– ¡Lydia! ¡Ven! ¡Deprisa!
Lydia había desarrollado un gran instinto para detectar el peligro, y agarró un cepillo para usarlo como arma, antes de salir al rellano y meterse en el dormitorio de Alfred. Se detuvo. Durante un instante insoportable, la esperanza anidó en su interior. La estancia estaba llena de gente, y todos eran su madre. Alfred estaba sentado muy tieso, al borde de la cama matrimonial, con dos sobres en una mano, y la otra aferrada a las sábanas, como si tratara de mantenerse anclado en la realidad.
– ¡Lydia, mira! -le dijo, con la respiración entrecortada-. Cartas.
Pero ella no lograba apartar la vista del suelo. Había ropa de su madre por todas partes, dispuesta ordenadamente, separada por colores.
Un vestido azul marino sobre unos zapatos del mismo tono. Un dos piezas de seda color crema con una blusa beige y sandalias marrones. Medias, sombreros, guantes, e incluso joyas, colocadas como si las llevara puestas. Cuerpos vacíos. Su madre estaba allí. Pero no estaba allí. Un fular ocupaba el lugar que debería haber ocupado su rostro.
Aquello era demasiado. Y Lydia estalló en sollozos.
– ¡Lydia! -repitió Alfred, vehemente-. Lydia, nos ha escrito. -No llevaba las gafas puestas, y sin ellas su rostro se veía desnudo, vulnerable. Aunque el despertador de la mesilla marcaba las cuatro y veinte de la mañana, todavía no se había quitado el traje arrugado del día anterior, y no le habría venido mal un afeitado.
– ¿A qué te refieres?
– Las he encontrado. Debajo de su ropa interior, en ese cajón. Una para cada uno.
Soltó las sábanas y se acercó mucho los sobres a la cara.
Lydia se arrodilló frente a él, sobre la alfombra, apoyó las manos en sus rodillas y notó que estaba temblando. Alzó la vista y le miró a los ojos.
– Alfred, Alfred -murmuró. Las lágrimas resbalaban por las mejillas de su padrastro, pero él era consciente de su propio llanto-. No podemos hacer que vuelva.
– Ya lo sé -sollozó él-. Pero si Dios resucitó a su hijo, ¿por qué no puedo yo recuperar a mi mujer?
Querida dochenka:
Si lees esto, significa que habré hecho lo peor que una madre puede hacerle a su hija: irse. Te he abandonado. Pero bueno, ya sabes que nunca se me ha dado muy bien hacer de madre, ¿verdad, corazón? Hoy es el día de mi boda. Te escribo esto porque me invade un horrible presentimiento, que me cubre como un sudario. El frío se apodera de mi corazón. Pero sé que te reirías de mí, que menearías tu cabecita y me dirías que es por culpa del vodka. Tal vez tengas razón. Y tal vez no.
Así que el caso es que tengo algunas cosas que contarte. Cosas importantes. Chyort! Ya me conoces, mi cielo. Yo no soy de las que cuenta las cosas. Yo soy más de las que guardan secretos. Los atesoro como si fueran piedras preciosas, y me los quedo para mí. De modo que te lo contaré todo deprisa.
En primer lugar, te quiero, mi pequeña. Te quiero más que a mi vida. De modo que, si en este momento ya me encuentro bajo tierra, fría, no me llores. Estaré contenta, porque querrá decir que tú me has sobrevivido, y eso es lo que importa. En realidad, a mí nunca se me dio demasiado bien vivir. Espero descubrir que el diablo y yo nos llevamos bien. Y, por el amor del infierno, no llores. Vas a echar a perder esos ojos preciosos que tienes.
Ahora viene la parte difícil. No sé por dónde empezar, de modo que lo escupiré de golpe.
Tu padre, Jens Friis. Está vivo. Ya está. Ya lo he dicho.
Vive en una de esas horribles cárceles de trabajos forzados de Stalin, en algún confín desamparado de Rusia. Lleva ahí diez años. ¿Te lo imaginas? ¿Cómo lo sé? Por Liev Popkov. Vino y me lo dijo el día que tú llegaste a casa y nos encontraste juntos en nuestra miserable buhardilla. Precisamente el día en que acepté la propuesta de matrimonio de Alfred. ¿Irónico? ¡Ja! Habría querido morirme, Lydia, morirme de pena. Pero ¿en qué podría ayudarte tu padre, encerrado en medio de las estepas heladas de Siberia? Seguramente morirá pronto. En esos bárbaros campos de muerte, la gente no vive mucho tiempo.
De modo que te he proporcionado un padre nuevo. ¿Es eso algo tan malo? Te he proporcionado uno que pueda cuidar de ti como Dios manda. Y de mí. No te olvides de mí. Estaba cansada de sentirme… vacía. Delgada y vacía. Quiero tantas cosas para ti…
Ya está. Ya lo he dicho. No te enfades conmigo por no habértelo dicho antes.
Y ahora, un secreto que jamás pensé que te revelaría. Las palabras se me pegan a la garganta. Incluso ahora preferiría llevármelo conmigo a la tumba. ¿Debo hacerlo?
Está bien, cielo, está bien. Me parece oírte gritarme al oído a través de los gusanos. Quieres la verdad. Está bien, te la contaré, gatita de callejón, aunque no va a hacerte ningún bien.
Siempre te dije que cuando conocí a tu padre, me pareció un glorioso guerrero vikingo, que su corazón latía con tal fuerza que lo oía desde el otro lado del salón, donde yo tocaba el piano para el zar Nicolás. Que era diez años mayor que yo, pero que en ese mismo lugar, en ese mismo instante, yo juré que me casaría con aquel dios nórdico. Tardé tres años, pero lo logré. Con todo, en la vida nada es sencillo, y mientras yo era demasiado joven y tonta para que él se fijara en mí, él se dedicaba a flirtear en la corte del zar, en el palacio Alexander de Tsarkoe Selo. Y aquí llega la picadura del escorpión: tu padre tuvo una aventura. Oh, sí, mi dios vikingo era humano, en el fondo. Y la aventura fue con esa perra rusa, la condesa Natalia Serova, que quedó embarazada de él.
Sí. Alexei Serov es tu hermano de padre.
¿Satisfecha?
Incluso en este momento lloro si lo pienso, y las lágrimas me nublan su nombre. Y la condesa tuvo el buen juicio de abandonar Rusia antes de que la tormenta roja se abatiera sobre nosotros, por lo que pudo llevarse a su hijo, el dinero y las joyas. Y dejó que su pobre y cornudo esposo, el conde Serov, muriera bajo la espada bolchevique.
Ahora ya lo sabes. Por eso no quería que ese bastardo de ojos verdes entrara en mi casa. Tiene los mismos ojos que tu padre.
Ya está, dochenka, ya me he confesado. Haz lo que mejor te parezca con mis secretos. Te suplico que los olvides. Que te olvides de Rusia y de los rusos. Conviértete en la hija de mi querido Alfred, en una señorita inglesa digna de tal nombre. Es tu única oportunidad de progresar. De modo que adiós, mi querida hija. Recuerda mis deseos: una educación inglesa, una profesión propia. No dependas nunca de un hombre.
Y no me olvides.
Bah, al infierno con esta locura. Me niego a morirme aún, de modo que esta carta envejecerá y se pondrá amarilla, metida entre mi mejor ropa interior francesa. Nunca lo sabrás.
Deseo besarte, mi cielo.
Mucho amor de tu madre
«Mamá. Mamá. Mamá.»
Un torrente de emociones confluía en ella. Se encerró en su dormitorio, y temblaba tanto que el papel se agitaba en sus manos. No era capaz de reprimir las emociones, la alegría.
«Papá está vivo. Papá está vivo. Y tengo un hermano. Aquí mismo, en Junchow. Alexei. Oh, mamá. Qué enfadada estoy. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no hemos podido compartir esto?»
Pero sabía bien por qué. De ese modo, su madre creía que la protegía. Tenía muy desarrollado el instinto de supervivencia.
«Mamá. Sé que crees que soy testaruda y caprichosa. Pero te habría escuchado. De veras. Deberías haber confiado en mí. Juntas habríamos…»
De la nada se le apareció una imagen de su padre, que se alzó en su interior hasta ocupar la totalidad de su cerebro. Ya no era alto, sino encorvado, flaco, de pelo cano. Llevaba grilletes en los pies, unos pies cuajados de llagas purulentas. La imagen del vikingo que siempre creyó que la llevaba sin esfuerzo sobre sus hombros anchos había desaparecido. Pero, justo antes de que se le cerraran los párpados, Jens Friis la miró a los ojos y sonrió. Era la vieja sonrisa, la que recordaba, la única parte de él que seguía llevando en su interior.
– ¡Papá! -gritó.
A las siete de la mañana ya tenía erigido el altar. Un altar grande. En el salón. Alfred, sentado, observaba en silencio absoluto mientras ella retiraba todo lo que cubría la cómoda de nogal y la cubría con los fulares granates y dorados y ocres de su madre. En ambos extremos colocó velas que encontró en el comedor. En el centro, en el lugar de honor, dispuso un retrato de Valentina en el que aparecía riendo, con la cabeza ladeada y una sombrilla de papel encerado que usaba para protegerse del sol. Una instantánea feliz de su luna de miel. Se veía preciosa, dispuesta a hechizar a los mismísimos dioses.
A continuación colocó sus posesiones. Lydia pensó en lo que Valentina necesitaría, y fue situando los artículos alrededor de la fotografía: cepillo y espejo, lápiz de labios, base de maquillaje y esmalte de uñas, el bolso de piel de serpiente lleno de dinero que había sacado de la billetera de Alfred. El joyero, un elemento imprescindible. Y, delante mismo, para que le fuera fácil acceder a él, un vaso de cristal lleno hasta el borde de vodka ruso.
Más. Necesitaba más.
A la derecha, un montón de partituras musicales, y a la izquierda un libro para que leyera sobre la aventura entre Chopin y George Sand, así como una baraja de cartas, por si se aburría. Un cuenco con frutas. Un plato con mazapanes. ¿Qué más?
Trajo una fuente honda de latón y la dejó también sobre la cómoda. Fue llenándola de dibujos de una casa, un gran piano, un pasaporte, un coche, ropas y flores.
Encendió una cerilla y la arrojó sobre el papel. Las llamas ascendieron hacia su madre, y las alimentó con cigarrillos, que fue echando uno por uno. El olor era repugnante. Cuando todo se consumió y el humo se hubo disipado, Lydia esparció el perfume de su madre por el altar, presionando una y otra vez el rociador hasta que el frasco estuvo vacío.
Fue entonces cuando Alfred se levantó de la butaca desde la que lo había contemplado todo en silencio, y muy suavemente, como si no quisiera molestar a su esposa, dejó el anillo de boda junto al retrato sonriente de Valentina.
– Vaya, vaya, pero si es Lydia, la pequeña dyevochka que no habla su propia lengua.
– Condesa Serova, vashye visochyestvo, mozhno mnye pogo-voryit Alexeiyemf. Me gustaría hablar con Alexei.
– De modo que al fin estás aprendiendo. Bien. Pero no, no puedes entrar, es demasiado temprano para recibir visitas.
– Es importante.
– Vuelve más tarde.
– Debo verle.
– No seas insolente, niña. Todavía no hemos desayunado.
– Escúcheme. Mi padre está vivo.
– Vete. Yidi! ¡Vete de inmediato, niña!
– Nyet.
– No. La respuesta sigue siendo no. ¿Cuántas veces debo repetírtelo?
– Alexei. Ahora se lo pido… te lo pido como hermana.
– Esto es injusto, Lydia.
– ¿Desde cuándo ha sido justa la vida?
Paseaban por Victoria Park, con las cabezas agazapadas para protegerse del viento que descendía aullando desde los eriales de Siberia y silbaba entre los árboles. Aún no nevaba, pero Lydia ya sentía las dentelladas del frío. En el parque no había nadie más.
– Esto es demasiado.
– No, Alexei. Es una gran sorpresa. Pero debes respetar a tu madre la condesa por admitir la verdad, aunque le haya dolido tanto hacerlo.
– ¿Dolido?
– Está bien, dolido no es la palabra. Para ella ha sido como comerse una alambrada. Pero lo ha hecho. Es valiente.
– Un bastardo danés, eso es lo que soy. Nyezakonniy sin. -Aceleró el paso, abandonó el sendero, haciendo caso omiso de los carteles que prohibían pisar la hierba, y se dirigió a la fuente.
Lydia le dio tiempo. Su orgullo estaba hecho añicos, y ella había aprendido de Chang la importancia del orgullo de un hombre. Siguió caminando despacio por el sendero de gravilla, siguiendo su recorrido, más largo, hasta el estanque ornamental en el que vivía una carpa japonesa, y donde se alzaba la fuente del dragón.
Hoy el agua se veía inmóvil, y en sus bordes empezaba a convertirse en hielo. Alexei estaba de pie, apoyado en la barandilla, observando los perfiles plateados y dorados que se movían veloces, como espíritus, bajo el agua. En su inmovilidad, y en su abrigo negro, largo, también él parecía una estatua.
– Hijo de Jens Friis -dijo ella en voz baja-. No un bastardo danés.
– ¿Y quién era exactamente ese padre nuestro? -preguntó, sin apartar la vista del pez.
– Era ingeniero. Muy brillante. Original creador de nuevos planes. El zar Nicolás y la zarina lo adoraban, y recurrieron a sus proyectos para modernizar el sistema de aguas de San Petersburgo. -Hizo una pausa-. También tocaba el violín. Pero no demasiado bien.
Alexei se volvió para mirarla.
– ¿Tú lo recuerdas?
– Sólo un poco. Recuerdo cómo sonaba su risa cuando me lanzaba por los aires, y el tacto de sus manos grandes cuando me recogía. Yo sabía que con aquellas manos no me soltaría nunca. -Cerró los ojos para recordar mejor-. Y su sonrisa. Su sonrisa era mi mundo.
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