Él se la besó y se dirigió a Rosamund.

– La dejaré ahora, milady. Tal vez volvamos a vernos. -Le hizo una inclinación y, luego de dirigirle un guiño afectuoso a Maybel, las dejó.

Rosamund quiso gritarle que no se fuera. Maybel y ella parecían haber quedado solas en el recinto entre la reina y las otras mujeres. Hasta que, de pronto, la reina posó su mirada en la muchacha y habló.

– Imagino que ha sido un viaje largo.

– Sí, señora, así es -respondió Rosamund, haciendo una reverencia.

– Y también me imagino que estarás aterrada por todo esto -dijo la reina con su voz tierna.

– Sí, señora -respondió Rosamund, al borde de las lágrimas.

– Recuerdo lo aterrador que fue para mí la primera vez que me mandaron lejos de mi hogar. Pero pronto te sentirás como en casa con nosotras, mi niña. Al menos, hablamos el mismo idioma. La viuda de mi finado hijo no habla muy bien nuestra lengua, ni ninguna que no sea la propia. Es una princesa española. Allí está, del otro lado de la sala, rodeada por esos cuervos negros que trajo de España. Pero es una buena muchacha. Ahora bien, ¿qué haremos contigo, Rosamund Bolton de Friarsgate?

– No lo sé, Su Alteza -dijo Rosamund, con voz temblorosa.

– Bien, primero debes contarme por qué tu esposo te puso a nuestro cuidado -preguntó con ternura la reina-. ¿Y quién es tu compañera?

– Es Maybel, Su Alteza. Es mi nodriza y ella me crió. Dejó a su esposo para venir conmigo. Solo después de su muerte me enteré de que Hugh, que Dios lo tenga en la gloria, me dejaba al cuidado del rey. Lo hizo para impedir que mi tío Henry me casara con su hijo de cinco años y me robara Friarsgate. El tío Henry ha ambicionado Friarsgate desde que mis padres y mi hermano murieron cuando yo tenía tres años. Me casó con su hijo mayor, pero John murió de fiebre. Después, organizó mi matrimonio con Hugh Cabot, porque yo todavía era una niña y Hugh era un anciano. Lo hizo para mantenerme a salvo para su siguiente hijo, que todavía ni había nacido. Pero Hugh era un buen hombre. Vio las intenciones de mi tío. Como esposo mío, tenía derecho a decidir mi futuro antes de morir. Me envió al rey para que me protegiera -terminó Rosamund, de prisa.

La reina rió despacito.

– Y tú desearías que no lo hubiera hecho, ¿no, mi niña? Pero nosotros te protegeremos de ese hombre, como quiso tu buen esposo. Ya encontraremos un hombre digno de ti, Rosamund Bolton. Ahora bien, ¿qué hago contigo?

– No lo sé, Su Alteza -dijo Rosamund, desolada.

– Eres demasiado grande para ir al cuarto de niños con María. Me parece que tienes más o menos la misma edad que mi hija Margarita. ¿Cuántos años tienes, Rosamund Bolton? -preguntó la reina.

– El treinta de abril cumplí trece, señora -fue la respuesta.

– Eres seis meses mayor que mi hija Margarita. Ella es la reina de los Escoceses, pues hace unos meses se comprometió con el rey Jacobo. Podría ponerte con ella un tiempo. El verano próximo se casará con el rey. Tal vez entonces cesen las guerras entre nosotros. Sí, te pondré con Margarita y con Catalina, la viuda de mi hijo. Son todas de la misma edad. Serás una compañía para ellas por el momento. Princesa Catalina -dijo la reina, haciendo una seña a la muchacha que estaba del otro lado de la habitación.

La princesa se levantó de su asiento y se dirigió deprisa adonde estaba su suegra. Hizo una profunda reverencia.

– ¿Sí [1], señora?

– Catalina, ella es lady Rosamund. Las acompañará a ti y a la reina Margarita. ¿Comprendes?

– 1, señora. Comprendo -respondió Catalina de Aragón, que tenía diecisiete años.

– Llévala con Margarita y explícale mis deseos -dijo la reina.

– 1, señora -fue la respuesta.

– Y habla en inglés, Catalina -dijo la reina, cansada-. Debes hablar inglés, hija. Serás reina de Inglaterra algún día.

– Creía que su esposo había… -Rosamund se interrumpió al ver la expresión azorada de la reina.

– Esperamos -dijo la reina por fin- que Catalina se case con nuestro segundo hijo, el nuevo heredero, el príncipe Enrique.

Una mujer puso una copa de vino en la mano de la reina y dijo:

– Vayan, muchachas. La reina está cansada por la nueva vida que pronto dará a luz. Necesita descansar.

– Sí -coincidió Isabel de York-. Puedes retirarte, Rosamund Bolton. Te doy la bienvenida a nuestra casa y espero que seas feliz con nosotros -dijo, y cerró los ojos.

– ¡Ven! -dijo alguien. Rosamund sintió que le tiraban de la falda.

Rosamund se volvió y siguió a la princesa española, que se la llevó de los aposentos de la reina. De pronto, estaban rodeadas por cuatro damas de negro que parloteaban con la princesa en su extraña lengua.

– Tu idioma me resulta difícil -dijo despacio la muchacha mayor-, pero lo hablo mejor de lo que creen. Se aprende más fingiendo ignorancia, pero no vayas a decir nada, Rosamund Bolton.

Rosamund rió y dijo:

– No, princesa, no te delataré. ¿Quiénes son las damas que te acompañan?

– Mis dueñas -fue la respuesta-. Son todas de buenas familias, pero cada una de ella se desempeña como mi criada, mi compañera y conciencia, en especial doña Elvira. No hacen el menor esfuerzo por hablar inglés y, a veces, son agotadoras. ¿Tu nodriza es igual?

– A veces, pero la verdad es que estaría perdida sin Maybel. ¿Adónde vamos?

– A los departamentos de mi cuñada. Cuando Arturo murió y me trajeron otra vez a la Corte, me pusieron aquí con ella. Qué sucederá cuando a ella la envíen a casarse con el rey de los escoceses, no lo sé, pero dudo de que tú o yo estemos en aposentos tan lujosos. Dejaremos que la joven reina decida dónde dormirás, pues hemos sido asignadas a sus aposentos. -Catalina de Aragón se detuvo ante una puerta doble, la abrió y la traspuso.

Rosamund la siguió y se encontró en un aposento exquisito con paredes con paneles de madera clara. De las ventanas colgaban pesadas cortinas de terciopelo de un azul profundo. El hogar estaba flanqueado por ángeles de mármol rosado. Un fuego de fragante madera de manzano ardía allí.

– Margarita -llamó Catalina-. He traído una nueva compañera para nosotras.

Se abrió la puerta a una habitación interna y una hermosa muchacha, de aire orgulloso, con gloriosos cabellos de un rojo dorado y una expresión de curiosidad en los ojos color zafiro, apareció.

– Ya somos demasiadas -dijo, con impertinencia.

– Ella es lady Rosamund, pupila de tu padre, el rey. La manda tu madre.

– Tu vestido está sucio y es bastante anticuado -señaló Margarita de Inglaterra al tiempo que caminaba despacio en torno a Rosamund-. Pero supongo que algo podremos hacer al respecto. ¿Qué te parece, Catalina? Convertirla en una dama a la moda nos hará pasar el tiempo mientras todos se van a cazar.

– ¡Qué descortés eres! -exclamó Rosamund, enojada-. He viajado casi un mes para llegar aquí. Y en Cumbria no tenemos ninguna necesidad de estar a la moda, entre las ovejas. Los vestidos son para abrigarse y cubrirse. ¡Ojalá estuviera en cualquier otro lado menos en este!

Margarita estalló en una carcajada.

– Ah, gracias a Dios no eres una dulce muchachita como nuestra querida Kate. A veces me aburre a morir con su bondad. Tú no me aburrirás. ¿Vienes del norte? ¿Conoces a algún escocés? Me comprometí con Jacobo Estuardo el verano pasado y ahora soy su reina. El verano próximo me casaré con el rey. Es muy viejo, pero dicen que es un amante incansable. Espero que así sea. Dormirás conmigo, lady Rosamund de Cumbria. Ahora di gracias, y te sacaremos de ese viejo vestido polvoriento lo antes posible. No podemos ir a cenar contigo con ese aspecto.

CAPÍTULO 05

Por primera vez en su vida, Rosamund tenía amigas de su generación. Aunque Catalina de Aragón era casi cuatro años mayor que ella, Margarita de Inglaterra tenía apenas medio año menos. Catalina era tímida y reservada. Margarita era altiva, osada y decía lo que pensaba sin medir las consecuencias. Todavía no había sido coronada, por supuesto, pero su compromiso la había convertido en reina, y era absolutamente majestuosa. De todos modos, la muchacha de Cumbria se las ingeniaba para llevarse bien con las dos princesas: trataba a ambas con una mezcla de admiración y respeto. A cambio, las princesas trataban a su nueva compañera como una de ellas, educándola y guiándola a través de los vericuetos de la vida de la Corte.

Margarita Tudor, a quien los íntimos llamaban Meg, era llamativamente bondadosa pese a su orgullo y su naturaleza tempestuosa. Era mucho más sofisticada que Rosamund. Pero Rosamund tenía más conocimiento del mundo común y era más práctica. Se complementaban. La reina estaba gratamente sorprendida, porque la princesa, su segunda hija, siempre había sido una criatura obstinada, propensa a los conflictos. En compañía de Rosamund parecía estabilizarse. Su espíritu rebelde se calmó.

– Mi madre piensa que eres un ángel -dijo Meg, riendo, sentadas las dos en el jardín privado un mes después de la llegada de Rosamund-. Dice que has sido una buena influencia para mi comportamiento.

– Tú haces lo que quieres, Meg, eso no es ningún secreto -respondió Rosamund con una sonrisa-, pero, si te han sugerido seguir mi conducta, me siento honrada por ello.

– Es que tú no eres una presumida como Kate.

Kate, si no me equivoco, es producto de su educación. Los españoles son terriblemente estrictos con sus hijas. Por eso ella es como es y yo soy como soy por mi fallecido esposo.

– ¿Cómo era? ¿Era un buen amante? -preguntó Meg, curiosa.

– Yo tenía seis años cuando nos casamos, y era demasiado joven cuando él murió para haber tenido una relación física -explicó Rosamund, ruborizándose-. Hugh fue para mí más un padre que un esposo.

– Mi abuela dio a luz a mi padre cuando tenía nuestra edad. Todavía no la conociste; ya lo harás. La llaman la Venerable Margarita. Mi nombre se lo debo a ella, claro. No sé si me cae bien mi abuela. A veces me da miedo. Pero me parece que me quiere. Es muy sabia y muy poderosa. La persona más poderosa del reino después de mi padre.

– ¿Dónde vive?

– Tiene una casa en Londres, que se llama Cold Harbour, y muchas otras casas por todo el campo. Aquí, en Richmond, tiene departamentos, pero no vendrá hasta Navidad. Cuando yo era pequeña vivía en Sheen, pero un invierno el castillo se quemó. Nuestro padre reconstruyó Richmond donde había estado Sheen. Después de todo, es probable que pasemos el invierno en Londres, porque el bebé de mamá llegará en febrero.

– ¿Por qué no se quedan en un solo palacio? Viajar de un lugar a otro trae más problemas que beneficios, me parece.

Margarita asintió.

– Estoy de acuerdo contigo, pero es nuestra manera de mostrarnos al pueblo. Además, donde sea que estemos, es responsabilidad de la vecindad que nos rodea aprovisionarnos. No se puede pretender que una sola zona nos abastezca todo el año. Por eso vamos de un lugar a otro. Espera a ver Windsor.

– Pobre Maybel -respondió Rosamund con una sonrisa-. Se está recuperando de nuestro viaje desde Cumbria. ¿Y ahora vamos a viajar otra vez? Yo sé que me es fiel, si no, se iría a su casa, con su esposo. -Rosamund suspiró-. ¿Te parece que me encontrarás un marido para cuando llegue el momento de que te vayas a Escocia, el verano próximo?

– Tú eres un premio para ser dado como una pequeña recompensa alguien a quien el rey desee honrar -dijo Meg, bruscamente-. Eso es lo que somos las princesas reales y las muchachas acaudaladas. Somos confites, un botín para repartir. Yo lo sé desde que tengo conciencia de quién soy. Y eso es lo que eres tú ahora. Cierto que no provienes de una gran familia, Rosamund, pero tus tierras son extensas y, a juzgar por lo que me has dicho, fértiles. Tienes grandes rebaños de ovejas, ganado y caballos. Es una fortuna tan interesante que se puede pasar por alto tu linaje modesto. Mi padre, que es un hombre inteligente, pronto te dará a un esposo. Será un hombre en quien él confíe, que pueda serle útil a él y a la corona en la frontera con Escocia, no te quepa duda.

– Parece tan frío -comentó Rosamund.

– No es más calculador que tu tío, que busca controlarte a ti y a tus tierras casándote con su hijito -respondió Meg. Y agregó-: ¿Te besaron alguna vez? A mí no. Si te han besado, tienes que contarme cómo es.

– ¿Dices un beso apasionado, como de un amante? No, no me han besado.

– ¿Me quieres decir que sir Owein no intentó seducirte? -La princesa era incrédula-. Es muy buen mozo. ¿Te diste cuenta? ¡Claro que te diste cuenta! ¡Pero si te estás ruborizando!

– Nunca me besó, pero, sí, me pareció muy buen mozo, y me dijo que era bonita.

– Dicen que les gusta a todas las damas. Si no fuera tan pobre sería un excelente marido para cualquier mujer.