– Se convirtió en caballero.

– Serví en la casa de Jasper Tudor hasta su muerte. Fui paje hasta los trece años. A esa edad pasé a ser caballero de mi señor.

– ¿Cuándo se convirtió en caballero? -le preguntó ella. Era la primera vez que él hablaba tan abiertamente y en profundidad sobre sí mismo. Estaba fascinada. Él se parecía, en ciertos sentidos, a Hugh. Y era buen mozo. Hugh tenía mechones rubios en el cabello blanco, que, según le había contado, había sido rubio cuando joven; el de Owein Meredith era de un rubio más oscuro, pero también había en él mechones dorados, y a ella le encantaban.

– Como les dije a sus tíos -respondió él-, fui armado caballero a los quince años. Después de la batalla de Stoke, cuando vencimos al pretendiente, Lambert Simmel.

– ¿Qué pretendía y por qué fue necesario guerrear contra él?

Owein rió.

– Fue antes de que usted naciera, Rosamund. El rey anterior, Eduardo IV, tuvo dos hijos. El tío de los niños tomó el trono de su hermano cuando murió. Se decía que Inglaterra no necesitaba un rey niño. Pero había dos muchachitos. Desaparecieron y no se volvió a saber de ellos. Se dice que su tío, el rey Ricardo III, los asesinó y ocultó los cuerpos en la Torre de Londres.

– ¿Y es cierto? -Los ojos de Rosamund estaban muy abiertos.

– No lo sé -dijo Owein-. Nadie lo sabe. Pero después de ese acontecimiento, el heredero de la otra casa real, Enrique Tudor, regresó a Inglaterra para pelear contra el rey Ricardo, lo derrotó y ocupó su lugar en el trono. Se casó con la princesa Isabel, hermana mayor de los dos desdichados príncipes y heredera de la casa real de York. Su unión terminó cien años de guerras en Inglaterra, Rosamund, pero en 1487 un joven adujo ser hijo del duque de Clarence, que tenía un derecho mayor al trono que nuestro rey Enrique. No lo era, por supuesto. El verdadero Eduardo Plantagenet estaba preso en Londres. Para probar esto, el rey lo exhibió en las calles. Pero igual fue necesario enfrentar a este Lambert Simmel y vencerlo en Stoke.

– Peleó bien y fue armado caballero, señor.

– Sí, peleé bien. Yo daría la vida por la Casa de Tudor, porque ellos me acogieron y me criaron, y me dieron todo lo que tengo en la vida -declaró, con pasión.

– ¿Y qué es lo que tiene, señor caballero?

– Un hogar dondequiera que vaya el rey, pero, más importante aún, tengo un propósito en la vida a su servicio.

– Entiendo. Sin embargo, parece poco a cambio de su lealtad. No tiene un hogar ni tierras propias. ¿Qué será de usted cuando sea muy viejo para pelear o para servir? ¿Qué es de los buenos caballeros como usted, Owein Meredith?

– Moriré en alguna batalla o tal vez mi hermano me dé un hogar en mis últimos años, porque es lo honorable. Para entonces, yo le llevaré honor por mis años de servicio en la Casa de Tudor.

– ¿Cuándo vio por última vez a su hermano o a su familia?

– No los veo desde que me fui de mi casa natal, en Gales. Pero cuando murió nuestro padre, mi hermano me mandó avisar. No me ha olvidado, Rosamund.

No, probablemente no. No le vendría mal al hermano de Owein Meredith tener un amigo en la Corte, aunque su hermano no fuera un hombre de riqueza o de verdadera influencia. Pero conocía hombres de riqueza e influencia e, incluso, hasta podría formular peticiones al rey para su familia, en caso de necesidad. Es lo que ella haría, pensó Rosamund. Era lo práctico.

Los días parecieron pasar con tanta prisa que Rosamund estaba desconcertada. Atesoraba cada momento que le quedaba en Friarsgate. No tenía ganas de irse. Si Hugh la hubiera consultado… pero Owein Meredith tenía razón cuando le dijo que, si se quedaba allí, su tío encontraría la manera de recuperarla a ella y su derecho sobre el feudo. Irse era el precio que debía pagar para ser la heredera de Friarsgate. Estaba un poco asustada, aunque no permitiría que nadie lo supiera. Tracez Votre Chemin. Ella trazaría su propio camino.


Maybel dudaba y se preocupaba pensando qué llevar, metiendo todo lo posible en el baulito. Sir Owein le sugirió a Edmund Bolton que sería aconsejable colocar una determinada cantidad de oro con un orfebre de Londres del cual Rosamund pudiera tomar lo que necesitara si se daba el caso, pues pronto ella comprobaría que su guardarropa era demasiado rústico y debería adaptarlo. Él derivaría a Maybel a un mercero honesto y de confiar para comprar la tela, pero necesitaría dinero. Sería mejor no llevar demasiado, por el peligro de que se lo robaran.

El dinero sería transportado a Carlisle y, de allí, sería acreditado en Londres con un orfebre honorable.

Se trazó con detenimiento la ruta y se envió un jinete para conseguir alojamiento en las casas de huéspedes de los conventos y monasterios del camino. El viaje llevaría quince días o más, según el clima. Sir Owein estaba acostumbrado a viajar grandes distancias, pero sabía que su joven pupila no y que nunca había salido de sus tierras salvo un par de veces a comprar vacas o caballos, acompañada de su esposo y su tío. Nunca había visto una ciudad.

Rosamund pasó los últimos días en Friarsgate yendo a caballo de un arrendatario a otro, despidiéndose de ellos y recordándoles que, mientras ella no estuviera, Edmund estaría a cargo. Él hablaría en nombre de Rosamund Bolton. Debían obedecerlo sin cuestionamientos. Algunos arrendatarios le dieron pequeños obsequios hechos con sus propias í manos: un peine de dulce madera de manzano tallado con dos palomitas entre azahares; un costurero hecho de un pedazo de cuero forrado con un pequeño trozo del fieltro de lana rojo de Friarsgate. La mujer que había ganado la cinta azul en Lammas la bordó con un pequeño hilo de oro que había conseguido sólo Dios sabe dónde. Y ahora se la devolvía a su señora, diciendo:

– Es hermosa, mi pequeña lady, pero es más apropiada para ti que para la vieja mujer de un pastor. Mira, la hice con estrellas para que recuerdes el cielo de la noche de Friarsgate cuando estés entre los poderosos. ¿Volverás a nosotros, milady? -Su rostro ajado dejaba ver su angustia.

– Apenas me lo permitan, Mary, ¡lo juro! -dijo Rosamund con fervor-. Yo preferiría no ir, pero tengo miedo de que mi tío intente recuperar mi custodia y mis tierras. Parece que esta es la única manera de ponerme a salvo.

Mary asintió.

– Parece que los ricos también tienen sus problemas, milady -observó.

Rosamund rió.

– Sí. Al parecer, nada es sencillo en esta vida.

Algunos días antes del previsto para la partida, su tío Richard vino de St. Cuthbert, trayendo consigo al joven sacerdote, el padre Mata. A Rosamund enseguida el muchacho le cayó bien, y a Edmund también. Era de altura media y algo rollizo. Sus ojos azules bailaban bajo las espesas cejas. Tenía mejillas sonrosadas y cara de niño. El cabello que rodeaba la tonsura era de un rojo intenso, y tenía la piel muy clara. Se inclinó ante ella y dijo:

– Le estoy agradecido, milady, por el beneficio que me ofrece.

– No es mucho, y estará siempre ocupado. Pero será bien alimentado y el techo de su casa no gotea, ni hay corrientes de aire en el hogar.

– Daré misa todos los días -le prometió él-, y celebraré el Día de Todos los Santos, pero primero hay que casar como corresponde a los que están viviendo en pecado y bautizar a las criaturas.

– Así es. Nos alegramos de que esté aquí.

– ¿Y cuándo regresará, milady? -preguntó el joven sacerdote.

– Cuando me lo permitan -respondió Rosamund.

– Ven -dijo Edmund, al ver que su sobrina comenzaba otra vez a descorazonarse-, llevemos al buen padre a su casa, Rosamund. Hay una anciana, Nona, que la mantendrá limpia. Tomará sus comidas en la sala conmigo, padre Mata. Me hará bien la compañía. -Comenzó a andar en dirección de la casa del sacerdote, cerca de la pequeña iglesia.

La mañana del 1° de septiembre amaneció nublada y ventosa con lluvia inminente, segura para antes del mediodía. No obstante, sir Owein insistió en que mantuvieran el plan original. Sabía que otro día no le facilitaría las cosas a Rosamund, cuyos temores ahora amenazaban con sobrepasarla pese a los ingentes esfuerzos de todos por animarla. El padre Mata celebró misa temprano, antes de la salida del sol. Desayunaron en la sala; en cada lugar se colocaron los platos de pan fresco, recién salidos de los hornos y ahuecados para servir en ellos las escudillas de avena. Rosamund no pudo comer. Su estómago, nervioso, le daba vueltas.

– No puede estar todo el día sin una buena comida -le dijo con firmeza el hombre del rey-. Esta será la mejor comida de que pueda disfrutar en muchos días, milady. Las casas de huéspedes de la iglesia no son famosas por la calidad de sus alimentos ni de su bebida. Estará enferma todo el día si no come ahora.

Rosamund, obedientemente, se llevó el cereal caliente a la boca. Le cayó como una piedra en el estómago. Bebió un sorbo del copón con vino aguado y lo sintió ácido. Mordisqueó un pedacito de queso, pero le pareció salado y seco. Por fin se puso de pie, a desgano.

– Será mejor que nos marchemos.

Los criados de la casa formaron fila para desearle que Dios la acompañara en su camino. Ella se despidió con lágrimas en los ojos y las mujeres se echaron a llorar. Rosamund traspuso la puerta de la casa señorial. Afuera esperaba su yegua. Rosamund se volvió súbitamente.

– ¡Me olvidé de despedirme de mis perros!

Esperaron con paciencia su retorno, pero, cuando volvió, dijo:

– Estoy pensando si Pusskin ya habrá tenido cría. Voy al establo a ver, antes de irme. -Y volvió a desaparecer.

– Ponla en el caballo, Edmund, cuando regrese -dijo Maybel, irritada-. Ya me duele el trasero con este animal, y todavía no dimos un paso.

Edmund y Owein rieron. Rosamund apareció.

– ¿Llevamos la cinta bordada, Maybel? Estoy segura de que la vi en el piso, en mi dormitorio. Tendré que ir a buscarla.

Edmund Bolton tomó a su sobrina de la mano y la llevó rápidamente hasta la montura. Sus manos se cerraron sobre la cintura de ella y la levantó hasta la silla.

– Está todo empacado, Rosamund -le dijo, severo. Le dio a sir Owein la rienda de la yegua de su sobrina-. ¡Vete ahora, muchachita, y que Dios los acompañe! Estaremos todos esperando tu retorno, que será antes si te vas de una buena vez. -Entonces le dio una palmadita en el anca a la yegua y la observó mientras se alejaba.

– No quiero oír ningún chisme cuando vuelva -le dijo Maybel a su esposo-. Cuídate, viejito. Ponte en el pecho la franela que te cosí, no te vayas a agarrar una fiebre este invierno.

– Y tú, mujer, no coquetees con todos los caballeros bien parecidos de la Corte. Recuerda que eres mi querida esposa -dijo él, con una cálida sonrisa-. Eres un poquito rezongona, pero te extrañaré.

– ¡Ja! -refunfuñó ella, volvió el caballo y comenzó a seguir a sir

Owein y a Rosamund.

Rosamund nunca había pasado una noche fuera de Friarsgate ni de su propia cama. ¿Supo Hugh lo que hacía cuando la puso bajo la custodia de un virtual desconocido? Casi deseó que su tío Henry hubiera ganado la partida y ella siguiera en Friarsgate. Casi.

A medida que sus primeros miedos comenzaban a disiparse, Rosamund empezó a disfrutar del viaje. Y, recordando que la muchacha nunca había pasado un día entero a caballo, sir Owein se detuvo a media mañana para que pudieran apearse, estirarse un poco y comer lo que les había preparado el cocinero de Friarsgate. Rosamund descubrió que le había vuelto el apetito cuando se puso a comer capón asado y pasteles de conejo todavía calientes, pan y queso, y peras frescas de su propio huerto. Siguieron el viaje y volvieron a detenerse a media tarde en un pequeño convento. Como los esperaban, fueron muy bien recibidos, pero a sir Owein lo mandaron a la casa de huéspedes para hombres, mientras que Rosamund y Maybel se quedaron con las monjas, aunque eran los únicos huéspedes esa noche.

Esa primera noche, Rosamund comprobó la veracidad de lo que le dijo su guardián. La comida era un potaje de tubérculos servido con un pequeño trozo de pan negro y una tajada fina de queso duro. La cerveza estaba amarga, y bebieron poco. Las comodidades para dormir no eran mucho mejores. Dos camastros con colchones de paja aplastados de tanto uso y con algunas partes invadidas por los insectos. Por la mañana les sirvieron avena, que comieron con cucharas de madera de una olla común. Se les dio una sola rodaja de pan, que compartieron. Luego de que sir Owein ofreció la donación, partieron.

La ciudad fortificada de Carlisle fue la primera que Rosamund vio en su vida. Abrió los ojos bien grandes cuando pasaron por la puerta de Rickard. El corazón le latió a toda prisa cuando atravesaron las calles estrechas, con sus casas pegadas entre sí, sin jardines a la vista. Bajaron por High Street, la calle principal, y cruzaron hacia el sur, hacia la iglesia de St. Cuthbert, que estaba vinculada al monasterio de Richard Bolton y en cuyas casas de huéspedes pasarían la noche.