– Hay poco que contar -comenzó Rosamund.

Meg se inclinó hacia ella.

– Hal… dice que en privado puedo llamarlo Hal… insistió en que aprendiera a jugar al tenis. Me caí y me torcí el tobillo. Él me llevó desde el campo de tenis al jardín. A medio camino hacia los departamentos Privados de tu abuela se detuvo y me dijo que tenía que besarlo. Se sentó en un banco y me besó. Me gustó, Meg. ¡Me gustó!

– Yo anoche le permití a Richard Neville que me besara -admitió Meg-. A mí también me gustó, pero no volví a besarlo. Más que nada porque en unas semanas viajaré al norte a casarme con el rey de los escoceses. Tengo que guardar mi buen nombre. ¿Y qué más?

Para entonces Rosamund ya sabía que era inútil tratar de engañar a la princesa.

– Me tocó los senos.

– ¡Ahhh! -susurró Meg, abriendo muy grandes los ojos azules.

– Se lo impedí, por supuesto -dijo Rosamund, rápidamente-… Yo también tengo que cuidar mi buen nombre.

– ¿Cómo fue?

– No puedo explicarlo con palabras, pero me pareció que me desmayaba del placer que me produjo. -Los ojos se le pusieron soñadores con el recuerdo de esa gran mano cubriendo sus pechos pequeños. -Yo había oído que los hombres hacen esas cosas -susurró Meg-. Y otras, además -agregó, bajando aún más la voz.

– ¿Qué cosas? -Ahora fue el turno de Rosamund de sentir curiosidad.

– No lo sé, pero casi todas las mujeres que conozco parecen disfrutar de las atenciones de sus maridos. Supongo que las dos lo averiguaremos pronto -terminó diciendo, con una risa.

– Tú lo sabrás mucho antes que yo. No me casaré antes que tú, Meg, y, además, nadie me ha dicho nada de ningún marido.

– Y ahora sir Owein está otra vez en tu mundo -bromeó Meg-. ¿Fue lindo que te trajera en brazos o te gustaron más los brazos de mi hermano? Claro que Enrique no es para ti, y no podría serlo nunca, pero ¿no te gusta sir Owein? A todas las damas les gusta.

– Es agradable.

– Te traía muy delicadamente. Cuando cree que nadie lo ve te mira con ternura. Yo creo que sir Owein siente algo por ti, Rosamund. Me parece que sería un buen esposo para ti. Es buen mozo y maduro y, sin embargo, es lo suficientemente joven como para ser un amante vigoroso que pueda engendrarte hijos.

– ¡Meg! -rezongó Rosamund, pero tuvo que admitir que ella había acariciado pensamientos similares. Owein Meredith, con sus cabellos de un rubio oscuro y los ojos verdes avellana, la nariz recta y la mandíbula pronunciada, era muy atractivo. Pensó cómo sería ser besada por él. Tenía una boca de labios finos, pero grande. Y las manos eran amplias y cuadradas… ¿cómo sería sentirlas sobre sus senos? ¿Le provocarían el mismo deleite que habían dejado en su corazón virgen las manos del príncipe Enrique? y siempre había sido bueno con ella. Algunas veces le había parecido una versión joven de Hugh Cabot.

– ¿En qué piensas? -preguntó Meg.

– ¿De verdad crees que le gusto a sir Owein?

– Sí. Creo que es así. Y él se merece una esposa, una buena esposa, Rosamund. Conozco a sir Owein de toda la vida. Mi madre siempre decía que de todos los servidores de la familia él, de verdad, se había ganado el nombre de buen caballero. Mamá decía siempre que sir Owein era el hombre más honorable que ella había conocido. Y es bueno, además, algo que tú ya sabes. Es cierto que no tiene nada más que su espada, su caballo, su armadura y su buen nombre, pero, de todos modos, tú no puedes esperar un esposo con un gran nombre. ¿No preferirías tener a un hombre como sir Owein antes que a uno como tu tío? Un hombre con algo de bienes que se case contigo por tus tierras y te maltrate. Recuerdo lo que me contaste de la primera esposa de tu tío, lady Agnes. Qué triste para ella no haber conocido nunca el amor.

– Mi tío se casó con ella por sus tierras, porque él no tenía nada -le recordó Rosamund a Meg-. Estoy segura de que sir Owein me aceptaría por la misma razón. Pero creo que yo esta vez quiero amor.

– El amor es un lujo que las mujeres acaudaladas no pueden permitirse. Primero cásate y, con suerte, el amor vendrá después. Todas las mujeres son requeridas en matrimonio por una razón u otra, Rosamund. El amor no suele ser la primera preocupación de los casamenteros. Una Princesa de Inglaterra se casa con el rey de los escoceses para que haya paz entre las dos tierras, para que la generación de hijos que traigan al mundo tengan un lazo con Inglaterra y, es de esperar, mantengan la paz. Las hijas de las grandes casas nobles son desposadas por la riqueza y las conexiones de sus familias. A ti te desposarán por tus tierras y tus rebaños. La hija de un granjero es desposada porque su madre ha dado a luz sobre todo hijos varones y se espera que ella haga lo mismo, para que haya más manos para trabajar la tierra. A todas nos toman por una razón u otra pero el amor rara vez entra en el arreglo. En los meses venideros, mi partida será el tema en el que se concentrarán la Corte y mi familia. Tendrás tiempo de observar a sir Owein como posible esposo. Usa el tiempo sabiamente, y no vuelvas a coquetear con mi hermano.

– Enrique se casará con Catalina después de que nuestro padre le haya sacado todo lo que pueda al rey de Aragón y Castilla. Esa alianza va a concretarse. ¡Tiene que concretarse! Necesitamos esgrimir el poderío de España contra Francia, por nuestra seguridad. Además, una alianza como esa aumentará la legitimidad del derecho de mi familia al trono de Inglaterra. Mi padre siempre ha querido eso tanto como mi unión con Jacobo Estuardo.

– En tu caso, tú casi puedes elegir. Si decides que quieres a sir Owein, yo lo solicitaré para ti. Me darán lo que les pida. Voy a dejar a mi familia. Lo que quiera, si es razonable, me lo darán, antes de que me vaya. A mi padre no le costará nada recompensar a su leal servidor.

– Lo pensaré -respondió Rosamund, pensando que sería casi como elegir. Cuando Meg partiera, ella estaría perdida en la Corte. Catalina era una muchacha muy dulce y, a la vez, adecuada para la función real. Meg tenía razón. Catalina un día sería la reina de Inglaterra. Rosamund rápidamente aprendió que la ventaja de no ser importante era que las personas importantes no tenían miedo de hablar cuando uno estaba presente. Hablaban como si uno no estuviera allí, porque no habría ninguna consecuencia para ellos. Solo escuchando ella había obtenido mucha información. La alianza española era de una importancia fundamental para el rey Enrique VII. Él haría cualquier cosa para conseguirla.

¿Y el príncipe Enrique? Tenía un carácter encantador, pero era un muchacho turbulento que, aunque tuviera el cuerpo de un hombre, seguía siendo egoísta e irreflexivo. La reputación de Rosamund no le interesaba en lo más mínimo. Simplemente quería seducir a una pupila real para poder alardear ante sus amigos. Y lo que le sucediera después a su víctima no sería preocupación suya. Él sería rey de Inglaterra. Los preceptos y códigos morales que seguían los comunes no se aplicaban a él. Rosamund comprendía esto por los pocos meses pasados en la Corte. LOS príncipes eran la ley para sí mismos, y siempre sería así.

Y el joven Enrique Tudor era, por cierto, una ley para sí mismo. Si Owein no los hubiera interrumpido, era seguro que él habría ganado la pasión de la bella Rosamund. Estaba decidido a volver a intentar quebrar sus inocentes defensas. Ella no era tan estúpida como él había creído. A él le sorprendió ver que ella se daba cuenta de que quería seducirla, pero eso hacía el juego más interesante.

– La tendré -les dijo a sus amigos.

– Déjala, Hal -le aconsejó Charles Brandon, que era unos años mayor que el príncipe-. Ahora que se lastimó el tobillo, tu abuela la vigilará de cerca. Puedes estar seguro de que sabe cómo se lastimó Rosamund. Y sir Owein los vio, o tú piensas que los vio. Es un caballero honorable, y si cree que la muchacha corre peligro, se asegurará de que esté protegida. No tienes necesidad de tenerla. Hay tantas deseosas de entretener tu vara joven, fuerte y siempre dispuesta. Damas con esposos viejos que ansían un encuentro lujurioso con un amante vigoroso. Piénsalo, Hal -dijo, y sonrió con picardía.

– El hecho de que ella sea menos accesible hace el juego mucho más fascinante… Y peligroso -dijo el joven lord Richard Neville-. ¡Es virgen! Yo creo que nunca tuve a una virgen, aunque, por cierto, espero que mi futura esposa lo sea. Seducir a la muchacha en su propia cama, ante las narices de tu abuela, sería un buen golpe, Hal. ¡Si alguien puede hacerlo, ese eres tú!

– ¡Hecho, Neville! -dijo lord Percy-. ¡Te apuesto una moneda de oro a que no puede!

– Estoy totalmente en desacuerdo -murmuró Charles Brandon-, Pero les guardo las apuestas.

El príncipe Enrique rió.

– Eres un tonto, apostando contra mí, Percy. No has hecho más que abrirme el apetito de carne virgen. La cereza de la muchacha será mía antes de que termine la semana -se jactó.

Uno de los criados del príncipe estaba con las damas de la condesa.

Se enteró de que harían un pequeño crucero por el río unas tardes después. Rosamund se quedaría, pues todavía no se le había curado el tobillo. Estaría sola, a excepción de unas pocas criadas que pensarían que el travieso del príncipe estaba sencillamente aprovechando la ausencia de su abuela para jugar a los besos y las caricias con una muchacha bonita. Unas monedas, y se garantizaría su silencio y su ausencia.

Rosamund había levantado un poco de fiebre y dormía inquieta. Despertó de golpe, sintiendo que los elásticos de soga de la cama cedían bajo el peso de otra persona. Se volvió y se encontró con el rostro sonriente del príncipe Enrique Tudor.

– ¡Hal! -exclamó, sobresaltada-. ¿Qué haces aquí? ¡Tienes que irte enseguida! Esto es muy impropio.

Como respuesta, él la tomó en sus brazos, y murmuró:

– Querida Rosamund, mi dulce dama de Friarsgate, ¡te adoro! Tienes que dejarme que te bese, mi amor. Sólo un beso y una caricia. Entonces me iré, ¡te lo juro! No he hecho más que pensar en la tarde que pasamos en el jardín privado.

– ¡No! Esta vez no me acariciarás, Hal. ¡Aun así, aunque sólo te encontraran en mi cama, sería mi ruina! ¿Por qué eres tan cruel que piensas en tu propio placer? ¡No te importo para nada!

– Sí, pienso en tu placer, dulce mía. -Sus rápidas manos comenzaron a acariciarle los pechos-. Frutos tan pequeños y tan maduros, que deben ser apreciados como sólo yo puedo. Veo tu piel, tan clara, a través del lino de tu camisa perfumada, Rosamund. -Su cabeza de cabello rubio rojizo se hundió entre sus senos.

Rosamund contuvo el aliento, impresionada por los labios de él sobre su pecho. Le dio vueltas la cabeza con una mezcla de miedo y placer.

– ¡No! -gritó cuando la mano de él comenzó a meterse por debajo de la camisa-. ¡No! -gritó con más fuerza porque él no se detenía. Claro que sería una deshonra para ella, pero no podía permitir que él le robara su tesoro más preciado, la virtud. Quienquiera que finalmente se casara con ella sabría de su honestidad la noche de su boda. Volvió a gritar, y él le tapó la boca con la mano.

– No grites, mi amor -murmuró el príncipe-. Sólo quiero que seamos felices. Ya verás, Rosamund.

Ella volvió a abrir la boca, pero esta vez los dientes se cerraron en el costado de la mano de él, y mordió con todas sus fuerzas. Enrique Tudor rugió de dolor y rabia. En ese momento la puerta de la alcoba se abrió, y allí estaba sir Owein Meredith, colorado de ira. El príncipe se bajó de la cama de un salto, pasó como una exhalación junto al otro hombre y salió del aposento sin decir palabra.

Para su propio asombro, Rosamund estalló en sollozos.

– Gracias a Dios que viniste. Creo de verdad que me iba a hacer daño.

– Quería quitarte tu virtud, Rosamund -fue la brusca respuesta.

– ¿Cómo lo sabes? -dijo ella, llorando, nerviosa, apretando la manta contra su pecho.

– Maybel averiguó de boca de las otras mujeres que el hombre del príncipe había estado haciendo preguntas. Después, vio al príncipe entrar en estos departamentos. Cuando lo siguió discretamente, advirtió que no había criados a la vista. Se dio cuenta enseguida de cuáles eran los designios de nuestro joven príncipe. Y salió corriendo a buscarme.

– Ah, ¿qué voy a hacer? -sollozó Rosamund-. Si ese poderoso muchacho está decidido a tenerme, ¿qué voy a hacer?

– Yo hablaré con la condesa y le explicaré lo que ha sucedido. Creo que ya es hora, Rosamund, de que te elijan esposo. Si te dan un esposo, el príncipe Enrique te dejará en paz, porque habrás perdido tu atractivo. No puede haber ningún escándalo, mi señora de Friarsgate, que involucre al príncipe, porque su futura familia política de España es muy estricta en sus códigos morales. El embajador de España vigila y protege con mucho celo la felicidad de la princesa de Aragón.