– Oh, maldita sea -había exclamado ella-. Se me han terminado los cigarrillos.

– Tome, pruebe uno de los míos -le ofreció Theo.

– Oh, no, no, huelen a rayos.

De modo que se ofreció a llevarla en coche hasta la tienda en la que vendían su apestoso tabaco ruso, y ella se mostró encantada. Se había acercado a su hija, le había dicho algo al oído mientras le acariciaba el pelo; sin duda le había explicado por qué iba a ausentarse. Lydia asintió, pero puso mala cara. No estaba contenta. En la calle, él abrió la puerta del pasajero para que Valentina entrara en el coche. Hasta ahí lo recordaba. Y el beso. Los labios suaves sobre su mejilla, y su perfume, el roce ligero de aquella mano sobre su pecho. Aquella mujer estaba tan contenta, tan llena de vida, que contagiaba su alegría. Se le escapaba a borbotones. Su hija estaba a salvo tanto de Po Chu como de Chang An Lo, y Alfred comía de la palma de su mano. ¿Qué más podía querer?

Mientras montaba en el coche, Theo vio dos cosas que lo sorprendieron. Una, que Lydia se encontraba ante la puerta de la casa. No entendía por qué había salido a verles partir. La otra, a la mujer china, la que le había endosado el gato en el junco y llevaba dos días a la puerta de su casa. ¿Qué diablos estaba haciendo ella allí? Aquella loca plantó su cuerpo rechoncho frente al automóvil. Él hizo sonar la bocina. El rostro de la china, sus ojos pequeños, compusieron un gesto de odio, y escupió a la ventanilla.

– Ah, esta ciudad loca está llena de criaturas desquiciadas -se quejó Valentina, que con todo no pareció alarmarse. Nada podía socavar su buen humor.

– Me libraré de ella.

Theo salió del coche, y fue entonces cuando todo se estropeó.

La mujer echó el brazo hacia atrás y arrojó algo bajo el coche. Theo la persiguió, pero ella ya corría por el camino de entrada a asombrosa velocidad. Él apresuró el paso, y ya había llegado a la verja cuando el mundo se partió por la mitad. No hallaba otra explicación. El ruido fue como el rugido de un diablo. Cayó al suelo, y sintió que, en contacto con él, se le partía la muñeca. Parecieron estallarle los oídos. No oía nada.

Se arrastró sobre el asfalto y miró tras él. El Morris Cowley ya no estaba. En su lugar había un cráter, y unos grotescos amasijos de metal. Tras él, el Armstrong Siddeley de Alfred se veía aplastado por delante, como si le hubieran dado una patada en el morro. Cristales rotos caían por los aires como cuchillas afiladas. A unos diez metros, sobre el césped calcinado, yacía el cuerpo mutilado de Valentina. Convertido en carne viva. Lydia se arrodillaba a su lado, la boca abierta, emitiendo un grito estridente que Theo no oía, meciendo entre sus manos el rostro desfigurado de su madre.

Fue entonces cuando el impacto mezcló las imágenes en su mente y las hizo descender en espiral por una fosa oscura y fría.

Capítulo 62

El funeral fue espantoso. Theo estuvo a punto de no asistir, pero sabía que debía enfrentarse a la realidad. Podría haber usado las heridas como excusa. No eran profundas, pero sí aparatosas. Cortes y moratones en el rostro, una muñeca rota y escayolada. Le faltaba un pedazo de oreja. Pero fue. De no haber sido por él, no habría habido necesidad de funeral, y tendría que aprender a vivir con ese hecho. Sinceramente, no comprendía que Alfred y la muchacha rusa no lo echaran de la iglesia. Pero no lo echaron. Los dos iban vestidos de negro riguroso. Y sus rostros habían adquirido una tonalidad grisácea, como la tierra que pronto engulliría a Valentina. Theo se sentó en el último banco, junto a Li Mei, que lo observaba todo con mirada curiosa, y llevaba la flor blanca del duelo en el pelo.

– Queridos amigos, demos las gracias por la vida de Valentina Parker, que fue una gran dicha para todos nosotros. -De pie, en el pulpito, con una amplia sonrisa, se encontraba el viejo misionero, el que había oficiado la boda, con el pelo más blanco que el de Abraham-. Fue una de las estrellas brillantes del Señor, de las que resplandecen en el mundo. Y Él le concedió el don de la música para que nos deleitara.

Theo no se sentía capaz de escuchar. Las iglesias le desagradaban. No le gustaba la intimidación tan magistralmente tejida sobre su imponente arquitectura, pensada para que uno no se sintiera más que un insignificante pecador. Pero si Valentina era, en efecto, una de las luces brillantes de ese Dios poderosísimo, ¿por qué la había apagado con semejante brutalidad? ¿Por qué había hecho que Alfred, que era uno de los siervos más devotos de ese Dios, sufriera esa agonía? Todo aquello convertía en absurdo el concepto de un Dios amoroso. No, los chinos lo entendían mejor. Las cosas malas suceden porque los espíritus se enfadan. Tenía sentido. Había que aplacarlos, y era por ello por lo que Theo había decidido seguir el consejo de Chang y había erigido un altar en su casa, para honrar a los espíritus de su padre, su madre y su hermano. No pensaba darles ninguna excusa para que lastimaran a Li Mei como habían hecho con Valentina. Estaban en China, y allí regían otras reglas.

La mujer china del barco, con su granada de mano, lo sabía bien. Lo culpaba a él de la ejecución de su esposo y del suicidio de su hija en el lecho de Feng Tu Hong, y terminó inmolándose ella misma con una segunda granada. Pero ello no implicaba que hubiera dejado de ser una amenaza. Theo había arrancado a Li Mei la promesa de que se dirigiría a Yeewai, el gato, con gran amabilidad. Por si acaso. Los espíritus eran impredecibles.

Cuando la congregación se puso en pie para cantar «Adelante, soldados cristianos», Theo siguió sentado, con los ojos cerrados, agarrando con fuerza la mano de Li Mei.


La recepción que siguió al funeral fue peor. Pero a Theo le alegró ver a Polly invariablemente plantada junto a Lydia, cuidando de su amiga, protegiéndola de quienes iban a darle el pésame. Alfred, por su parte, se mostraba demasiado entero, y verlo rompía el corazón.

– Si puedo ayudarte en algo, Alfred…

– Gracias, Theo, pero no.

– ¿Cenamos juntos alguna noche?

– Te lo agradezco. Todavía no. Tal vez más adelante.

– Por supuesto.

– Theo.

– ¿Sí?

– Estoy pensando en solicitar un traslado. No puedo quedarme aquí. Ya no.

– Comprensible, amigo. ¿Adónde te gustaría ir?

– A casa.

– ¿A Inglaterra?

– Sí. No estoy hecho para estos lugares paganos.

– Te echaré de menos. Y nuestras partidas de ajedrez.

– Debes venir a visitarme.

– ¿Y la muchacha? ¿Qué piensas hacer con Lydia?

– La llevaré conmigo. A Inglaterra. Le proporcionaré una buena educación. Eso es lo que quería Valentina.

– No es poca responsabilidad. No olvides que no sabe nada de Inglaterra. Y no puede decirse que sea una joven… dócil precisamente. No sé si encajaría allí.

Alfred se quitó las gafas y se las limpió con esmero.

– Ahora es mi hija.

Theo no estaba seguro de que Lydia lo viera del mismo modo.

– Lo siento, Alfred -dijo, incómodo-. No imaginas lo mal que me siento, sé bien que esa granada iba dirigida a mí, y no a Valentina.

Alfred frunció el entrecejo.

– No es culpa tuya, Theo, no te culpes. Es este maldito país.


Pero Theo sí se culpaba. No podía evitarlo. Decidió regresar a casa a pie, en lugar de montarse en uno de los rickshaws que atestaban las calles, por más que éste le habría aliviado el dolor de piernas. Pero necesitaba andar. Debía despejarse con una caminata. Arrancar el diablo de la culpabilidad que se alojaba en su alma.

No le cabía duda de que regresaría una y otra vez en los años venideros, y que tendría que hacerle sitio en su corazón. Pero los momentos en que su mente pensaba con mayor claridad sabía que Alfred tenía razón. Era el país. China contaba con una historia de miles de años de violencia, e incluso ahora, su exquisita belleza se veía pisoteada por la estampida de quienes codiciaban el poder. Ellos lo llamaban justicia. Una lucha por la igualdad y el salario digno. Pero en realidad era un nombre nuevo para el mismo yugo alrededor del cuello del pueblo chino. El pueblo chino se merecía algo mejor. ¿Qué clase de sistema de justicia era ese que otorgaba la libertad a cambio del cuerpo de una hija joven? ¿O que vendía a los niños para convertirlos en esclavos?

– Wilbee, acabarás con el otro brazo escayolado si no vas con más cuidado.

Theo se apartó de la calle, donde una sucesión de ruedas pasaba a toda velocidad, un río sin fin de coches y bicicletas, de rickshaws y carretillas. Incluso un joven que iba montado sobre una motocicleta hizo sonar la bocina para que se apartara.

– Buenos días tengas, Feng Tu Hong.

El Rolls-Royce negro susurraba junto a la acera, con la ventanilla bajada, pero el hombre que iba montado en su interior no era el mismo que irradiaba fuerza y poder hacía apenas unos días. Una mirada a sus ojos bastó a Theo para ver el desconcierto de un hombre que ha perdido a su hijo. Llevaba una cinta blanca en la cabeza.

– Te estaba buscando, Willbee. Por favor, hazme el honor de compartir un momento conmigo. Un breve trayecto en mi modesto vehículo tal vez te ayude a aligerar la carga de las heridas que sufres.

– Gracias, Feng, acepto.

Avanzaron en silencio, al principio, los dos demasiado inmersos en sus propios pensamientos como para hallar las palabras que sirvieran de puente entre ellos. Las calles estaban llenas de gente que, bajo el sol brillante del invierno, iba y venía, pero el coche atraía la atención allá por donde pasaba, y varios chinos inclinaron la cabeza en señal de respeto. Feng no se percató de ello siquiera.

– Feng, te acompaño en el sentimiento por tu pérdida. Siento no haber podido ser de ayuda, pero la granja ya estaba vacía cuando llegué.

– Eso me dijeron.

– Tu hija también envía el pésame a su padre.

– Una hija que cumpliera con su deber estaría junto a mí.

– Un padre que cumpliera con su deber no amenazaría a su hija tan salvajemente.

Feng no quiso mirar a Theo, y mantuvo la mirada perdida en su mundo negro, aunque aspiró hondo para controlar la cólera. A Theo se le ocurrió entonces que ese hombre quería algo. Y no era difícil adivinar de qué se trataba.

– Feng Tu Hong, entre tú y yo existe una historia de desencuentros, y me entristece que no podamos aparcar nuestras diferencias por causa de tu hija, a la que los dos amamos. En un momento como éste, en el que sientes una pena desgarradora por la pérdida de tu segundo hijo… -hizo una pausa- te invito a mi casa. -Volvió a oír que el hombre tomaba aire sonoramente-. Tu hija te servirá el té gustosamente, aunque lo que podemos ofrecerte en casa es escaso comparado con las exquisiteces de tu mesa. Pero, en este momento de tristeza, Feng, no debemos elevar la voz.

Feng se volvió hacia él despacio, el cuello grueso agarrotado, a la defensiva.

– Te lo agradezco, Willbee. Mi corazón se complacerá si logro posar mis ojos una vez más en mi hija. Es la única que me queda, y no deseo causarle ninguna molestia.

– En ese caso, seas bienvenido.

Feng se echó hacia delante, deslizó el cristal que separaba el asiento trasero del delantero y dio las instrucciones oportunas al chófer. Cuando volvió a cerrarlo, se agitó, incómodo, en el asiento de piel, y carraspeó, preparándose para lo que tenía que decir.

Theo aguardaba, cauteloso.

– Tiyo Willbee, yo no tengo ningún hijo varón.

Theo asintió, pero permaneció en silencio.

– Necesito un nieto.

Theo sonrió. De modo que era eso. El viejo diablo le estaba implorando. Eso lo cambiaba todo. Ahora Li Mei ostentaba el poder.

– Vamos -le dijo Theo, cortésmente, cuando el coche entró en el patio de la Academia Willoughby -. Entra a tomar el té con nosotros.

Era un principio.

Capítulo 63

– ¡Lydia!

Lydia se encontraba en su dormitorio. Llevaba tantas horas con la mirada perdida en la oscuridad y la lluvia, en un abismo de soledad, que su pensamiento había huido del presente, y la había llevado hasta el día en que su madre había aparecido en la buhardilla con una barra pequeña de algo que había llamado pan de malta en una mano, y una barra de mantequilla en la otra. A Lydia le entusiasmó tanto el olor nuevo y raro, la textura blanda de aquella masa cocida que no se parecía nada al pan, que se subió a una silla para ver a Valentina untar una gran cantidad de mantequilla en ese pan. Acto seguido, su madre le había ido metiendo, una a una, en la boca, las rebanadas cuajadas de frutas, como si fuera una cría de pájaro. Y se habían reído tanto que se les habían saltado las lágrimas. Ahora, al recordar que su madre había comido muy poco, que se había limitado a lamer los restos de mantequilla del cuchillo y a poner los ojos en blanco, en señal de éxtasis, algo en su interior se desgarraba.