Censuraba a aquellas madres que estaban demasiado ocupadas tomando el té, asistiendo a clases de tenis o jugando interminables partidas de bridge como para ir a buscar personalmente a sus hijos a la escuela, y que enviaban a sus criados a recogerlos, lo mismo que veía mal a los padres que envenenaban la mente de sus hijas. El señor Christopher Mason se contaba sin duda entre ellos. Theo sintió la misma punzada de frustración que otras veces: ¿qué podía esperarse de aquel gran país con hombres como ése, hombres que, a pesar de trabajar para el gobierno, veían la excepcional historia de China como una pérdida de tiempo? ¿Como algo que no merecía la pena aprender? Era algo que lo sacaba de quicio.

– Hola, señor Willoughby. Parece que esta noche va a llover.

– Buenas tardes, señora Mason, creo que tiene usted razón.

La mujer que se había detenido frente a él era bajita y sonriente y, como su hija, lucía un hoyuelo en cada mejilla. Llevaba el pelo recogido con una cinta de terciopelo, y su rostro, redondo, mostraba signos de cansancio. Gotas de sudor asomaban a su labio superior, y brillaban con la luz.

Theo sonrió.

– ¿Ha disfrutado del paseo?

Anthea Mason se echó a reír, apoyada en la bicicleta -un tándem verde-, y sin querer rozó el timbre, que emitió un breve campanilleo.

– No, no, nunca disfruto del paseo hasta aquí. Es todo subida. -Llevaba una blusa fresca, de algodón, y pantalones de ciclista, pero las dos prendas se veían arrugadas y húmedas. Sus ojos azules brillaban de impaciencia-. Lo que significa que el trayecto de regreso es un regalo. Y más con Polly sentada detrás.

Theo decidió abordar el tema de las clases de historia de China.

– Señora Mason, creo que hay algo que deberíamos…

Pero ella seguía escrutando las filas marciales de alumnos, ataviados con sus uniformes azul marino, que ocupaban el patio bajo la supervisión de la señorita Courtney, una de las maestras de primaria.

La escuela ocupaba un edificio elegante, de ladrillo rojo, frente un camino despejado. A un lado se extendía un prado, y al otro, el patio del recreo. Se trataba de un lugar de suelos siempre recién encerados y de pizarras limpias.

– Ah, ahí está mi pequeña. -La señora Mason levantó una mano y le hizo señas-. ¡Hoolaaa, Polly! Hoy tenemos tortitas para merendar, cielo.

Polly se moría de vergüenza, y en esa ocasión Theo se compadeció de ella. La joven se separó de sus compañeros y se acercó arrastrando los pies. La acompañaba Lydia, y las dos caminaban con las cabezas muy juntas, una suave, dorada, y la otra un manojo de rizos ondulados, indómitos, cobrizos, ahuecados bajo su sombrero de paja. Se hablaban en susurros, pero años de práctica habían enseñado al director a descifrar los murmullos apenas audibles de sus pupilos.

– Por Dios, Lyd, podrían haberte matado. O algo peor -musitó Polly, con los ojos muy abiertos, mientras sujetaba el brazo delgado de su amiga con una mano, como queriéndola alejar de la boca del infierno.

– Ojala lo hubieras visto, su manera de… -Lydia se interrumpió en seco al darse cuenta de que Theo las observaba-. Adiós, Polly -se despidió con naturalidad, y se echó a un lado.

– Hola, Lydia -la saludó la señora Mason con voz alegre, aunque al director no le pasó por alto que observaba a la muchacha con ojos de preocupación-. ¿Quieres venir a casa, a merendar con nosotras? Si quieres llamo a un rickshaw.

– No, gracias, señora Mason.

– Hoy tenemos tortitas. Tus preferidas.

– Lo siento, pero es que hoy no puedo. Me encantaría, pero debo hacer unos recados.

– ¿Para tu madre?

– Sí.

Polly la miraba sin disimular sus temores. Theo no entendía qué sucedía, pero su atención se vio desplazada por la petición que formuló Anthea en el instante mismo en que plantaba su elegante zapato bicolor en el pedal:

– Por cierto, señor Willoughby, casi lo olvidaba. Mi esposo me ha pedido que le diga que le gustaría charlar un momento con usted, y que le agradecería que se reuniera con él en el club mañana por la noche. -Coqueta, meneó la cabeza al tiempo que ahogaba una risita, como para quitar hierro al asunto-. ¡Ay, los hombres! ¿Qué sería de ustedes sin sus billares y su coñac?

Y se alejó pedaleando con su hija montada en el sillín de atrás, 1os dos pares de piernas moviéndose al unísono. Theo las vio alejarse al instante, su sonrisa se desvaneció, y se hundió de hombros.

– Maldita sea -murmuró entre dientes.

Se giró y estuvo a punto de tropezarse con Lydia, que se agazapaba tras él. Por un momento, los dos se mostraron confusos, y se disculparon. Ella bajó la cabeza, oculta tras el ala de su sombrero Pero ya era demasiado tarde, pues él se había percatado de la expresión de su rostro. Como él, ella también había permanecido inmóvil, observando el tándem que se alejaba por la concurrida calle entre timbrazos. Pero lo que llamó la atención de Theo fue la expresión de sus ojos ambarinos, el anhelo descarnado que asomaba a ellos, tan intenso que se le clavaba en el corazón, como un eco del dolor que reflejaban.

¿Qué era lo que tanto deseaba? ¿La bicicleta? Sabía bien que la muchacha era pobre. Todo el mundo estaba al corriente de que su madre era una refugiada rusa, viuda, sin modo de ganar un sueldo digno para su familia. Pero aquello no era por la bicicleta. No, Lydia no era de esa clase de niñas. ¿Era por Polly por quien suspiraba? Después de todo, había conocido a más de una niña que se había enamorado de alguien de su mismo sexo, y sin duda las dos compañeras estaban muy unidas. Bajó la mirada y vio el canotier. Se fijó en que amarilleaba, y en que estaba manchado en varios sitios, porque seguramente ella lo habría soltado de cualquier manera, o lo habría cogido con las manos sucias cuando el viento soplaba desde la gran llanura del norte. De haber sido cualquier otra alumna, le habría dicho que le pidiera a sus padres que le compraran otro sin falta. ¿Acaso era aquella madre la que anhelaba tener? No lo creía. La suya, por más que aparecía muy poco por la escuela, a menos que su presencia se reclamara explícitamente, era mucho más hermosa, e infinitamente más seductora que la hogareña señora Mason. Aunque, claro, su gusto por las mujeres siempre tendía a lo moreno, a lo exótico, algo que le venía ya de la infancia, de cuando tenía un penique que gastar en las mirillas de los estereoscopios, o de cuando en secreto abría el libro de su padre con pinturas de Paul Gauguin. Una súbita confluencia de vehículos y padres requirió su atención, una sucesión de sonrisas y corteses apretones de manos, por lo que no fue hasta transcurridos diez minutos, cuando el patio estaba ya casi vacío, que, al volverse, se percató de que la niña rusa seguía a su lado.

– Por el amor de Dios, Lydia, ¿qué hace aún aquí?

– Estaba esperándole. Quería preguntarle algo, director.

Theo se rió para sus adentros. No le había pasado por alto que sus alumnos recurrían siempre a aquel tratamiento de cortesía cuando querían pedirle algún favor. A pesar de ello, sonrió, animándola a hablar.

– ¿De qué se trata?

– Usted sabe cómo son los chinos, cómo funcionan las cosas aquí, así que…

El director no pudo reprimir una carcajada.

– Pero si sólo llevo diez años aquí. Haría falta toda una vida de estudio para conocer China, e incluso en ese caso uno no habría hecho más que arañar levemente su superficie.

– Pero usted habla mandarín, y sabe muchas cosas -insistió ella, mirándole fijamente a los ojos, con una urgencia que le intrigó.

– Sí -admitió él en voz baja-. Sé muchas cosas.

– Entonces, ¿podría decirme el nombre de una cosa, por favor?

– Eso depende de qué sea esa cosa.

– Se trata de la manera china de luchar. Ésa en la que vuelan por los aires y usan los pies. Tengo que saber cómo se llama.

– Ah, sí. Los chinos son famosos por sus artes marciales. Las hay de muchas clases, cada una de ellas con un estilo y una filosofía propias. Mi favorita es el tai chi chuan. Resulta difícil traducirlo, porque significa muchas cosas, pero aproximadamente se trata del Puño Yin Yang. -Se fijó en que la joven escuchaba con un nivel de atención que le habría venido muy bien durante sus clases-. Pero por lo que comenta, creo que se refiere usted al kung fu.

– Kung fu -repitió ella despacio.

– Exacto. Literalmente significa Maestro de Méritos. Los japoneses lo llaman karate, que quiere decir «mano vacía». En otras palabras, se trata de un combate sin armas.

Lydia esbozó una sonrisa de entusiasmo que le iluminó el rostro delgado.

– Sí, es eso.

– ¿Y por qué diablos se interesa usted por los combates sin armas?

Ella le sonrió con descaro y picardía.

– Porque deseo aprender más cosas sobre China, para decidir si son o no son relevantes, señor.

– Bien, me alegro de que se muestre tan dispuesta a adquirir conocimientos sobre la tierra en la que vive, sea cual sea el motivo. Y ahora, váyase, jovencita, que tengo otras cosas que hacer.

Durante una fracción de segundo, Lydia alzó la vista y miró de reojo la ventana que se alzaba sobre ellos. Y entonces, sin despedirse siquiera, se alejó.

Theo dejó escapar un suspiro. Lydia Ivanova no le iba a poner nunca las cosas fáciles. Ese mismo día había tenido que golpearle los nudillos con la regla porque había vuelto a llegar tarde. Aquella muchacha no sentía un gran respeto por las normas. No es que fuera una insolente, pero había algo en ella, en su manera de entrar en el aula, en su porte independiente, su cabeza erguida, su modo de sostenerle la mirada cuando le formulaba alguna pregunta… Era algo que se adivinaba en el fondo de sus ojos. Como si supiera algo que él ignoraba. Y le molestaba.

Pero no tanto como le molestaba el señor Christopher Mason. Se acercó a las pesadas rejas y las cerró con llave, dejando el mundo del otro lado. Sólo entonces se permitió el placer exquisito de alzar la vista y contemplar la ventana.


– No es prudente pellizcar la cola del tigre, amor mío.

– ¿A que te refieres? -Theo le besó el delicioso pliegue que a Li Mei se le formaba en la base del cuello, y sintió el latido de su sangre bajo los labios.

– Me refiero al señor Mason.

– Que se vaya al infierno.

Estaban tendidos en la cama, desnudos, las persianas entrecerradas para protegerse del calor, y sólo un haz de luz se colaba en la habitación y se posaba, semejante a una tela polvorienta, sobre el cuerpo de Li Mei, como si tampoco pudiera apartar los dedos de sus pechos.

– Tiyo, amor mío, te hablo en serio.

Theo levantó la cabeza y le besó la punta de la barbilla.

– Pues yo no. Llevo todo el día hablando en serio, con la escuela llena de monos, y ahora lo que me apetece es ponerme poco serio.

Ella se echó a reír, y su risa era un sonido delicioso, tan dulce y tan suave que él sintió cosquillas en las plantas de los pies. La piel le olía a jacintos y le sabía a miel, pero la adicción que despertaba era infinitamente mayor. Theo le recorrió el cuerpo esbelto con los labios, dejó atrás la curva de la cadera, y apoyó la mejilla en el muslo fino, suspirando de placer.

– ¿Entonces? ¿Vas a ir a ver mañana al señor Mason?

– No. Ese hombre es una amenaza.

– Por favor, Tiyo.

Li Mei le acarició la cabeza, le masajeó suavemente el cuero cabelludo con las yemas de los dedos, hasta que él empezó a sentir que la tensión desaparecía de su cerebro. Le encantaban sus caricias, distintas a las de cualquier otra mujer. Cerró los ojos, para alejarlo todo, todo menos aquella sensación que le daba vueltas, que lo vaciaba.

– Mañana es sábado -murmuró-, así que te llevaré al río. Allí el aire es más fresco, y por la noche pararemos en Hwang a comer colas de gambas y kuo tieh hasta que reventemos. -Se dio la vuelta y la miró, sonriente-. ¿Te apetece?

Ella lo miraba con sus ojos oscuros, solemnes. Con un gesto elegante, se quitó la peineta de madreperla y la orquídea amarilla del pelo, las dejó sobre la mesilla de noche y volvió a mirarlo con gran seriedad.

– Me apetece mucho, Tiyo -dijo-. Pero no mañana.

– ¿Por qué no mañana?

– Porque mañana vas a ver al señor Mason.

– Por el amor de Dios, Li Mei, me niego a salir corriendo hacia allí como un perro cada vez que él me hace una seña con el dedo.

– ¿Quieres perder la escuela?

Theo se apartó. Sin mediar palabra se levantó de la cama y se dirigió a la ventana abierta, donde permaneció, observando, con la espalda desnuda muy rígida.

– Ya sabes que no soportaría perder la escuela -dijo al fin, tras un largo silencio.

Un rumor de sábanas, y ella ya estaba allí, a su lado, apretujándose contra su espalda, rodeándole el pecho con sus brazos, la mejilla apoyada en la clavícula. Ninguno de los dos habló.