– Pero ahora Chang An Lo está en la cárcel.

Alexei Serov la observó fijamente.

– Sí.

– ¿Y no puede hacer nada? Por favor, sáquelo de ahí.

– Lydia, no sea tonta. Esto no es ningún juego. Chiang Kai-Chek y el ejército del Kuomintang están en guerra con los comunistas. Se matan los unos a los otros todos los días, y en ocasiones se producen centenares de bajas. Chang lo sabía perfectamente cuando se entregó al capitán Wah. De modo que no, no puedo sacarlo de ahí.

– Pero, Alexei, él nunca ha hecho más que colgar unos cuantos carteles, eso es todo. Eso no puede costarle la…

Él soltó una risotada burlona.

– No sea ridícula. Es un avezado espía, sabe bien cómo descodificar informaciones secretas. Uno de los mejores. Por eso el Kuomintang lo está interrogando antes de que… -Se detuvo.

El silencio que siguió en la habitación fue tan cristalino que hasta ellos llegaron los pasos de Valentina, que caminaba frente a la puerta como un animal enjaulado. Había costado mucho convencerla de que Lydia le debía al ruso ese encuentro de cortesía.

– Alexei.

– No sé qué es lo que quiere, pero la respuesta es no.

– Ocupa usted una posición de poder.

Él se puso en pie al momento y recogió los guantes.

– Se me ha hecho tarde. Debo marcharme.


Las paredes del despacho de Alexei Serov estaban pintadas de amarillo chillón en su mitad superior, y de verde oliva en la inferior. La mesa era de metal gris, y el suelo estaba forrado con unos sencillos tablones de madera. Lydia lo observaba todo con disgusto mientras permanecía sentada en silencio, sobre una silla de madera dispuesta en un rincón y observaba a Alexei repasar una montaña de documentos. Se dio cuenta de que el pelo castaño, a pesar de llevarlo corto, empezaba a rizársele tras las orejas, y le llamó la atención la rapidez con que hojeaba cada papel. Pero seguía irritada con el ruso: ¿cómo podía estar tranquilamente sentado ahí cuando en ese mismo edificio, en alguna otra parte, Chang An Lo estaba…? ¿Estaba qué?

¿Sufriendo? ¿En un potro de tortura? ¿Encadenado?

¿Muerto?

Lo interrumpió en dos ocasiones.

– ¿Va a venir?

Y las dos veces Alexei suspiró, alzó la cabeza y la miró, censurándola.

– He dado la orden de que lo traigan a mi despacho. Eso sólo ya es una extralimitación de mis funciones. No puedo hacer más. Esto es China. Tenga paciencia.

Permaneció ahí sentada dos horas y cuarenta minutos. Transcurrido ese tiempo, la puerta se abrió.


El rostro de Lydia insufló vida en el corazón de Chang An Lo. Su sonrisa inundó la pequeña oficina. Sus cabellos incendiaron el aire. Debería haber supuesto que vendría, que de algún modo llegaría hasta él. Debería haber tenido fe.

Ella se lanzó a sus pies, pero Alexei, desde la mesa, le dedicó una mirada de advertencia. De modo que se puso en pie y permaneció en el rincón, los ojos color miel clavados en el rostro de Chang, tirándose de los botones del abrigo como si quisiera romperlos. Tras él, dos soldados chinos se mantenían firmes, y él sabía que si daba la menor excusa a aquellos dos gusanos de vientre amarillo, le golpearían encantados la espalda con las culatas de sus rifles, añadiendo nuevas marcas a las que ya tenía. Pero también estaba convencido de que, campesinos como eran, no hablarían más que en chino.

– Chang An Lo -dijo Alexei en tono oficial-. He ordenado que te trajeran para que respondas algunas preguntas.

Chang mantenía la mirada fija en el ruso, y no tardó en responder.

– Verte trae dicha a mi corazón y hace que la sangre vuelva a circular por mis venas.

El ruso parpadeó. Lydia no pudo reprimir un gritito, pero los guardias, tras él, permanecieron inmóviles.

– No sé cuánto tiempo me permitirán quedarme aquí, de modo que hay palabras que debo decirte: que para mí eres la luna y las estrellas, y el aire que respiro. Que amarte es vivir, y que si muero… -otro gruñido de Lydia- seguiré vivo en ti.

El ruso no lo soportó más.

– Por el amor de Dios, ya basta -zanjó.

Pero Chang apenas era consciente de que, en aquel despacho, hubiera alguien además de Lydia. Lentamente, desplazó la mirada hasta el rincón. Los ojos de Lydia se clavaron en los suyos, y sintió tal oleada de deseo por ella que al instante supo que aún no estaba listo para morir.

Bruscamente, Alexei ordenó a los guardias que abandonaran la oficina y, acompañándolos, él mismo salió de allí.

– Disponen de dos minutos, ni uno más -declaró secamente.

Chang An Lo se acercó a Lydia, separó los brazos, y ella se hundió en su pecho.

Capítulo 61

Theo abrió el cajón y extrajo la pipa con cuidado. Pasó la mano por la larga caña de marfil y recorrió el antiguo trabajo de tallado, que le hablaba a través de las yemas de los dedos. La necesidad de mantenerla a buen recaudo, a su lado, junto a la cama, por si acaso, era tan imperiosa que sabía que debía destruirla. Desde ese día extraño en la granja, con Alfred y Liev Popkov, vivía con la clara conciencia de que su vida era demasiado frágil como para asumir más riesgos.

Tal vez hubiera sido por haber llevado un arma en sus manos. O por la muerte violenta de Po Chu. O por la inminente ejecución del comunista.

La muerte le susurraba al oído.

¿O era por la breve misiva de Mason en la que éste cortaba todo futuro contacto? Eso había desconcertado a Theo. ¿Qué diablos había hecho cambiar de opinión a ese cabrón?

Lo único de lo que estaba seguro era de que quería más de la vida. Para él. Para su amada escuela. Y para Li Mei. Apartó la vista de la pipa que sostenía en las manos y la posó en su amada. No llevaba joyas, ni maquillaje, y se había retirado el pelo de la cara con una simple cola de caballo, que había decorado con una flor blanca, única muestra de luto por la muerte de su hermano. Estaba sentada junto a la ventana, con las manos en el regazo, y lo observaba con sus ojos almendrados. Sólo un ligero temblor en la comisura de los labios delataba lo mucho que deseaba que diera ese paso.

Lentamente, alzó la pipa por encima de la cabeza, sosteniéndola con las dos manos, como si se tratara de una ofrenda sagrada a los dioses, y durante un breve segundo su mente deseó de nuevo la espiral del dulce humo. Pero Theo no escuchó su llamada, y la pipa descendió con fuerza, hasta estamparse contra la barra de latón a los pies de la cama. El marfil se astilló. Varios pedazos salieron disparados por el dormitorio, y uno de ellos rozó el pie de Li Mei, que le dio un puntapié.

– ¿Ahora me dirás que sí? -le preguntó Theo.

Los ojos negros de su amada se iluminaron, felices.

– Pídemelo otra vez.

– ¿Quieres casarte conmigo, Li Mei?

– Sí.


– Tiyo.

– ¿Qué pasa?

– Ya está ahí otra vez. En la puerta.

– ¿Quién?

– La mujer china.

– No le hagas caso.

– Tal vez quiera recuperar su gato.

– ¿Te refieres a Yeewai?

– Sí. No te olvides de que era suyo. Y ahora que han ejecutado a su esposo y le han quitado el barco, así como a su hija, no hay razón por la que no pudiera devolverle el animal…

– Si quiere el gato, dáselo.

– No me gusta esa mujer, Tiyo. Ni su gato. Tiene malos espíritus alrededor de la cabeza.

– Eso son supersticiones tontas, mi amor. Esa mujer no tiene nada malo. Pero si lo quieres, le daré unos dólares la próxima vez que salga.

– Sí, hazlo, tal vez sirva de algo.


Pero cuando Theo salió, no había ni rastro de la antigua propietaria de Yeewai, y no se acordó de ella siquiera. Había mucho tráfico en las calles, que además estaban llenas de personas que iban de compras, pues era sábado, de modo que tardó más de lo que esperaba en llegar a casa de Alfred. Y no soportaba llegar tarde. En los días venideros, habría de revivir mentalmente aquellos momentos una y otra vez, intentando reproducirlos uno por uno, y en el orden correcto, pensando en si podría haber hecho algo de otro modo. Pero algunos le llegaban borrosos, indefinidos. Su llegada a la casa era uno de ellos. Recordaba meter el coche en el camino que conducía a ella, y dejarlo cerca de la verja abierta, porque el gran Armstrong Siddeley de Alfred ocupaba la mayor parte del espacio. Pero, después de eso, su memoria se perdía hasta el momento en que su anfitrión le daba unas palmaditas en el hombro.

– Me alegro de verte, amigo. Lydia se muere de ganas de darte las gracias.

A Theo no se lo pareció. La joven estaba de pie, junto al ventanal del salón, muy tiesa, lo que significaba que, o le dolía algo, o estaba a la defensiva. Podían ser también las dos cosas. Theo miró en la misma dirección que ella para ver qué era lo que observaba. Nada. Sólo el viejo cobertizo del jardín. No tenía buen aspecto. Chupada de cara. La piel casi transparente. Los labios muy apretados, y los ojos bastante más oscuros que otras veces, aunque en ellos todavía brillaba algo, como si en su fondo se alojara aún una luz resplandeciente. Cuando más tarde invocara su imagen, eso lo recordaría. Ese fuego.

– Lydia, acércate y saluda al señor Willoughby.

La que habló era Valentina. Sonrió amablemente a Theo, que tuvo la sensación de que le llevaba la delantera en lo que a consumo de vodka se refería. Al pensar luego en ello, lo que recordaría sería su cuello largo, esbelto, aunque no sabría bien por qué. Llevaba algo en tonos vivos, rojos tal vez, y por contraste aquel cuello blanco destacaba aún más, una vena palpitando delicadamente en su base. No dejaba de rozárselo con un dedo de uña escarlata. Sonreía mucho. Y en su mirada la alegría era sincera, por lo que se veía más joven que el día de su boda, celebrada hacía apenas unas semanas.

– Es una gran suerte tenerte de nuevo entre nosotros. ¿Verdad, cariño? Sano y salvo. Bien -soltó una carcajada y miró a su hija con expresión algo más frágil-, casi sano y salvo.

– ¿Cómo estás, Lydia? -le preguntó Theo.

– Ahora estoy bien.

– Me alegro por ti, jovencita.

– Vamos, cielo, no seas tan maleducada. Dale las gracias al señor Willoughby.

– Gracias, señor Willoughby, por acudir en mi rescate.

– Bah, ¿qué clase de agradecimiento es ése? Él se merece mucho más. Arriesgó su vida.

Lydia se estremeció. Esbozó una sonrisa y algo pareció abrirse en ella, recobrar por un instante su pasión juvenil. Le tendió la mano.

– Le estoy muy agradecida, señor Willoughby. De veras.

– Deberías estarle agradecida a tu oso ruso. Él fue quien hizo el trabajo sucio.

– Liev -dijo ella.

Alzó el vaso de zumo de lima que sostenía en una mano y se volvió hacia donde Liev Popkov se encontraba, desparramado en un sillón. Con su ojo bueno, observaba las profundidades de una copa de vodka enterrada en una de sus grandes manazas, pero al ver que ella lo miraba meneó los rizos negros y le mostró los dientes, como si estuviera listo para morder a alguien. Valentina le dedicó una mirada de advertencia y le gruñó algo en ruso.

– ¿Y Chang An Lo? -preguntó Theo.

– Está en la cárcel.

– Lo siento mucho, Lydia.

– Yo también.

La joven se acercó al ruso corpulento y permaneció a su lado, de pie, con la rodilla a apenas un centímetro de su codo, mirando una vez más por la ventana. Ninguno de los dos hablaba, pero Theo sentía la conexión que existía entre los dos. Curioso. Y también notaba que a Valentina aquella camaradería no le gustaba nada. Parecía evidente que invitar a Liev Popkov no había sido buena idea. La madre de Lydia dio unos pasos en dirección a la botella de vodka.

– Por lo que se ve, las noticias sobre Chan no son buenas -comentó Theo en voz baja a Alfred, que llevaba un traje gris marengo muy elegante. Valentina había obrado milagros con su amigo.

– Me temo que no.

– ¿Ejecución?

– Parece inevitable. Y puede producirse en cualquier momento.

– Pobre Lydia.

Alfred extrajo del bolsillo un gran pañuelo blanco y se secó la boca, como si quisiera borrar sus palabras.

– Tal vez a la larga sea lo mejor. -Meneó la cabeza, descontento-. Ojalá encontrara un novio inglés, un buen muchacho, en esa escuela tuya.

– ¿Por qué estás tan serio, ángel mío? -intervino Valentina, soltando una carcajada. Había regresado a su lado, y le había rodeado la cintura con un brazo. A Theo le divertía que su amigo se viera tan contento, y a la vez tan avergonzado, con las muestras de afecto de Valentina. Pero después, aquella mirada de Alfred, tan llena de amor, aquella sonrisa tímida, le perseguiría.

En su mente, la hora que había seguido aparecía borrosa. Sabía por qué. Era por el impacto ante lo que se había producido. El impacto actuaba como un vaso de agua vertido sobre una hoja escrita, que emborronaba las palabras y las hacía derramarse unas sobre otras como lágrimas. De modo que no estaba seguro de cómo había llegado a verse caminando hasta la salida detrás de Valentina. Tenía algo que ver con unos cigarrillos. Sí, eso era.