– Rosamund Bolton, aquí está sir Owein Meredith, que ha venido a presentarte sus respetos.

Rosamund hizo una reverencia a la reina, pero no supo qué decir.

– ¿Se encuentra bien, señora? ¿Y cómo está la buena de Maybel? -preguntó él, cortés.

– Sí, señor, muchas gracias por su preocupación -respondió Rosamund, que por fin había encontrado la voz. Con valentía, le mantuvo la mirada de sus ojos verdes, y él sonrió, lo que, para sorpresa de Rosamund, le hizo latir el corazón con mucha fuerza.

– ¿Y todavía extraña Friarsgate, o los atractivos de la Corte ya la han hechizado?

– La Corte es muy grandiosa, señor, y todos han sido muy buenos conmigo, pero sí, extraño mi casa.

– Tal vez volvamos a encontrarnos -dijo sir Owein, dando por terminada la conversación. Entonces, se volvió a la reina-: Gracias, Su Alteza, por permitirme hablar con lady Rosamund. ¿Qué respuesta debo llevar a nuestro señor?

– Dígale al rey que comeré en mis habitaciones esta noche. Seguro que es varón el niño que llevo en las entrañas, porque la carga es muy pesada esta vez. Dígale a mi esposo el rey que le agradezco y lo recibiré con agrado en mis aposentos, si desea venir.

Sir Owein se inclinó y salió del aposento.

– Le gustas -dijo Meg, riendo.

– Solo fue amable -respondió Rosamund.

– ¡Le gustas! -repitió la princesa, con un destello perspicaz en los ojos azules.

– ¿De qué serviría? -susurró Catalina de Aragón-. Le elegirán a quien quieran cuando llegue el momento de casarla. Mejor que no se fije en un hombre, pues seguramente le escogerán otro.

– Rosamund no es tan importante como nosotras, Kate -dijo Meg.

– Ahí es donde te equivocas -respondió la princesa española-. Las tierras de Rosamund están en una ubicación estratégica. El hombre que le elijan seguramente será el que mejor pueda defender esa porción de Inglaterra. Además, Rosamund tiene riquezas en ovejas y ganado. Su persona, con las tierras y los bienes, no será entregada a la ligera, ni a un caballero sin importancia y sin conexiones. Te equivocas al alentar a Rosamund a que mire a sir Owein. Si su corazón se compromete con él, qué tormento para ella, y qué desgracia para el hombre que finalmente le escojan por esposo.

– No puedo evitar ser romántica -respondió Margarita Tudor.

– Te estás casando con el rey de los escoceses para mantener la paz entre las dos tierras -dijo Kate-. No hay nada en el matrimonio más que el deber, y tú tendrías que saberlo mejor que nadie.

– Primero el casamiento y después el amor, dice mi abuela -sentenció Meg, con vivacidad-. ¡Yo haré que Jacobo Estuardo se enamore de mí! ¡Espera y verás, Kate!

– Por tu bien, espero que sí -dijo la princesa de Aragón.

– ¿Tú amabas a mi hermano Arturo?

– Tenía encanto, y era muy inteligente, pero todavía era joven, Meg. No sé si no habría sido mejor sacerdote que esposo, pero ahora jamás lo sabremos. El pobre Arturo yace en su tumba. -Piadosamente, se persignó.

– Dicen que mi padre quiere casarte con mi hermano Enrique murmuró Meg-. Enrique mira a las mujeres bonitas como un gato a los pinzones. Papá quería que él fuera sacerdote, pero Enrique nunca sirvió para eso. Y, aunque ya mide más de uno ochenta, creo que es demasiado joven para acostarse con una mujer, aunque no me extrañaría que ya haya comenzado a intentarlo.

– ¡Meg! -exclamó Kate, ruborizándose.

– Es muy atrevido y muy orgulloso -dijo Rosamund-, pero también es muy buen mozo, creo.

– ¡Por favor! -dijo Meg, bajito, para que no la oyera su madre- Ni se te ocurra decirle a Hal que es buen mozo. Ya es bastante gallito Rosamund. ¡Y su arrogancia no tiene límites! ¡Ah, si hubieras crecido con él! ¡Loado sea Dios que ya no compartimos el cuarto de los niños! y ahora María también está a salvo de él, porque papá lo mantiene cerca de él.

– ¿Por qué? -preguntó Rosamund.

– Porque ahora Enrique tiene que aprender a ser rey -intervino Kate.

– No, papá no le enseñará a ser rey -replicó Meg-. Lo mantiene cerca porque tiene miedo de que se muera, y entonces papá no tendría ningún hijo varón para sucederlo. Papá no ama a Enrique. Adoraba a Arturo y depositó todo el amor que tenía en nuestro hermano mayor. Ese amor murió con Arturo. Creo que papá casi odia a Enrique por seguir vivo y ser tan saludable cuando Arturo está muerto y nunca fue muy fuerte.

– Eres muy dura para juzgar a tu padre -rezongó Kate-. Es un hombre bueno y devoto; siempre ha sido muy bueno conmigo.

– Tú no te criaste con él -retrucó Meg-. Sí, puede ser bueno, y seguro que ama a nuestra madre, pero también puede ser muy cruel. Espero que nunca veas ese aspecto suyo, Kate. Recuerda que tu padre todavía no pagó toda tu dote. Por el momento, mi padre considera que la alianza que hizo con tus padres para tu matrimonio sigue viable. Piensa casarte con Enrique cuando mi hermano sea mayor. Pero si tu padre no envía el dinero que debe, mi padre te hará a un lado y se volcará a Francia en busca de una esposa para mi hermano.

– Entonces me iré a casa -dijo Kate, pragmática.

– Mi padre jamás te permitirá irte hasta que no esté absolutamente seguro de que no le serás de ninguna utilidad. Además, mi padre es famoso por su tacañería. Jamás devolvería la parte de tu dote que ya han enviado. Creo que espera el resto para pagar mi dote al rey Jacobo, así no tendrá que recurrir a sus fondos personales -rió.

Se quedaron en Windsor, ese gran edificio de piedra, casi un mes. El rey y la Corte salían todos los días a cazar, pero Rosamund se quedaba junto a la reina casi todo el tiempo. Isabel quedó encantada cuando supo que la joven pupila real sabía leer. De modo que Rosamund le leía un Libro de las Horas con pequeños poemas y plegarias escritas en latín. Maybel pasaba el tiempo convirtiendo los pocos trajes de su ama en prendas más a la moda, con la ayuda de Tillie, que, como había pasado toda su vida en la casa real, sabía mucho de la etiqueta del vestido para la Corte y siempre estaba al tanto de las modas.

Dejaron Windsor a principios de diciembre para regresar a Richmond, donde pasarían Navidad, que, como todo el mundo sabía, era la fiesta preferida de los reyes. Los Doce Días de Navidad comenzaban la víspera de la misa de Navidad. Las costumbres eran muy similares a las de Friarsgate, salvo que a escala mucho mayor. El número doce cumplía una función muy importante. Había doce de todo. En la gran sala se colocaron doce grandes candelabros de pie de hierro recubiertos de oro, con doce gráciles brazos, cada uno de los cuales tenía doce velas de cera de abejas. Se habían colocado estratégicamente en todo el recinto doce urnas de mármol enormes, cada una con doce ramilletes de acebo verde, cada ramillete con doce varitas de planta, atadas con cintas de plata y oro y llenas de pequeños frutos rojos. Los cuatro grandes hogares tenían leños de Navidad de grandes dimensiones.

En la sala del rey se había trazado una línea verde conocida como el umbral de Navidad. Meg explicó que la fiesta no comenzaría hasta que el pájaro de la suerte no traspusiera el umbral, entrara en la sala y se pusiera a bailar. Esperaron, casi enfermos del entusiasmo. La Venerable Margarita le había dicho a su hijo y a su esposa, en su tono firme, pero calmo, que si querían seguir de duelo por su hijo Arturo, la decisión era de ellos, pero que era Navidad, y que ella quería que los jóvenes se divirtieran. En especial porque su preferida, Margarita, no estaría con ellos otra Navidad.

De modo que la princesa se vistió con un elegante traje de terciopelo azul y tela de oro. Llevaba suelto su hermoso cabello, sólo sostenido por una redecilla de oro y perlas. Kate había optado por vestir un fino terciopelo púrpura adornado con marta y llevaba sus espesos cabellos castaños en una trenza modesta bajo un delgado velo de oro Aunque ataviada con menos riqueza, Rosamund se sentía muy espléndida con su falda de terciopelo negro, el jubón de seda negra con bordado de oro que le había regalado Meg y sus nuevas mangas de zangala blanca. Llevaba el cabello trenzado y, al igual que Meg, tenía una redecilla de malla de oro y pequeñas perlas de agua dulce que le había regalado la reina.

De pronto, resonaron las trompetas de la galería de los juglares y un caballero alto entró de un salto en la sala. Estaba íntegramente vestido de verde y en todo el traje tenía cosidas campanitas de oro y plata que tintineaban con su danza. Traía una máscara maravillosa de plumas de oropel y azul que le cubría la nariz y los ojos. Entró bailando hasta la mesa principal, donde estaban sentados los reyes, las princesas, la condesa de Richmond y el arzobispo de Canterbury. Se tocó la punta del sombrero en dirección al rey, luego giró y se puso a dar cabriolas por toda la sala, danzando un poquito aquí, un poquito allá, mientras sonaban caramillos, flautas y los timbales, un tambor doble. El público arrojaba monedas al sombrero del pájaro de la suerte y este seguía bailando.

Rosamund sacó un penique del bolsillo. Cuando el bailarín llegó a su mesa, ella se estiró para dejar caer el penique en el sombrero del pájaro. La moneda acababa de desprenderse de sus dedos cuando los dedos del hombre se cerraron sobre su mano: la levantó de la silla y le estampó un fugaz beso en los labios antes de irse bailando, acompañado por la carcajada de todos los presentes. Con las mejillas inflamadas de la vergüenza y la timidez, Rosamund volvió a sentarse enseguida. Se preguntó si Meg y Kate habían visto el ultrajante comportamiento del bailarín.

– No se preocupe, Rosamund -le dijo una voz conocida y sir Owein Meredith se sentó junto a ella en el banco-. A veces, el pájaro de la suerte besa a alguna dama. Todo es parte de la diversión. Ah, veo que le dejó una de sus plumas. Es un honor que, por lo general, se reserva para las señoras de la mesa principal. Vamos, muchacha, guárdela en el corpiño. ¿Le molesta que me siente con usted? -Le sonrió.

– No, me gusta. Estoy tan acostumbrada a estar con Meg y Kate que casi no conozco a nadie más. Obviamente, no me invitan a la mesa principal.

– No -le respondió él. Y agregó-: ¡Ah, mire! El pájaro está por terminar su danza. Va otra vez a la mesa principal para importunar al rey, a pedirle una limosna. Las monedas que reciba son para los pobres.

El resplandeciente bailarín hizo ágiles cabriolas ante la familia real. Con un floreo se tocó el sombrero, primero, en dirección a la Venerable Margarita y simuló asombro cuando ella donó monedas de oro. Luego, hacia la reina, a quien le dio las gracias con mucho donaire, y después, ante cada princesa. Al rey lo guardó para el final. Con alegres volteretas hizo una reverencia ante Enrique VII y, con un floreo, le ofreció el sombrero emplumado y encintado. La delgada mano del rey pasó sobre el sombrero. El pájaro de la suerte ladeó la cabeza y luego la sacudió, desilusionado. Agitó violentamente el sombrero debajo de la larga nariz del rey. Una sonora carcajada atronó el recinto. Con un burlón suspiro de resignación, el rey metió la mano entre sus vestidos y sacó una bolsa de terciopelo. A desgano, la abrió y extrajo dos monedas más. Hubo más risas, pues se sabía que el rey no soltaba sus monedas con facilidad. La Venerable Margarita se estiró y le dio un pequeño golpe al rey, que, con otro audible suspiro, vació toda la bolsa de terciopelo en el sombrero del pájaro, que cacareó, triunfante. La muchedumbre en la sala rugía, en aprobación de las acciones del rey. Enrique VII los honró con una de sus escasas sonrisas. El bailarín brincó con elegancia y se paró ante el arzobispo de Canterbury, para presentarle al sacerdote el sombrero Heno de limosnas. El pájaro hizo una reverencia. Y, entonces, se arrancó la máscara, revelando al joven príncipe Enrique. Su aparición fue recibida con aplausos. Se inclinó ante su público una última vez y tomó su lugar en la mesa principal, con su familia.

– ¡Válgame Dios! -dijo Rosamund, al darse cuenta de quién la había besado.

– De modo que ahora -dijo sir Owein, bromeando-, puede volver a casa y contar que el próximo rey de Inglaterra la ha besado.

– Es tan corpulento que me había olvidado de que era un niño -dijo Rosamund.

– Su abuelo de York, a quien se asemeja, también era un hombre grande -le dijo el caballero.

– ¿Y su abuelo de York también era tan osado?

Owein Meredith rió.

– Sí. ¿Me permite que le diga que luce muy bonita esta noche, milady Rosamund?

– El corpiño me lo regaló Meg y la condesa de Richmond me obsequió las mangas de zangala. Maybel me reformó la falda para ponerla a la moda. Tillie, la doncella de Meg, le enseñó.

– Eso quiere decir que ahora está mejor. Me alegro, Rosamund. Sé cuánto extraña Friarsgate.

– Espero que cuando la reina de los escoceses vaya al norte, en el verano, se me permita ir a mi casa. Sí, la extraño -admitió Rosamund-. La Corte es muy interesante, pero no me gusta estar todo el tiempo mudándome de un lado al otro. Yo soy muy casera, y no me avergüenza decirlo. Además, aparte de las princesas, no tengo amigos. Las otras muchachas de mi edad se creen demasiado encumbradas y poderosas para darse conmigo. Envidian mi amistad con Meg. Y Kate no está mucho mejor que yo, creo.