– Me parece que no me gustan las ciudades -dijo Rosamund-. ¿Por qué hay un olor tan feo, Owein?
– Si mira las calles con atención, milady, verá el contenido de los orinales de la ciudad que siguen su recorrido de las cunetas a las cloacas -explicó él.
– Los establos de mis vacas huelen mejor.
– Vamos, milady -bromeó él-, una muchacha de campo como usted no va a impresionarse por unos olorcillos.
Rosamund sacudió la cabeza.
– ¿Y a la gente de la ciudad le gusta vivir tan encerrada? -preguntó, como pensando en voz alta-. A mí no me gusta para nada.
– La ciudad está amurallada para impedir que entren invasores. Hay mucho para robar aquí, y los escoceses siguen estando demasiado cerca. Carlisle es un lugar seguro para muchos de los que habitan en los alrededores. Y desde aquí se puede montar una defensa efectiva.
Dejaron Carlisle a la mañana siguiente, para gran alivio de Rosamund, y retomaron el rumbo al sur por un recodo de Westmorland, con sus desolados páramos, sus colinas y sus lagos, y entraron en Lancastershire, con sus bosques y parques con ciervos. Iban, según les dijo sir Owein, por un camino construido por los romanos hacía más de mil años. Cruzaron Cheshire, un condado llano pese a las colinas que lo circundaban, y llegaron a Shropshire, donde el clima se tornó claramente otoñal. Ella se alegró de haber llevado su capa de lana azul con capucha.
A Rosamund le gustaron las ovejas de cara negra que vio pastando en los campos de Shropshire. Le dijo a sir Owein, con gran conocimiento, que su lana era mejor incluso que la de Friarsgate y que algún día esperaba comprar un rebaño, aunque era difícil conseguir esas ovejas, dado que sus dueños se rehusaban a separarse de ellas. Pero si podía encontrar un macho reproductor y dos hembras fértiles, sería un comienzo.
– La estoy llevando a la Corte y usted piensa en criar ovejas -dijo él, riendo.
– Sé que la intención de Hugh fue protegerme y hacerme ver el mundo, pero, en el fondo de mi corazón, yo soy una muchacha de campo. Espero que me dejen regresar pronto a casa. Por lo que me ha dicho, dudo de que yo vaya a ser de alguna importancia para el rey o de provecho para su familia. Cuando lo vea le voy a sugerir que me permita volver a casa de inmediato. Cuando desee casarme, si es que llego a encontrar a un hombre que me convenga, no lo haré sin permiso real.
– No sé cuándo verá al rey. Al menos, no será enseguida. Es inteligente de su parte que comprenda que no tiene un lugar real entre los poderosos, Rosamund. -Se preguntó si esta muchacha se había puesto aún más bonita que cuando la vio en la primavera. Luego de pasar un tiempo en Friarsgate, él entendía el deseo de ella de permanecer allí. Se dio cuenta, de pronto, de que a él también le habría gustado quedarse allí. No es fácil estar al servicio de un rey toda la vida.
– ¿Me gustará estar en la Corte? -le preguntó Rosamund. Él la estaba mirando tan fijo que la ponía nerviosa. Trató de atraer su atención otra vez.
Los ojos verdes de él se encontraron con los de ella.
– Eso espero, Rosamund. No querría verla desdichada. -Al conocer a Henry Bolton él comprendió plenamente el deseo de Hugh Cabot de proteger a Rosamund de su tío. De lo que no estaba seguro era de que la solución fuera sacarla de su casa.
En Staffordshire los caminos eran malos y mal mantenidos, en especial considerando que debían ser transitados para viajar al sur. Empezó a llover otra vez y el camino por el que iban se inundó. No había suficientes cruces para atravesar el río. Una tarde, les llevó casi una hora cruzar un puentecito, tan intenso era el tránsito local. El puente de madera crujía y gemía bajo los carros pesados, el tráfico de caballos y un grupo pequeño de vacas. El campo estaba lleno de bosques antiguos, pero las praderas que encontraban en su camino eran especialmente exuberantes. Sin embargo, había unos pozos abiertos horribles de los que extraían hierro y carbón que estropeaban el paisaje. Hacía ya más de dos semanas que habían emprendido el viaje, pero sir Owein estaba contento porque estaban yendo bastante rápido, pese a que sus dos compañeras no estaban acostumbradas a viajar.
A ojos de Rosamund, Warwickshire era hermoso, con sus bellos prados y pasturas. Las ciudades con mercados -de las que, según se enteraron, había dieciocho- eran prósperas y muy concurridas. Rosamund ya se había acostumbrado a las ciudades, pero siguió diciéndole a Maybel, que enseguida estaba de acuerdo con ella, que prefería el campo a la ciudad. Cruzaron Northamptonshire, que se veía extrañamente aislado y rústico comparado con los otros condados que atravesaron. Grupos de vacas y ovejas pacían en praderas todavía verdes y frescas a fines de septiembre. Como Buckinghamshire, donde, según le contó sir Owein, quedaban las vacas y las ovejas, en la última etapa de su viaje de Gales a Londres, para engorde.
Llegaron a la ciudad de St. Albans en Hertfordshire y, sabiendo que pronto ella no tendría mucho tiempo para diversiones, Owein llevó a Rosamund y a Maybel a ver el altar del santo en la gran abadía. Era el primer santo de Inglaterra y había sido un soldado romano. Rosamund nunca había estado en una iglesia como la abadía. El gran edificio de piedra se levantaba sobre sus cabezas. Las ventanas con vitrales arrojaban sombras de manchas multicolores sobre los pisos de piedra. Ni Rosamund ni Maybel habían visto antes vidrio de colores semejantes.
– Como se maravillaría el padre Mata si pudiera ver esta belleza -dijo Rosamund-. Algún día pondré ventanas como estas en nuestra pequeña iglesia, aunque no tan finas ni tan grandes, por supuesto.
– Serían aún más bellas, al no verse estropeadas por otros edificios, y con la luz pura de Cumberland a través de ellas -dijo Owein, reflexivo-. Creo que voy a extrañar Friarsgate.
– Tal vez lo asignen para escoltarme de regreso a casa -dijo Rosamund, esperanzada-. Tal vez volvamos en la primavera.
– Veo que se ha resignado a pasar el otoño y el invierno en la Corte -comentó él.
– Al parecer no tengo opción, ¿no? -dijo ella, riendo-. ¿Cuándo llegaremos a Londres?
– Iremos a Richmond primero. Sospecho que, como es el lugar preferido del rey, estará cazando allí. Si no, sabrán decirnos cuál es su paradero. Otra día viajando, Rosamund.
Pero el rey sí estaba en Richmond. Cuando se acercaban al palacio por el parque vieron su estandarte y el pendón rojo de Pendragón que flameaba desde las torres al viento de la tarde. Más allá se veía el río Támesis que resplandecía a la luz del sol.
– ¡Deténgase! ¡Por favor, deténgase! -le rogó Rosamund a su escolta. Ella frenó el caballo y se quedó mirando con los ojos muy abiertos. Al fin, después de unos minutos, dijo-: Es muy grande. Yo no puedo vivir en un lugar tan grande. ¿Cómo voy a hacer para no perderme allí adentro? -Él vio que ella estaba al borde de las lágrimas.
Owein desmontó y bajó a Rosamund de su yegua.
– Caminemos un rato juntos. Maybel, venga usted también. -Apeó a Maybel del caballo y la depositó delicadamente en el suelo.
Maybel se sacudió la pollera y se restregó el trasero.
– Ah, señor, esto es mucho mejor.
Sus compañeros rieron. Owein tomó a Rosamund de la mano y caminaron juntos, llevando los caballos y seguidos por Maybel.
– Hace casi un mes que viajamos -comenzó a decir-. Me doy cuenta de que, como nunca se había alejado mucho de su amado Friarsgate, todo lo que vio ha sido muy nuevo y, tal vez, hasta un poco atemorizador. Ciudades, abadías y ahora un palacio. Es un palacio grande, pero, en breve, podrá andar por él a su gusto.
– ¿Todas las casas del rey son tan grandes? -le preguntó Rosamund.
– Algunas lo son más aún y hay otras más pequeñas. Richmond fue construido sobre las ruinas de un palacio llamado Sheen. Se quemó la noche de Santo Tomás hace tres años. El rey y su familia estaban viviendo en él; habían venido a pasar la Navidad. Todos pudieron escapar de las llamas. Pero el rey quería tanto este lugar que hizo construir un hermoso palacio aquí. Tiene todas las comodidades modernas, y debo reconocer que es una de las residencias reales más lindas, aunque yo tengo un cariño especial por Greenwich y Windsor. Aquí tendrá una cama para usted sola, Rosamund. Cuando la reina llega a Richmond, hay camas para todas sus damas. Nunca la dejarán cuando vengan a este palacio, como suele suceder cuando viajan de una residencia a otra.
– Pero ¿qué haré aquí? No me gusta estar sin hacer nada -dijo Rosamund. Miró el gran palacio con nerviosismo. ¡Ah, Hugh!, pensó, ¿por qué me hiciste esto? ¿No podría haberme quedado en casa, con otro tipo de protección contra el tío Henry?
– Cumplirá con la tarea que le asigne la reina, Rosamund. Una reina tiene muchas necesidades. Por eso tiene tantas damas.
Rosamund guardó silencio y contempló el conjunto de edificios que había frente a ella. El palacio miraba al río hacia el sur. Ellos se acercaban a través del prado desde el norte. Richmond se extendía por el este hasta Friar's Lane; más allá se veía el convento de los Padres Observantes que había fundado el rey dos años antes. El palacio era de ladrillo, con torres en las cuatro esquinas y otras más dispuestas en diversos ángulos por toda la estructura y entre los edificios. Las puertas eran de raíz de fresno tachonadas con clavos de hierro; por las noches se cerraban con pesadas barras de hierro. Owein le dijo que la puerta de la izquierda llevaba al patio de la bodega, con sus canchas de tenis, más allá de las cuales se extendía el jardín privado. Este jardín estaba rodeado de muros de ladrillo de cuatro metros de altura y estaba lleno de árboles frutales, rosales y otros arbustos floridos. Había un zoológico de animales tallados en piedra, leones, dragones. Detrás del jardín privado había un huerto de buen tamaño que contenía un palomar y una galería que llevaba a los aposentos privados.
La puerta principal de Richmond, sobre la derecha, llevaba al gran patio. Los tres volvieron a montar sus caballos y lo atravesaron. Encima del umbral había una gran placa de piedra en la que estaban talladas las armas del rey, el Pendragón rojo de los Tudor y el galgo de la familia de York de la reina. Desmontaron y las dos mujeres siguieron a sir Owein a través del patio empedrado. Un criado de librea había aparecido como por arte de magia y llevó sus pertenencias, seguido casi a la carrera por los tres.
– Los edificios que hay alrededor de este patio son para los caballeros del rey y el guardarropa -dijo Owein cuando iban hacia otro patio por un corredor con torrecillas-. Este es el patio del medio -explicó.
Las dos mujeres quedaron boquiabiertas. En el centro del patio había una gran fuente tallada con leones, dragones, grifos y otros animales mágicos. Había rosas rojas y blancas plantadas alrededor de las fuentes, por las que corría un agua cristalina. Los arbustos, en sus ubicaciones protegidas, seguían florecidos.
– Allí vive lord Chamberlain -dijo Owein, señalando hacia su izquierda-, y está el pabellón del príncipe. Detrás de estos edificios se encuentra la capilla real. Y aquí, a la derecha, el pabellón de la reina -dijo señalando un edificio de ladrillo de dos pisos de altura.
Rosamund y Maybel siguieron a sir Owein dentro del edificio. De inmediato, apareció un criado con la librea de la reina.
– Esta es lady Rosamund de Friarsgate, en Cumbria. Es pupila del rey -dijo el caballero-. Recibí instrucciones de ir a buscarla a su casa y traerla a la casa de la reina. Soy sir Owein Meredith, al servicio del rey.
– Vengan conmigo -dijo el criado, que dio media vuelta y echó a andar sin mirar atrás.
Lo siguieron por una escalera, luego por una sala, hasta una puerta que abrió de golpe. La recámara estaba llena de mujeres de distintas edades. En una gran silla tapizada y con los pies sobre un taburete de terciopelo, había una dama de expresión dulce que, al ver a sus visitantes, les indicó que se acercaran.
– Sir Owein, ¿no es así? -preguntó, con voz muy amable.
El hombre del rey se arrodilló y besó la mano de la reina.
– Qué honor que me recuerde, Su Alteza. -A una indicación de ella, se incorporó y quedó de frente a Isabel de York.
– ¿Y quién es esa linda niña que tiene ahí? -preguntó la reina. Sus ojos azules estaban llenos de curiosidad.
– Es lady Rosamund Bolton, viuda de sir Hugh Cabot y heredera de Friarsgate, en Cumbria. Su fallecido marido la puso bajo la custodia del rey, como recordará. Se me envió a buscarla hace unos meses y se me dijo que estaría a su cargo. Acabamos de llegar, Su Alteza.
– Gracias, sir Owein. Puede decirle a mi esposo que ha regresado y que ha cumplido adecuadamente su cometido. Se alegrará de verlo de vuelta. Nadie lo desafía en el ajedrez como usted. -Sonrió y de inmediato su rostro se convirtió en un objeto de belleza. Extendió otra vez la mano al caballero.
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