Enrique VII, con una de sus sonrisas escasas y heladas, dijo:

– No. Es cierto, madre. Yo nací para ser rey de Inglaterra. ¿No me lo dijiste siempre?

– Sí -rió ella.

– Su Majestad -una criada había venido corriendo desde la habitación de la reina-, ¡mi señora ha dado a luz!

El rey y la condesa de Richmond fueron de prisa hacia la reina. Isabel yacía pálida y frágil con un montoncito muy envuelto contenido en un brazo. Les dirigió una sonrisa débil.

– ¿Eduardo? -dijo, esperanzada, la condesa de Richmond.

– Catalina -respondió suavemente la reina.

El rey asintió.

– ¡Gracias a Dios tenemos un heredero fuerte y saludable! y otra hija nos unirá a otra casa real. Bess, querida, Enrique tendrá España; Margarita, Escocia; María, bueno, aún no he decidido nada sobre ella. Tal vez Francia. Tal vez el Santo Imperio Romano, y lo que ella no posea lo tendrá esta bonita princesita, ¿eh? -El rey se inclinó y le dio un beso en la frente a su esposa.

La condesa de Richmond no dijo nada. No le gustaba nada e aspecto de su nuera. Bess no era joven y, evidentemente, este había sido un parto difícil para ella. No habría más hijos de esta reina, pensó Margarita Beaufort.

Trajeron al príncipe Enrique y a sus dos hermanas a ver a su nueva hermanita

– ¿A quién se parece? -le preguntó Rosamund a Meg.

– A todos los hijos de mamá. Pálida con cabello de un rubio rojizo ojos claros -respondió la joven reina de los escoceses-. Y es muy nadita. No creo que viva mucho. Qué pena que mamá haya tenido que pasar por todo eso por una niña débil.

– Yo tendré sólo hijos varones -alardeó el príncipe Enrique.

– Tú tendrás lo que Dios disponga, Hal -dijo Meg.

A la princesa María la devolvieron a Eltham, a su cuarto infantil, con su nueva hermana. El príncipe permaneció con su padre, pero Meg y Rosamund se quedaron en la Torre con la reina y sus damas. La Venerable Margarita había ido a su casa de Londres, en Cold Harbour. La reina no se recuperaba del parto. Había mucho silencio en la Torre. Y entonces, en la mañana del 11 de febrero, el día en que cumplía treinta y siete años, Isabel de York murió súbitamente, apenas con el tiempo necesario para que un sacerdote fuera a escuchar su confesión.

El rey quedó destrozado. Lloró abiertamente por segunda vez en el último año. La primera había sido cuando le comunicaron que había muerto su heredero, el príncipe Arturo. La Corte estaba conmocionada. No había sido un embarazo difícil, y el nacimiento fue relativamente rápido. La reina había sido siempre sana y de una fortaleza confiable. Pero, ahora, había muerto de una fiebre puerperal como cualquier mujer del pueblo. Era difícil de creer. Isabel de York había sido muy querida. La Corte la extrañaría.

La madre del rey se hizo cargo enseguida, y llevó a Meg y a Rosamund a su casa. Si bien había que planear el funeral, se decidió en ese instante que la boda formal de la princesa con el rey de los escoceses se realizaría en agosto, como estaba previsto. En cuanto a Rosamund, aunque el rey seguía siendo su tutor, la Venerable Margarita se hizo cargo de ella, "por la dulce Bess". Luego de decidir esto, se abocó a los preparativos para el funeral, pues el rey estaba demasiado postrado en su dolor, casi no salía de sus aposentos.

Había que tallar una efigie funeraria: mostraría a la reina ataviada con sus mejores ropas y pieles, con una sonrisa. La Corte y el país llorarían ante una réplica exacta de Isabel de York en su mejor aspecto Conservaría para siempre un buen recuerdo para todos. La efigie se colocaría sobre el féretro de la reina, que sería enterrada en la abadía de Westminster, en una tumba que algún día contendría los restos mortales de su esposo. Convocaron al famoso escultor Torrigiano para tomar una máscara mortuoria de la reina y hacer un monumento de bronce que se colocaría sobre la tumba. El escultor, que vivía en Londres, había sido patrocinado por el rey durante varios años.

El día del funeral amaneció gris y frío. La ciudad estaba prácticamente envuelta en una niebla espesa y húmeda. La procesión partió de la Torre de Londres, donde Isabel de York había exhalado su último suspiro, y recorrió las calles de la ciudad mortecina para que el pueblo pudiera ver por última vez a su buena reina. Más de cincuenta tambores, con los instrumentos amortiguados para dar la solemnidad apropiada a la trágica ocasión, guiaban a los deudos. Los seguía un inmenso número de alabarderos del rey, detrás de quienes iba la carroza fúnebre, envuelta en seda y terciopelo negro, la efigie en su colorido ropaje sobre la cima en una visión asombrosa. La carroza era tirada por ocho caballos negros como el carbón, adornados con arreos de seda negra y plumas negras.

Treinta y siete jóvenes vírgenes seguían la carroza funeraria, una por cada año de vida de la reina, enteramente vestidas con trajes de terciopelo blanco, y portaban altos velones de cera de abeja, que oscilaban fantasmales bajo la brisa helada. Rosamund era una de ellas, honor que le había conferido la madre del rey. Pero las vírgenes no llevaban capa, y Rosamund temblaba de frío, como todas sus compañeras. Las babuchas de cabritilla blanca que calzaban no las protegían del frío ni de la humedad. Rosamund pensó que sería un milagro si no terminaban todas haciéndole compañía a la reina, muertas de fiebre.

Entraron en la gran abadía, donde el arzobispo celebró una misa de réquiem, a lo que siguió una elegía, que, según se enteró Rosamund mas tarde había sido escrita y pronunciada por un joven abogado de la ciudad, Tomás Moro. Su voz profunda, pero suave al mismo tiempo, resonó con sus palabras de tributo, y colmó la gran iglesia:

¡Adiós! ¡Mi tan querido esposo, mi valioso señor!

El fiel amor, que en ambos continuaba

en el himeneo y en la paz de la armonía,

en tus manos aquí entrego,

para que a nuestros hijos lo pases;

hasta aquí padre has sido y ahora deberás

cumplir también la parte de madre, pues

¡aquí yazgo!

Cuando Tomás Moro calló, se oyeron en toda la abadía de Westminster los suaves murmullos del llanto. Cuando su mirada se dirigió al rey, Rosamund lo vio secarse los ojos. Tenía los hombros caídos. Enrique VII había envejecido de pronto, pero, a su lado, su madre estaba muy erguida y sus hijos se consolaban en su dolor, con valentía. Entonces bajaron el ataúd de la reina del catafalco que estaba al final de la nave y lo depositaron en la tumba. Isabel de York recibió una última bendición de los sacerdotes y, finalmente, el funeral concluyó.

Meg fue a tomar a Rosamund de la mano. Tenía los ojos rojos de tanto llorar, pues ella y su madre habían sido muy unidas, en especial durante el último año.

– Dice la abuela que ahora vengas a casa conmigo. Dice que cumpliste bien tu parte, que mi madre habría quedado muy complacida.

Subieron a una carroza cubierta, que la Venerable Margarita había provisto para sus nietas y las otras damas de la casa. El gris día de invierno estaba oscureciendo ya cuando el vehículo se abrió camino de regreso por las neblinosas calles de Londres a la residencia de la condesa de Richmond.

A la mañana siguiente, la princesa María, que aún no había cumplido los siete años, fue devuelta a Eltham.

– A veces pienso que me he pasado la vida usando luto -se quejó Meg ante Rosamund.

– Estarás libre de este en unos meses. Tienes suerte, Meg, de poder recordar a la madre que lloras. Yo no tengo memoria de la mía.

– ¿No tienes ningún retrato?

– La gente del campo, por lo general, no se hace pintar retratos -respondió Rosamund con una sonrisa-. Maybel la conoció. Dice que me parezco a ella, pero más a mi padre. Sin embargo, no es lo mismo que si los hubiera conocido, ¿no crees? Tu madre fue tan buena conmigo. No la olvidaré jamás, y algún día le pondré a una hija su nombre, Meg, te lo prometo.

El invierno llegó a su fin y, en Pascua, el rey pidió que su familia volviera a reunirse en Richmond. Aunque casi no lo vieron y había rumores de que había quedado devastado por su pérdida. Sus consejeros le sugerían que volviera a casarse, y se hicieron algunos arreglos en ese sentido, pero, al final, todo quedó en la nada. El rey se había casado con Isabel de York para unir sus casas, para terminar una guerra larga y sangrienta, y porque el derecho de ella al trono era más fuerte que el de él. Pero en cuanto la conoció la amó, y le había sido fiel toda la vida. Ahora que ella se había ido parecía que su fidelidad seguiría inconmovible.

– Él es como yo -dijo la Venerable Margarita.

– Pero tú te casaste tres veces, abuela -señaló Meg.

– Escúchame, criatura. Una mujer puede tener riquezas, dignidad y prestigio, pero nada de eso importa si no tiene un marido. Así es el mundo. No podemos escapar a ello. Sin embargo, el padre de tu padre, mi primer esposo, Jasper Tudor, fue el amor de mi vida, y no me da vergüenza admitirlo. Para las mujeres de nuestra clase el primer matrimonio es el arreglado. Tal vez, incluso el segundo. Después de eso, yo creo que una mujer tiene derecho a elegir a su marido. Si los ama a todos o a ninguno dependerá del destino. Pero una mujer debe casarse, no tiene otra opción.

– ¿Amaré yo a Jacobo Estuardo, abuela?

– ¿Se dice que es un hombre encantador -dijo la condesa, seca-,seguramente querrá complacerte porque haciéndote feliz a ti hace feliz a Inglaterra. Se dice que es bien parecido, niña. Bien parecido y bueno. Sí, creo que lo amarás.

– ¿Y me amará él a mí?

La Venerable Margarita rió.

– Jacobo Estuardo te amará, seguramente, mi niña. -Porque casi no hay mujer a la que no ame, pensó para sus adentros.

– Ahora tienes que encontrarle marido a Rosamund, abuela -dijo Meg, con gesto travieso-. Yo sé que quiere regresar a su casa, a su amada Friarsgate, cuando yo me vaya al norte a fines del verano.

– En su momento le encontraremos un marido a tu compañera. Hay tiempo, y debemos escoger con cuidado.

– Ya lo ves -dijo Meg más tarde, cuando estaban en la cama-. Eres un premio para darle a alguien, igual que yo. Pero cuando llegue el momento, haz que te permitan elegir. Recuerda lo que dijo mi abuela. Que después del primer matrimonio, incluso del segundo, una mujer tiene derecho a elegir a su siguiente marido. Recuérdaselo cuando te llegue el momento.

Se quedaron un mes en Richmond, y después la condesa y sus nietas partieron rumbo a Greenwich. Era la primera vez que Rosamund iba a ese palacio. Como Richmond, estaba sobre el Támesis, pero aquí ella podía ver los mástiles de las altas naves que recorrían el mundo cuando navegaban río abajo hacia el mar. El príncipe Enrique se unió a ellas un tiempo, pues su abuela le había pedido que fuera. El rey no se separaba del heredero que le quedaba. Era casi como si creyera que con su custodia personal podía proteger al muchacho de cualquier cosa. El Príncipe incluso dormía en una pequeña habitación a la que solo se Podía entrar pasando por el dormitorio de su padre. A los amigos del joven Enrique su situación les hacía mucha gracia, pero al príncipe no. De ahí que un respiro con su maravillosa abuela y sus hermanas fuera muy bienvenido.

La princesa María, traída desde Eltham, admiraba a un compañero mayor de su hermano, Charles Brandon.

– Un día me voy a casar con él -dijo, temeraria, pese a sus siete años. Toda la familia recibió su comentario con mucho humor.

– Las princesas no se casan con caballeros sin título, María -le dijo, reprendiéndola, su abuela-. Se casan con reyes o duques, o con otros príncipes. El joven Brandon tiene encanto, se nota, pero es un aventurero. No posee tierras ni riqueza. Caramba, que ni a Rosamund se lo daría por esposo. No lo vale.

– Algún día será alguien, abuela -respondió María, impertinente-. ¡Y yo me casaré con él!


– ¿Juegas al tenis? -le preguntó el príncipe Enrique a Rosamund una tarde en que estaban sentados mirando el río.

Rosamund levantó la mirada. Vestía el jubón y la falda verdes con sus mangas de zangala blanca. La condesa dictaminó que el luto había terminado y les regaló trajes nuevos a sus dos nietas y a Rosamund.

– No, Su Alteza, no juego tenis.

– ¡Entonces ven, que te enseño! -dijo Enrique, tomándola de la mano para ponerla de pie-. ¿Cómo te vas a quedar ahí, mirando el agua? Yo me aburro.

– A mí me tranquiliza, Su Alteza.

– Te va a gustar el tenis -insistió él, arrastrándola consigo.

Pero a ella no le gustó ese juego brusco, y se tropezó con la falda nueva y, casi de inmediato, se torció el tobillo cuando salió a correr una pelota impulsada por él.

– ¡Ah, si me rompí la falda no te lo perdonaré nunca! -exclamó-¡Ay! ¡No me puedo levantar! -Se encogió de dolor cuando intentó incorporarse.