede echársele la culpa, en realidad, pobre chico. Ella es joven.

– Y yo no se la echo. Ahora es su padre.

– Exacto.

– Y ella necesita protección.

– Así es.

– Pero no de él.


A Lydia le dolía la pierna, y sentía la cabeza hinchada.

Pero cuando con gran esfuerzo abrió los ojos, vio que la oscuridad que la rodeaba era tan espesa como la de su mente. Abrió y cerró los ojos varias veces. Nada cambió. Adelantó un brazo y sintió que el codo topaba con algo duro. Se llevó la mano a la cadera y al muslo. Estaba desnuda. Temblando.

Eso fue lo que le dio la idea.

Se trataba de una pesadilla. Estaba en medio de una de esas pesadillas en las que uno se ve atrapado, sin ropa, y todo el mundo le mira. Un anticipo del infierno metido en la mente.

Cerró los ojos y regresó a la nada, convencida de que pronto despertaría en su cama.

Pero tanta oscuridad le causaba extrañeza.

Capítulo 52

– Mi padre se suicidó por culpa del opio.

Aquello fue una sorpresa para el propio Theo. Oír aquellas palabras pronunciadas por él mismo. Era algo que no le había contado a nadie, ni siquiera a Li Mei. Como si acabara de vomitar una piedra que llevara mucho tiempo encajada en la garganta.

El joven chino estaba sentado en la cama. No tenía buen aspecto. Su rostro esquelético había adquirido una tonalidad cetrina, tan inerte como la ceniza, que alrededor de los ojos se oscurecía. Sus miembros pendían, fláccidos, como los de una marioneta, pero sus ojos negros estaban llenos de una oscura emoción. Theo no estaba seguro de si se trataba de odio o de temor, aunque sospechaba que se trataba de lo primero. Aunque eso no era nada nuevo: todos los comunistas odiaban a los extranjeros que vivían en su país. ¿Quién podía culparlos por ello? Aun así, a Theo le molestaba que ignoraran convenientemente los beneficios que los occidentales traían consigo. Las industrias. La electricidad. Los trenes. La experiencia bancaria. China necesitaba a Occidente más de lo que Occidente necesitaba a China. Pero aquella necesidad tenía un precio, claro.

Cuando el chino habló, lo hizo con cierta tensión en la voz.

– Sé que eso sucede aquí, en China. La muerte y el opio transitan por el mismo sendero. Pero no creía que fuera del mismo modo en Inglaterra.

Theo se encogió de hombros.

– La gente es igual, viva donde viva.

– Muchos fanqui piensan de otro modo.

– Sí, y mi padre era uno de ellos. Él estaba absolutamente convencido de la supremacía de los británicos, y de su propia familia en particular.

– El dolor anida en tus palabras. Un altar ancestral para él en tu casa honraría su espíritu.

– También está mi hermano mayor. -Las palabras seguían fluyendo, una vez que la piedra había sido expulsada.

¿Un altar? ¿Por qué no? En todos los hogares chinos había uno para mantener bien alimentados y felices a los espíritus de los antepasados. ¿Por qué no él? Claro que tal vez él no conservara su hogar por mucho más tiempo, y algo le decía que las cárceles no eran los lugares más propicios para tales cosas.

– Mi hermano Ronald era muy guapo. Lo tenía todo. Un título de Cambridge… Mi padre se sentía orgulloso de él.

– Tu padre era afortunado.

– En realidad no lo era. Mi padre le cedió el negocio familiar de inversiones, pero todo se fue al garete. Mi hermano empezó a consumir opio para poder dormir por las noches y… Bueno, es la historia de siempre. Llevó la empresa a la bancarrota, y defraudó a muchos clientes para poder cubrir la situación. De modo que…

Theo guardó silencio. No entendía por qué aquellos recuerdos habían aflorado a la superficie. Creía que estaban muertos y enterrados. ¿Por qué ahora? ¿Por qué se lo contaba a ese comunista chino? ¿Era acaso porque, lo mismo que su padre antes que él, tanto él como Chang An Lo se enfrentaban al fracaso de todas sus esperanzas y sus planes de futuro?

– De modo que… -le instó Chang a seguir.

Theo extrajo un cigarrillo de la pitillera, pero no lo encendió, y se limitó a moverlo entre los dedos.

– De modo que mi padre cogió su pistola y mató a mi hermano. En el despacho, cuando estaba sentado ante su mesa. Y luego se voló la tapa de los sesos. Fue… espantoso. Un gran escándalo, claro, y mi madre tomó una sobredosis de algo malo. Después de los funerales, yo me vine aquí. Y eso es todo. Llevo diez años, y aquí sigo.

– China se siente honrada.

– Eso es opinable.

– Estoy seguro de que así opina también la hermosa Li Mei. Theo quería creerlo.

– ¿Puedo preguntarte algo? -dijo Chang.

– Sí.

– ¿Son muy graves los problemas que nacen de mezclar a europeos con chinos? En tu mundo, quiero decir.

– ¡Ah! -Theo se llevó la mano al diminuto remiendo de la túnica china que llevaba puesta. Sintió una aguda punzada de compasión por el joven-. Si te soy brutalmente sincero, sí. Los problemas son enormes.

Chang cerró los ojos.

Theo le dio una palmadita en el hombro.

– Es muy duro, maldita sea.

Capítulo 53

En esa ocasión el frío era como un caparazón que la envolvía. Lo golpeaba, lo picoteaba, lo arañaba con la uña, pero no se rompía. Su mente no comprendía por qué. Se resistía. Desconfiaba. Los órganos de su cuerpo se le cerraban, y en su interior sentía que, uno a uno, se le iban durmiendo. La abandonaban. El frío. Lo odiaba. Y sólo despertó al darse cuenta de un calor repentino entre las piernas.

Abrió los ojos. Oscuridad total. Trató de poner en marcha el engranaje de sus pensamientos, pero éstos sólo querían dormir. ¿De dónde había salido tanta negrura?

Las cosas le llegaban fragmentadas. Un dolor en la pierna. Una presión en la cabeza, la mejilla apoyada contra algo duro. La piel helada. Las rodillas bajo el mentón. Gradualmente fue comprendiendo que estaba tendida de lado, hecha un ovillo compacto. Su mano se atrevió a alargarse en la oscuridad, pero no llegó muy lejos, porque había paredes metálicas que la rodeaban por todos los lados. Oía el latido de su corazón en el interior de sus oídos.

¿Dónde estaba?

Trató de sentarse, y tuvo que intentarlo tres veces antes de conseguirlo. Cuando lo logró, se sintió peor. No porque la pierna le doliera como si alguien se la hubiera pateado. Ni porque la cabeza hubiera empezado a darle vueltas, como un caleidoscopio enloquecido, y viera destellos de luz por debajo de los párpados, rojos, azules, amarillos, que le abrasaban el cerebro. No, era porque tocó el techo, que estaba a un dedo de su cabeza, y supo dónde se encontraba: metida en una caja. En una caja de metal.

«Me metieron en un baúl de metal.»

«Tres meses. Tal vez más.»

Aquéllas habían sido las palabras de Chang An Lo.

Un espasmo de temor se apoderó de su estómago, y vomitó. Sintió el sabor acre y ácido en la garganta. El vómito le manchó las rodillas, y en su mente perezosa aquel calor pegajoso le recordó al que antes había sentido entre las piernas. Exploró con los dedos la superficie metálica sobre la que estaba sentada. Estaba mojada. Se había orinado encima.

La mente en blanco. Empezó a gritar.


Trataba de abrirse paso entre telarañas. Se le pegaban a los ojos, y una araña de cuerpo cojo y moteado y patas amarillas se le metía por la nariz.

Abrió los ojos. Y al instante deseó regresar a la pesadilla de la araña. Aquello era peor, era real. Forzó a su cuerpo a incorporarse un poco, y palpó las cuatro paredes con las manos para descubrir las dimensiones de su celda. Por su longitud, alcanzaba apenas para sentarse, aunque no para estirar del todo las piernas, y por su anchura, permitía tocar las dos paredes laterales con los codos extendidos. Una vez sentada, entre su cabeza y el techo quedaba apenas un centímetro. Pasó entonces a examinar su propio cuerpo. Las rodillas. Olían mal. Recordó el vómito. El hedor a orina rancia impregnaba las membranas de sus fosas nasales. Tenía un bulto en la nuca, y otro a la altura del muslo, del tamaño de un platillo. Pero no parecía haber heridas en la piel. Ni huesos rotos. Ni le faltaba ningún dedo.