– ¿Por qué les gusta a las damas?
– Porque es muy gentil y galante. Sabe reír con una buena broma. Es muy leal, y cuenta con el favor de mi familia. Pero así como un hombre busca una mujer acaudalada, una mujer prudente también quiere a un nombre acaudalado. Pobre sir Owein. Es probable que no se case nunca.
Dejaron Richmond y se dirigieron primero a Londres, donde al rey le gustaba celebrar la víspera y el Día de Todos los Santos, y el Día os Fieles Difuntos. Fueron en barca, cruzando el río hasta el palacio de Westminster, en la ciudad de Londres. La barca del rey entró primero. Él y la reina, a la vista de las multitudes alineadas a ambas orillas del río para saludarlos, estaban vestidos con todos los atributos reales, incluidas las coronas. El príncipe Enrique iba con ellos, ya que ahora él era el heredero. La multitud lo vivaba, porque era buen mozo y atractivo, y a él, obviamente, le encantaba la adulación. Rosamund todavía no había conocido a Enrique Tudor, que era dos años menor que ella.
Los espectadores asentían, complacidos, ante la evidente preñez de la reina. Hablaban entre sí, con alivio, de la apariencia robusta del nuevo heredero. Una segunda barca, igualmente bella, que llevaba a la Venerable Margarita, seguía a la del rey. La matriarca de la familia, hermosamente ataviada, saludaba con magnificencia.
Después de la muerte del príncipe Arturo, había corrido el rumor de que la princesa Catalina estaba encinta. El rumor resultó falso. Y ahora venía ella, con Margarita y sus compañeras, en la tercera barca. Rosamund estaba sentada con ellas. Arrobada, miró la ciudad a su alrededor. Con los dedos describía nerviosos arabescos en su nueva falda de seda negra, y se preguntaba si su jubón a rayas negras sobre negro con las cuentas y los bordados en oro no era algo demasiado elegante para una campesina como ella. Pero Margarita Tudor le había asegurado que no, mientras ayudaba a su nueva amiga a vestir el traje que acababa de regalarle.
– Si vas a ser mi compañera, tienes que estar a mi altura. A mí el jubón y la pollera ya me quedan chicos, pero a ti te sentarán perfectos, Rosamund. Espero que para Navidad podamos dejar el luto por mi hermano y vestirnos con colores otra vez. Yo pienso que tanto negro nos hace parecer demacradas.
– Es altanera, pero tiene buen corazón -le dijo Maybel a su ama- ¡No puedo creer que mi niñita sea amiga de una princesa!
La pobre Catalina, con su piel aceitunada, parecía más demacrada que nunca con su luto, mientras la barca se deslizaba sobre las aguas del río. Rosamund se inclinó hacia adelante y le susurró:
– Me parece que me veo como un cuervo con tanto negro, sin falle el respeto a tu fallecido esposo.
La princesa de Aragón asintió apenas y dijo, en voz baja y en su inglés con acento:
– El negro no es un color para la juventud. -Sin embargo, Meg taba espléndida con su traje de terciopelo negro con bordados y cuentas doradas. Se la veía muy bien, pues, como Rosamund, su piel era muy blanca y sus mejillas, rosadas. Saludaba con la mano, sonriente, a los espectadores, que la vivaban. Todos sabían que pronto se casaría formalmente con el rey de los escoceses, y todo el mundo esperaba que eso significara la paz entre Inglaterra y Escocia. Las barcas comenzaron a enfilar hacia la orilla.
Rosamund casi no podía contenerse.
– Y pensar que Richmond me parecía grande -murmuró, pero Meg la oyó y rió.
– Westminster no está mal. Nos alojamos en el ala sur. Casi todo el resto de Westminster es la abadía misma y los edificios del Parlamento. Mamá prefiere el castillo de Baynard cuando venimos a Londres. Es más lindo. Claro que, estando en la ciudad, todo parece un poco cerrado. Espera a que veas Windsor.
– ¿Quiénes son esos que se reúnen en el muelle de desembarco? -preguntó Rosamund, nerviosa.
– Ah, probablemente el alcalde de la ciudad, sus concejales y varios miembros de la Corte -dijo Meg, como al pasar-. Hoy conocerás a mi abuela, Rosamund, pero no te dejes amedrentar. Ella espera buenos modales y respeto, pero no servilismo. Mi abuela odia el servilismo. No tiene paciencia con eso. Todos le tienen deferencia, hasta el rey -dijo la princesa, con admiración-. Espero llegar a ser como ella algún día.
Las princesas y Rosamund bajaron de la barca. El rey, la reina, la Venerable Margarita y el príncipe Enrique iban delante de ellas. Rosamund, como correspondía, siguió a sus compañeras, casi perdida entre sus servidoras. En una habitación pequeña, el rey abrazó a su madre, una dama majestuosa de gran porte y agudos ojos oscuros Estaba vestida de negro y llevaba los cabellos cubiertos por un tocado arquitectural con un velo blanco.
– Estás pálida, Isabel -le dijo a su nuera, a quien besó en ambas mejillas-. ¿Tus damas se ocupan de que tomes el tónico que te indiqué? El joven Enrique ahora es robusto, pero nunca se sabe. No nos vendría mal otro príncipe saludable.
– Hago lo que puedo, señora -respondió la reina, con una sonrisa-. ¿Por qué siempre se responsabiliza a la madre por el sexo de un niño? Usted, que es sabia, señora, ¿puede decirme por qué?
La madre del rey rió.
– ¿Dónde has visto, mi querida Isabel, que un hombre se haga responsable por algo tan importante? Si me apuras, diría que es la voluntad de Dios. Pero igual debes seguir orando por un príncipe, querida mía.
– ¿No soy yo suficiente príncipe, señora?
Todos los ojos se posaron en el muchacho, parado con las piernas separadas y las manos en las caderas. Tenía cabellos rojizos y brillantes ojos azules.
– Si te caes del caballo y te rompes la crisma, ¿qué haríamos, Enrique? -preguntó su abuela-. Siempre tiene que haber al menos dos príncipes, por si hay un accidente.
– Yo no sufriré ningún accidente, señora -dijo el joven Enrique Tudor-, y un día seré rey.
– ¿Qué dices, hijo, de este gallito que has engendrado? -preguntó la madre del rey, riendo-. Me parece que ha salido a mí, aunque sea un York por el aspecto.
– No es en absoluto parecido a ti -respondió el rey-, pero estoy de acuerdo en que físicamente es como los York, ¿no te parece, Bess?
– Me recuerda a mi padre, sí, pero también te veo a ti en él, milord -respondió la reina con voz queda.
La Venerable Margarita le dirigió una rápida mirada a su nuera. Bess sabía perfectamente cómo disimular y cómo manejar a su marido. Adoraba a Enrique Tudor. Por eso, su suegra le estaba agradecida.
– ¿Dónde está mi tocaya? -preguntó.
– Aquí, señora -dijo la joven Margarita Tudor, adelantándose para hacerle una reverencia a su abuela.
– Se te ve bien -dijo Margarita Beaufort-, y me alegro. Y Kate, nuestra española Kate, ven para que te vea. Ah, todas parecen unos cuervitos negros con este luto. Los jóvenes no deberían vestir de luto jamás. Bien, no se puede evitar. -Sus agudos ojos recorrieron el grupo de jóvenes mujeres que habían llegado con Margarita y Catalina-. ¿Y quién es esa niña tan hermosa? -dijo, señalando a Rosamund con un dedo delgado-. No la conozco.
– Es la nueva pupila de papá -le respondió Margarita a su abuela.
– ¿Cómo te llamas, niña? -preguntó la condesa de Richmond, escudriñando el objeto de su curiosidad.
– Soy Rosamund Bolton de Friarsgate, señora -respondió Rosamund, con una reverencia delicada. Qué figura tan majestuosa tenía la anciana. ¡Era más majestuosa que la reina!
– A juzgar por tu acento eres del norte.
– Ay, perdón -dijo Rosamund, ruborizándose. Se estaba esforzando por hablar bien.
– Tenemos muchos del norte, criatura -respondió la Venerable Margarita-. No es ninguna vergüenza. ¿Conoces a los Neville?
– No, señora. Hasta que me trajeron a la Corte, nunca me había alejado más que unos kilómetros de mi casa -respondió Rosamund, cortésmente.
– Ah. ¿Y quién te puso al cuidado de mi hijo, Rosamund Bolton? ¿Tus padres?
– No, señora, mi finado esposo. Mis padres murieron cuando yo tenía tres años. Mi esposo era sir Hugh Cabot, que Dios se apiade de su alma -respondió Rosamund, santiguándose.
– ¡Caramba! ¡Caramba! -dijo la Venerable Margarita, santiguándose también-. ¡Enrique! Sir Hugh Cabot una vez le salvó la vida a tu padre. ¿Lo sabías? Tenemos que cuidar especialmente a su viuda. ¿Y quién te trajo a la Corte, mi niña? -le preguntó a Rosamund.
– Sir Owein Meredith -dijo Rosamund.
– Ah, un hombre encantador -murmuró la condesa de Richmond, con una leve sonrisa. Luego agregó-: El jubón de mi nieta te queda muy bien, criatura. -Sus agudos ojos habían reconocido la prenda que ella le había regalado a su nieta hacía unos meses.
– Me queda chico -se apresuró a responder Margaret-. Ahora tengo el pecho más desarrollado, pero Rosamund es muy chata todavía.
Rosamund se puso colorada de furia. ¡Ella tenía pechos! Eran más pequeños que las amplias proporciones de Meg. Lo cual era muy irritante, considerando que la princesa tenía varios meses menos que ella.
– El jubón te queda bien -apuntó la condesa de Richmond con tono amable. Se dirigió a su nieta-: La reina de los escoceses tiene buen corazón, pero lengua irreflexiva. A ninguna mujer le gusta que sus atributos sean comparados, y menos desfavorablemente, en especial por otra mujer, Margarita Tudor. Espero que lo recuerdes cuando estés sola. Tengo entendido que las mujeres escocesas son extremadamente orgullosas.
– Recordaré sus palabras, señora -respondió Meg, con un ligero rubor en las mejillas, aunque miró a su abuela a los ojos.
– Es hora de aliviarte de parte de tu luto -decretó. Y a la mañana siguiente, cuando ella y Rosamund despertaron, Meg encontró sobre la cama un par de mangas de zangala de anaranjado oscuro.
– ¡Oh! -chilló Meg, recogiendo las brillantes mangas de seda-. ¡Tillie! -llamó a su doncella-. Fíjalas a mi jubón. Me las pondré para la misa. ¡Seguro que me las mandó la abuela!
– Así es, Su Alteza -respondió la doncella-, y dejó un par muy bonito para lady Rosamund. ¿Se las doy a su Maybel?
– ¡Sí! -fue la respuesta inmediata. Entonces Meg se volvió a Rosamund-. ¡Si la abuela dice que dejamos el luto por Arturo, así será. Mamá y Catalina no, por supuesto, pero me alegro de que nosotras ya hayamos terminado con todo este negro.
– Igual sigue siendo todo negro -le recordó Rosamund, muy práctica-. Los jubones, las polleras y los tocados.
– Pero las mangas nos diferenciarán de las demás -dijo Meg, traviesa- Los caballeros nos verán a nosotras y no a las demás.
– Pero tú ya estás casi casada -replicó Rosamund, confundida.
– Pero no estoy casada oficialmente. Además, el rey de los escoceses tenía una amante, Maggie Drummond, a la que, según me dijeron, él quería mucho. La envenenaron hace poco, a ella y a sus dos hermanas. Murieron las tres. Se dice que el rey Jacobo no soportaba separarse de ella. Alguien de su entorno, aunque no se sabe quién, tomó el asunto entre manos. Mi matrimonio es muy importante tanto para Inglaterra, como para Escocia. Mi padre no me habría enviado al norte si no se hubiera solucionado el asunto con esa mujer Drummond.
– ¿Y entonces para qué quieres que te miren otros hombres? -preguntó Rosamund.
– Porque es divertido -dijo Meg, riendo, y luego, con una sonrisa picara, agregó-: Tal vez veamos a sir Owein en la misa. Seguramente te notará si te pones tus hermosas mangas de zangala blanca.
– ¿Y por qué debe importarme que me vea o no? -dijo Rosamund, riendo. Se bajó de la cama y fue descalza a lavarse la cara y las manos en una palangana de plata que le habían puesto. La de su compañera era de oro.
– Porque tarde o temprano te darán un esposo. Sería mejor que te dieran uno que fuera a vivir a Friarsgate y no uno que tenga tierras propias. Además, tu finca está en la frontera y, si bien no creo que los escoceses invadan Inglaterra una vez que yo sea oficialmente su reina, no estaría de más que mi padre tuviera a un hombre como sir Owein en la frontera. Sabe que su caballero es leal y fiel. Los señores del norte se agitan con el viento. A menudo pueden ser indolentes y desleales.
– Pero son ingleses.
Margarita Tudor bajó de la cama y caminó por la habitación hasta donde estaba su nueva amiga. Estiró el brazo y le dio una palmadita a Rosamund en la mejilla.
– Eres tan inocente. Ruego que tu sencilla honestidad nunca sea puesta a prueba, Rosamund Bolton.
No vieron a sir Owein en misa, pero varios días después, cuando se habían instalado en Windsor, él fue a los departamentos de la reina a preguntar, cortésmente, por Rosamund. Sentadas cerca de Isabel de York, cosiendo trajes para el futuro bebé, lo vieron entrar y oyeron sus palabras. Meg le dio un codazo a Rosamund, que se había ruborizado violentamente cuando la suave voz de la reina la llamó para decirle que dejara la labor y se acercara.
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