Po Chu. Que había vuelto a por más.

Pero en esa ocasión era distinto. Estaba borracho. Y solo.

Lydia percibía el olor a alcohol que desprendía su cuerpo, el maotai en el aliento y en el sudor que cubría su piel lisa reverberaba en sus músculos. Su captor le soltó el pelo, pero la agarró del brazo y volvió a arrojarla al suelo de tierra. Ella sabía bien lo que vendría a continuación. Los labios de Po Chu fueron al encuentro de su boca, masticaron su carne, y ella permitió que su lengua grande, blanda, penetrara en ella y alcanzara la garganta. No podía respirar. Se ahogaba.

Él se rió, con una risa que parecía el relincho de un caballo. Una mano fuerte le agarró la muñeca, al tiempo que su cuerpo aplastaba el de ella contra la pared, le clavaba las caderas, y con la otra mano se abría paso entre los muslos. Al sentir aquella mano, su carne se encogió. Pero decidió no resistirse, y le acarició la espalda con la mano que le quedaba libe. Él jadeaba con fuerza a medida que la boca descendía sobre sus pechos y le chupaba la herida. Lydia sintió un dolor que le llegó de inmediato al cerebro, pero siguió acariciándolo, maullando, arqueándose contra él. Moviendo las manos en dirección a sus caderas. Metiéndolas en sus pantalones.

El gemido de placer de Po Chu cuando ella le agarró el pene hinchado la asqueó, pero al fin él le soltó la otra muñeca y le rodeó la cintura con el brazo. Entonces la atrajo aún más hacia sí y se bajó los pantalones. Ella no le soltaba el pene, para distraerlo, pero con la otra mano palpaba la chaqueta, donde, a la altura de la axila izquierda, había notado el bulto duro de un arma. Se abrió de piernas.

Y al instante él la embistió. Con un movimiento rápido, ella le quitó el arma, apretó el cañón contra sus costillas y apretó el gatillo.

No sucedió nada.

Po Chu le gritó algo, salpicándole la cara de saliva, y trató de arrebatarle el arma, pero ella la apartó y le golpeó con ella en la cabeza. Po Chu cayó al suelo, de rodillas. Pero no la había soltado del todo, y apoyándose en ella, con los dedos aferrados a sus caderas, empezó a levantarse.

Ella había dejado de respirar. Pero pensaba con claridad. Si no ponía fin a aquello en ese instante, moriría.

«Lydia, si no tuvieras más remedio, matarías a un hombre.» Eran las palabras de Chang, que resonaban en su mente.

Retiró el seguro del arma, le apuntó al rostro y disparó.

El disparo la aturdió a ella, y a Po Chu lo envió de nuevo al suelo. A la luz tenue de la lámpara de aceite que seguía en la escalera vio que el rostro de su captor se había convertido en un cráter negro que rezumaba sangre y dejaba adivinar restos de hueso blanco. Ahogó un grito. El arma le temblaba en la mano. Pero en lugar del horror que esperaba sentir, sólo la invadía una satisfacción profunda, visceral, que exteriorizó en forma de salvaje grito de guerra.

Y echó a correr.


Los pasillos la confundían. Giraba y volvía a girar en busca de una puerta que la sacara de allí, pero cada vez que abría una, lo que hacía era acceder a otra habitación. Voces tras ella. Disparaba a las sombras. Una y otra vez. Una bala le rozó el hombro. Se metió en un cuarto en el que dos niños chinos, asustados, se escondieron bajo una piel de tigre. Allí encontró un taburete, y lo arrojó contra una ventana. Los cristales y las persianas se rompieron con estruendo, y un aire frío irrumpió en la estancia.

Lydia saltó por la abertura, apenas consciente del dolor que atenazaba sus pies, y se encontró en un huerto en el que, ordenadamente alineadas, crecían unas verduras de invierno. Le sorprendió que no fuera de noche, que todo estuviera iluminado por una luz grisácea, neblinosa, aunque no tenía ni idea de si estaba amaneciendo o anocheciendo. Otra bala le pasó a milímetros del pelo. Se volvió y disparó, sin apuntar a nada. Corrió. Corrió. Sobre tierra blanda. A través del establo. Caballos. Ladrido de perros. Correr.

Salir. A campo abierto. Prados. Un sendero. Árboles. Más disparos y hombres tras ella, cada vez más cerca. Entonces, súbitamente, delante de ella, un fila de rostros chinos. Unas manos la sujetaron. No, ahora no.

Ahora que ya era libre no.

– ¡No! -gritó, apuntando a la cara del hombre con el arma.

– Lydia, soy yo.

Dejó de gritar. Bajó el arma. Entrecerró los ojos, tratando de enfocar aquel borrón que era un rostro. Uniformes grises a su alrededor.

– Tome. -Alguien le cubrió el cuerpo desnudo y tembloroso con un tabardo-. Todo está bien, está a salvo.

Parpadeó varias veces. Los rasgos del hombre fueron encajando hasta formar una imagen familiar.

– ¡Alexei Serov!

Lydia ahogó un grito, y le vomitó en la pechera.

Capítulo 60

– Mamá.

– ¿Qué tienes, cielo?

– No hace falta que te quedes ahí sentada toda la noche.

– Shhh, duérmete.

– Estoy bien, que lo sepas.

– Claro que estás bien. Ahora cierra los ojos y que tengas dulces sueños.

Valentina estaba sentada en una silla baja, junto a la cama de Lydia. Apoyaba los codos en el colchón, y la barbilla en las manos, sin apartar los ojos del rostro de su hija. Parecía muy cansada, y alrededor de sus ojos y su boca unas arrugas muy finas tejían su tela de araña. Por primera vez Lydia imaginó cuál sería su aspecto cuando fuera vieja y tuviera el pelo cano. Esbozó una sonrisa fugaz mirando a su madre. Las dos sabían que los sueños eran cualquier cosa menos dulces. En el hospital, los médicos la habían mantenido drogada con algo que había amortiguado el dolor y el cerebro, pero que permitía el libre desarrollo de las pesadillas, de modo que ahora que estaba en casa se negaba a tomar pastillas, y permanecía despierta.

Su madre llevaba tres noches a su lado, tres noches en las que estaba ahí cada vez que Lydia abría los ojos. Cuando oyó que Valentina canturreaba la obertura de Romeo y Julieta a primera hora de una mañana, se echó a llorar.

– ¿Dónde está, mamá?

– ¿Quién?

Lydia alargó una mano y la posó en la de su madre.

– Ya sabes quién.

La lámpara verde estaba en un rincón del dormitorio, pero Valentina la había cubierto con un fular color rubí, para amortiguar su luz, que recordaba a un atardecer de invierno, suficiente, con todo, para verle los ojos a su madre.

Valentina le giró la mano y, con un dedo fino, recorrió la línea de la vida hasta llegar a la muñeca.

– Está preso.

– ¿Dónde?

– ¿Cómo voy a saberlo, dochenka?

– ¿Quién lo tiene?

– Los chinos, claro. Ya sabes cómo son, siempre se están peleando los unos con los otros.

– ¿Te refieres al Kuomintang?

– Sí, supongo, esos que llevan esos uniformes de campesino horrorosos.

– ¿Está vivo?

Valentina suspiró con parsimonia, y el gesto de su boca se relajó.

– Sí. Tu malvado comunista sigue vivo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Le pedí a Alfred que lo averiguara. No te alegres tanto, Lydia. No es para ti. Debes olvidarlo.

– Lo olvidaré el día que me olvide de respirar.

– Dochenka! Ya has sufrido bastante. Pon fin a esta locura.

– Le quiero, mamá.

– Pues deja de quererle.

– No puedo. Y ahora menos que nunca.

Valentina se incorporó, posó la mano suavemente en el edredón, se arregló el kimono y se cruzó de brazos.

– Está bien, cielo. Dime, ¿qué es entonces lo que tu alma testaruda quiere? ¿Qué planes has urdido en tu retorcida cabecita?

Se hizo un largo silencio. En la planta baja, el reloj de pared dio las tres. Lydia oía la respiración de su madre.

– Mamá, estuve a punto de morir en ese baúl -dijo en voz baja.

– No, cielo, no.

– Siempre me había parecido que bastaba con sobrevivir. Pero no basta.


Eran las siete y media y empezaba a clarear cuando Lydia bajó. Valentina estaba en el baño, y, a juzgar por el perfume de las sales y los aceites que se colaban por la rendija de la puerta, pensaba pasar ahí un buen rato, de modo de Lydia y Alfred estarían solos, sin protección.

– Hola.

– Dios santo, Lydia, me has asustado. -Alfred estaba sentado a la mesa, enfrascado en la lectura del periódico, con un cuenco de gachas humeantes frente a él-. ¿No deberías estar durmiendo, querida?

Ella se sentó en la silla que quedaba frente a la suya.

– Necesito tu consejo.

Alfred apartó el periódico y le dedicó toda su atención. -Cualquier cosa que pueda hacer para ayudarte… sólo tienes que pedírmelo.

– Mamá me ha contado que has hecho averiguaciones sobre Chang An Lo.

– Así es.

– Tengo que verlo. De modo que…

– No, Lydia.

– Alfred, si no fuera por él, estaría muerta.

– Bien, a mí me parece que fue más bien ese joven caballero ruso el que…

– No, fue Chang An Lo. Fue él el que hizo que los soldados chinos empezaran a buscarme. Me lo dijo el propio Alexei Serov en el bosque. De modo que, ya ves, tengo que hablar con él.

Alfred parecía incómodo. Levantó la cuchara y revolvió las gachas; les añadió una pizca de azúcar mientras meneaba la cabeza de un lado a otro, con expresión triste.

– Lo siento, Lydia, no puedo ayudarte. A Chang An Lo no le están permitidas las visitas.

– ¿Dónde está?

– En la cárcel de Chou Dong, que está junto al río. Pero escúchame bien -añadió, alargándole las tostadas, que ella le aceptó, pues sabía que intentaba ayudarla-. Todo este asunto de tu secuestro ha causado bastante revuelo, con la policía investigando la muerte de Po Chu y demás.

Ella levantó la cabeza, alarmada.

– Creía que habían dicho que yo no tendría problemas. Que había sido en defensa propia.

– Eso es cierto. -Alfred alargó la mano y le dio una palmadita en el brazo, pero ella se dio cuenta de que estaba alterado-. Veras, sir Edward Carlisle cree que cuanto antes se tranquilice todo, mucho mejor, porque lo cierto es que ha creado muchas tensiones entre los chinos y nosotros. Si vas por ahí quejándote y pidiendo ver a ese comunista que está encarcelado, bueno… las cosas se pondrán más difíciles. De modo que, si quieres que te dé un consejo, te sugiero que te mantengas al margen. Vuelve a la cama y quédate ahí hasta que todo haya pasado. Lo siento mucho, Lydia, sé que es duro, pero es lo mejor, querida.

Lydia extendió mantequilla sobre la tostada, y sobre ella vertió un hilo de miel, antes de cortarla en dos mitades.

– ¿Mejor para quién? -preguntó.

– Mejor para ti.

Ella lo miró fijamente, y constató que, tras los lentes, su mirada expresaba una honda preocupación.

– ¿Podrías llevarme hoy a la mansión de los Serov cuando vayas a trabajar?

– No hace falta.

– ¿A qué te refieres?

– Alexei Serov se pasa por aquí todas las mañanas. A las nueve y media, ni un minuto más, ni un minuto menos, llama a nuestra puerta para interesarse por tu estado.

– Chyort! ¿Por qué no me lo ha dicho nadie?

– Vamos, Lydia, ya sabes lo que tu madre piensa de él. Seguramente me va a regañar sólo por habértelo dicho.

Lydia se permitió abrir una pequeña ventana a la esperanza.


– Alexei, cuénteme qué sucedió. Por favor. Necesito saberlo.

El joven ruso pareció aliviado, y Lydia se dio cuenta de que había temido una pregunta más difícil.

Estaba sentado en el sofá de cuero, con las piernas cruzadas, los guantes pulcramente doblados junto a él, tan relajado como siempre, vestido con un traje oscuro, de corte impecable. Sin embargo, su gesto era de tensión.

– Tiene usted mucho mejor aspecto, señorita Ivanova.

Era mentira, pero a la vez un halago, de modo que no se molestó en negarlo. Hasta ese momento, sus comentarios se habían intercalado con silencios incómodos. Las palabras que solían intervenir en las conversaciones educadas parecían no bastar entre ellos. Ya no.

– Cuénteme -insistió ella- cómo me encontró.

– No me resultó difícil. Pero -y dejó escapar una risita- no se lo cuente a sir Edward. Me considera un héroe.

Lydia sonrió.

– Yo también.

– No. Recurrí a mis contactos. Nada de heroicidades.

– Pero ¿por qué Chang fue a verle precisamente a usted?

Él se echó hacia delante, y la expresión de sus ojos verdes se tornó dura de pronto. Ella vio entonces al militar que llevaba dentro.

– Supo de la ruptura entre Feng y Po Chu, oyó el rumor de que éste se había alineado con el Kuomintang, por ir en contra de su padre. Y ello implicaba que sus espías sabrían exactamente dónde se ocultaba. De modo que nuestro comunista recurrió a su inteligencia. ¿Quién era la única persona que la conocía y que, a la vez, ejercía alguna influencia sobre los chinos? -Se encogió de hombros y extendió las manos-. Yo. Y el único modo de encontrarme rápidamente era a través del Kuomintang.