– Entonces, también cultive y conserve su amistad, Rosamund. Así, cuando la hija del rey se vaya, tal vez no se sienta sola. Además, es muy probable que algún día Catalina de Aragón sea la reina de Inglaterra. No está de más tenerla como amiga.

– Es buen consejo el que me da, señor. ¿Y usted seguirá siendo mi amigo? Me gustaría creer que lo será para siempre.

– A mí me gustaría -le respondió Owein y la mirada que le dirigió la conmovió-, pero algún día tendrá un esposo otra vez. Tal vez un esposo no apruebe nuestra amistad. Debe estar preparada para esa posibilidad.

– Nunca me casaré con un hombre que no acepte a mis amigos-replicó ella-. Hugh me enseñó que debo pensar por mí misma y decidir lo que es más conveniente para mí y para Friarsgate.

– No sé si está bien que le haya enseñado eso -dijo Owein, con pena-. La mayoría de los hombres no son tan modernos como su difunto esposo. Piense en su tío Henry, Rosamund. Casi todos los hombres son como él.

– Entonces, no volveré a casarme -respondió ella, con firmeza.

Él tuvo ganas de reír. Pero se dio cuenta de que ella hablaba muy en serio.

– Seguro que podrá persuadir a cualquier marido de que piense así -dijo. Ella era tan joven e inocente. Él se preguntó qué le sucedería a Rosamund en la Corte cuando su protectora, la hija del rey, partiera hacia Escocia. La muchacha, por cierto, no sería incluida en su comitiva de damas. No era ni tan importante ni de tan buen linaje. No tenía conexiones familiares de importancia. Era una más de las pupilas reales, aunque había tenido la fortuna de que la joven Margarita Tudor se interesara en ella. Owein Meredith no sabía por qué le importaba lo que le sucediera, pero así era. Por cierto, no estaba comenzando a albergar sentimientos hacia ella. No tenía derecho a sentimientos así… pero se dio cuenta de que sí le importaba Rosamund.

No volvió a verla hasta la Epifanía, el último de los Doce Días de Navidad. La jornada comenzó con la elección de la reina de la Habichuela. Se trajeron a la sala tortas mellizas: una para los hombres y otra para las mujeres. Todos recibieron una porción de su torta correspondiente para dar con la habichuela esquiva. Para gran sorpresa de Rosamund, ella encontró la habichuela en la torta de las mujeres. Al Principio, tuvo miedo de decirlo, entre tantas mujeres importantes, pero, que se dio cuenta de la buena fortuna de su amiga, exclamó, para la oyeran todos:

– ¡Lady Rosamund Bolton encontró la habichuela! Ahora veamos, ¿quién será su rey?

– Yo soy su rey -exclamó el joven Enrique Tudor, con una sonrisa de oreja a oreja-. ¡Yo soy el rey de la Habichuela! ¡Tráiganme a mi reina!

Llevaron a Rosamund a la mesa principal y la sentaron junto al príncipe Enrique. Le pusieron una corona de papel dorado decorada con joyas de pasta en la cabeza. Colocaron una corona parecida en la cabeza del príncipe.

– ¡Que todos saluden al rey y la reina de la Habichuela! -gritaron con entusiasmo los presentes en la Gran Sala del Palacio de Richmond. -Gracias al cielo que mi reina es una muchacha bonita -dijo el príncipe. Los servidores comenzaron a llevar a la sala la comida de la mañana-. Cuando encontré la habichuela me dio miedo de quedar atrapado con una vieja fea. Por eso no admití mi buena fortuna enseguida.

– Si hubiera sido una vieja fea -dijo Rosamund, atrevidamente-, ¿habrías vuelto a poner la habichuela entre las migajas, milord?

– Sí -admitió él, con una sonrisa traviesa-. ¿Y quién eres tú, señora? Sé que te he visto antes. -Tomó el copón enjoyado y bebió un sorbo grande de espeso vino dulce.

– Yo soy Rosamund Bolton, Su Alteza, el ama de Friarsgate. Mi difunto esposo, sir Hugh Cabot, me puso pupila con tu padre cuando falleció tempranamente la primavera pasada. Hace poco que estoy en la Corte.

– ¿Eres amiga de mi hermana Margarita?

– Tengo el gran privilegio de haber sido favorecida por la reina de los escoceses -respondió Rosamund, con modestia, dándose cuenta, al ver que las palabras le venían con facilidad a los labios, que estaba aprendiendo, de verdad, a comportarse en la Corte. Se lo contaría a sir Owein cuando lo viera.

– ¿Cuántos años tienes? -preguntó el príncipe.

– Soy unos meses mayor que tu hermana, la reina de los escoceses.

– ¿Eres viuda?

– Sí, Su Alteza.

Él la miró, evaluándola.

– ¿Eres virgen? -le preguntó, con osadía.

Rosamund se ruborizó hasta la raíz del cabello.

– ¡Por supuesto! -dijo, impresionada por la pregunta-. Mi esposo era un hombre anciano, y nos casamos cuando yo tenía seis años. Él fue como un padre para mí.

El joven Enrique Tudor estiró la mano y acarició la ardiente mejilla de Rosamund, lo que aumentó la vergüenza de ella. Sin embargo, ella no podía darle una bofetada por su insolencia, al menos, no en público.

– Te he hecho avergonzar -dijo Enrique Tudor, pero no parecía arrepentido en lo más mínimo-. Un día seré rey, señora. Rey de verdad, no un tonto de Epifanía. Si no hago preguntas, no aprenderé. -Le sonrió de manera seductora-. Tu mejilla es muy suave, además de muy cálida. -Sus dedos le acariciaron el rostro, y con la otra mano le ofreció de su copa-. Bebe un sorbo de vino, que tu corazón dejará de galopar. Veo tu pulso agitado en la base de tu garganta, Rosamund Bolton, señora de Friarsgate.

Rosamund bebió un sorbo de vino. Y entonces, con coraje, retiró la mano de él de su mejilla.

– Eres demasiado atrevido, milord. Soy nueva en la Corte, y mi educación no incluyó las sutilezas del comportamiento cortesano, pero estoy segura de que tu comportamiento es muy osado.

– Pero soy tu rey -dijo Enrique Tudor.

– Y yo, como tu reina, merezco tu respeto -le respondió Rosamund, rápidamente.

Él rió.

– Te besé el primer día de Navidad -admitió él-. Creo que antes de que termine este último día de Navidad volveré a besarte, señora de Friarsgate. Tus labios me parecieron dulces, como suelen ser los labios aun sin probar.

– ¿Tienes dos años menos que yo y hablas tanto de besos y de su conocimiento sobre labios sin probar? -bromeó ella, sonriendo.

– ¡Sí! -dijo, con entusiasmo, el joven Enrique Tudor-. No tengo muchos años, señora, pero mírame. Ya soy más alto que la mayoría de los hombres, y comienzo a darme cuenta de que tengo también el apetito de un hombre.

– Entonces, señor, come esos huevos, porque tienes que seguir creciendo -le dijo ella, riendo, pues no pudo controlarse. El príncipe en verdad era muy pícaro-. Nuestros huevos han sido cocidos en una deliciosa salsa de crema y vino marsala. ¡Nunca comí nada tan apetitoso!

– Tal vez seas mayor que yo -dijo él con una sonrisa mientras se servía del plato que tenía ante sí, colmado de huevos-, y puede que seas nueva en la Corte de mi padre, pero creo, mi señora de Friarsgate, que aprendes fácilmente y que te irá bien aquí. -Se puso a comer.

– Lo único que quiero es regresar a mi casa -admitió Rosamund-. La Corte es magnífica, pero extraño mi hogar.

– Yo tengo muchos hogares -dijo él, separando un pedazo de la hogaza de pan que tenía frente a sí. Lo untó con abundante manteca y se lo comió.

– Lo sé -respondió ella-. Yo ya estuve en Richmond, en Westminster y en Windsor. Son hermosos y muy magníficos.

– También vivimos en Baynard, en Londres. Mi madre lo prefiere a Westminster, que nos queda un poco chico; y tenemos departamentos en la Torre, otro castillo en Eltham y otro en Greenwich -alardeó el príncipe mientras comía una segunda porción de huevos y dos fetas gruesas de jamón rosado. Golpeó la copa contra la mesa para pedir más vino. Se lo sirvieron de inmediato, y él bebió, sediento.

– A mí una casa me es más que suficiente. Eso de mudarse todo el tiempo es agotador, señor.

– ¿Sabes por qué lo hacemos?

– Por supuesto. Me lo explicó tu hermana, pero eso no significa que tenga que gustarme. Espero que tu padre me mande a casa cuando envíe a tu hermana con su esposo en Escocia.

– ¿Qué tienes en Friarsgate que no tengas aquí? -preguntó el príncipe mientras se metía en la boca joven y voraz varios confites, uno tras otro.

– Ovejas -le dijo Rosamund, con gracia-. Me presentan muchas menos dificultades que tratar de recordar todos los motivos y formalidades de la etiqueta de la Corte, señor príncipe.

– ¡Ja, ja, ja, ja! -rió el heredero de Inglaterra-. Eres una muchacha muy divertida, mi señora de Friarsgate. ¿Hablas francés?

– Muy mal, pero oui, monseigneur -le respondió ella.

– ¿Latín?

– Ave Marta, gratia plena -repitió Rosamund, como un loro.

Él volvió a reír.

– No te preguntaré por el griego -dijo, con una gran sonrisa.

– Es una fortuna, mi señor rey de la Habichuela, porque no tengo ningún conocimiento de una lengua semejante. Es una lengua, ¿no? -Los ojos ámbar destellaban con vivacidad.

– Así es.

– Toco el laúd y canto bastante bien. O, al menos, eso dicen. Sé llevar las cuentas y, algún día, con el permiso de Su Alteza, le hablaré de lana, un tema que domino.

– Sabes cosas que jamás me habría imaginado -comentó el príncipe-, y tienes mucha educación, aunque de una naturaleza más tradicional, lo que, combinado con tu rápida inteligencia, hace de ti una compañía encantadora y divertida, mi señora de Friarsgate. ¿Bailas?

– No tan bien como la reina de los escoceses.

– Ah, sí, Meg baila muy bien, pero yo bailo mejor -alardeó.

– Ella lo ha admitido, Su Alteza -lo halagó Rosamund, con una sonrisa.

– Esta noche bailaremos -le prometió él-. ¡Ah, mira! Ahí vienen unos mimos, para entretenernos. -Le tomó la mano, se la llevó a los labios y se la besó. Su brillante mirada azul se fijó en los ojos asombrados de ella-. Soy cien años más viejo que tú, mi encantadora señora de Friarsgate. Creo que llegaremos a ser muy buenos amigos. -Y entonces, sin soltarle la mano, se volvió para observar a los mimos, que habían comenzado a bailar.

El corazón de ella latía con prisa. Deliberadamente, este muchacho le había conmocionado los sentidos, pensó Rosamund. Aunque jamás lo dejaría entrever, estaba bastante asustada. No tenía experiencia en tales asuntos, pero sentía que este príncipe temerario estaba planeando seducirla. ¿Cómo se rechaza al futuro rey de Inglaterra? Debía buscar a sir Owein y pedirle consejo. Él sabría cómo asesorarla en tan delicada cuestión.

CAPÍTULO 06

No volvió a ver al príncipe después de las festividades de Epifanía, en las que habían gobernado como rey y reina. Según lo prometido, él había vuelto a besarla, pero había sido un beso casto. Bailaron aquella noche y, según Meg, ella había salido bien parada. Después de dejar Richmond, la casa de la reina se había instalado en los departamentos reales de la Torre a esperar el nacimiento del anhelado príncipe. Los departamentos de la Torre eran un lugar cálido y cómodo, casi como su casa, pensaba Rosamund, con la vista en el río Támesis. La vida se organizó en una monotonía familiar de lecciones de francés y etiqueta. Observaban horarios regulares y comían dos veces por día. A la reina le gustaba la música y, cuando se enteraron de que Rosamund cantaba bien, en las semanas siguientes comenzaron a llamarla seguido. A la reina la calmaban sus sencillas melodías campestres.

La reina entró en trabajo de parto al despuntar la mañana del 2 de febrero. Llamaron al rey y hubo muchas idas y venidas de mucamas y médicos. Llegó la partera real, y la Venerable Margarita, que comenzó a discutir con su hijo sobre el nombre que le pondrían al príncipe esperado.

– Hemos tenido un Arturo y un Edmundo, y tenemos un Enrique -dijo la condesa de Richmond.

– Se llamará como mi tío de Pembroke -respondió el rey.

– ¡Pamplinas! -fue la rápida respuesta-. No podemos tener un Príncipe llamado Jasper. No es un nombre muy inglés. ¿Quieres recordarle a Inglaterra que tu sangre es más galesa? ¿Y Juan?

– Es un nombre de mala suerte, madre.

– ¡Eduardo! Tú y Bess descienden de Eduardo III y Juan no es de mala fortuna. Mi padre era Juan. Aunque Ricardo es otra historia dijo la condesa de Richmond, frunciendo el entrecejo.

– Así es -concedió el rey-. Ricardo no sería apropiado, en especial dada la actitud de nuestra familia respecto del rey anterior. Lo con vertimos en el villano de la desaparición de los dos hermanos menores de Bess, aunque yo nunca creí que él tuviera la culpa de eso. Probablemente fuera algún adulador que quiso asegurar la posición de Ricardo y ganarse sus favores. No conocería bien a Ricardo de York para hacer lo que hizo. Claro que, cuando Ricardo se enteró de lo sucedido nadie iba a admitirlo, ¿no? Pobre hombre, casi me da lástima, porque sé, por Bess, que él quería a sus sobrinos.

– Eso no le impidió intentar quitarte tu legítimo derecho al trono de Inglaterra -replicó la condesa de Richmond.