– Ah, las mujeres -dijo, desdeñoso, el guardia. Se volvió al príncipe-. ¿Usted vio una rata, Su Alteza?

Enrique Tudor asintió.

– Sí, y era grande como un gato, lo aseguro. Yo iba a matarla, pero la señora gritó. -Miró la puerta que se cerraba lentamente tras Rosamund.

Afuera, en el jardín privado, la joven sintió el suave aroma de la vegetación y el olor apenas agrio del río cuando se iba la marea. El aire estaba tibio y había una brisa muy leve. Caminó despacio por uno de los senderos prolijamente barridos. La madre del rey había dicho que él estaría allí. Entonces, lo vio. Estaba de pie, de espaldas a ella, mirando el río, pero oyó sus pisadas y se volvió.

– ¡Rosamund!

Ella le hizo una reverencia.

– Milord -dijo ella, con suavidad.

Él se le acercó, la tomó de las manos y la miró.

– ¿Has hablado con la madre del rey y estás conforme? -Los ojos verdes de él escudriñaron su rostro en busca de una señal de descontento.

Ella le dirigió una sonrisa tímida.

– Creo que es una buena solución para los problemas de los dos, señor. Yo necesito un esposo y tú, casándote conmigo, podrás continuar tu leal servicio a la Casa de los Tudor -le dijo, muy seria-. Y tú, señor, ¿estás contento con ser mi esposo?

– Sí. ¿Has comprendido, Rosamund, que este matrimonio que encaras conmigo no será sólo una formalidad, como fue con tus dos esposos anteriores? Serás mi esposa de todas las maneras que una puede serlo con su esposo y señor.

Ella se ruborizó, pero respondió:

– Ya tengo edad, señor. Soy mayor que la reina de los escoceses.

Sin soltarle la mano, él levantó la otra y con dulzura le acarició la mejilla, con los nudillos. Su mirada era cálida.

– Eres tan hermosa -le dijo. Le rozó los labios con los suyos. -Seré buen esposo para ti, Rosamund.

– Lo sé -respondió ella, y lo sabía. En ese instante en que la boca de él rozó la suya tan brevemente, Rosamund Bolton sintió que había esperado toda su joven vida por ese momento-. Sé que así será, Owein -dijo, y lo creía de verdad.

CAPÍTULO 08

– Esta noche -dijo el rey, de pie ante la mesa principal-, tengo un feliz anuncio que hacer. Todos conocen a sir Owein Meredith. Ha servido a la Casa de Tudor desde su infancia. La ha servido con lealtad. La reina de los escoceses me ha pedido una merced. Me ha solicitado que, en honor a su boda, yo recompense a este buen caballero. Para mí es un placer hacerlo. Por lo cual doy a mi pupila, lady Rosamund Bolton de Friarsgate, en matrimonio a sir Owein, y les concedo permiso para viajar hasta su casa en compañía de la comitiva nupcial de mi hija. Deseo que tengan una vida feliz y fructífera juntos. -Levantó la copa hacia la pareja, que esa noche estaba sentada a la mesa de caballete, justo al lado de la principal.

Enseguida, todas las personas de la sala se pusieron de pie, levantaron sus copas y gritaron:

– ¡Larga vida y muchos hijos!

Rosamund apretó la mano de Owein, ruborizándose del entusiasmo.

– Me temo que Hal perdió la apuesta -murmuró Richard Neville, sentado a un extremo de la mesa.

– Pero no la ganó nadie -dijo, en voz baja, Owein Meredith, que había oído el comentario del joven Neville-. Señor Brandon, le llevarás las apuestas que tienes en tu poder a la condesa de Richmond. Le dirás que es una donación para los pobres de parte de los amigos del Príncipe Enrique. Y en el futuro… a tener más cuidado con las apuestas, caballeros.

– Se hará exactamente como usted ordena, sir Owein -dijo Charles Mandón, inclinándose.

Pero Richard Neville estaba furioso.

– Tenga cuidado, Meredith. ¡Mi familia es muy poderosa en el lugar al que va!

– Actuaste de una manera deshonrosa. Da gracias que no le cuento a tu padre que, no me cabe duda, te enviaría a tu casa de inmediato-le respondió, con severidad-. No quiero dañar el buen nombre de Rosamund, de lo contrario te daría la paliza que tanto mereces. No oses amenazarme. ¿Y cómo te atreves a alentar al futuro rey de Inglaterra a un comportamiento que nada tiene de honorable?

Richard Neville abrió la boca para hablar, pero Charles Brandon le siseó.

– ¡Cállate, Dickon! No hay excusa para lo que intentamos hacer, y yo lo sabía cuando acepté guardar las apuestas. Esto es lo que nos merecemos. -Se volvió hacia el caballero del rey-: Le presento mis disculpas, sir Owein.

– Están aceptadas, señor Brandon.

– ¿De qué se trata esto? -le preguntó Rosamund al hombre que sería su esposo.

– No tiene la menor importancia, mi amor.

– Señor, si insistes en tratarme como una flor frágil y sin seso, me temo que no nos llevaremos bien. Ahora bien, ¿por qué discutían?

– Apostamos a que el príncipe Hal podía seducirte -dijo Neville, mezquino-. Eres una criatura tan inocente, milady.

Para sorpresa de todos, Rosamund soltó una carcajada.

– Y tú, señor, eres un tonto si crees que el encanto del príncipe Enrique bastaba para robar mi virtud. Nosotras, las campesinas, somos inteligentes a nuestro modo. Tal vez no seamos refinadas, pero un intento de seducción, ya sea de parte de un príncipe o de un pastor, es muy similar. Aunque acepto que el lenguaje de un príncipe es más florido. -Volvió a reír y luego agregó, como si acabara de ocurrírsele-: Ah, y cuando tu padre se pregunte por qué ya no le presto mi padrillo para sus yeguas, cuéntale de esta conversación que acabamos de mantener. Sé que deseaba tener varios caballos de guerra de mi buen Rey Valiente. Qué pena. -Rosamund le dirigió una sonrisa a su prometido y murmuro-¿Me sacarías de la sala, señor? El aire aquí está bastante fétido.

Sin otra palabra, Owein se puso de pie y la acompañó afuera, sonriendo y haciendo inclinaciones de cabeza a los que lo felicitaban a su paso. Cuando hubieron salido de la gran sala, se volvió a Rosamund y dijo, con una sonrisa:

– Había olvidado lo inteligente e impetuosa que puedes ser, mi amor.

– Sé que he estado demasiado modosita y tontuela estos meses en la Corte. No me he sentido segura de mí en este entorno, pero ahora que me voy a casa, puedo volver a ser yo. Espero que te guste quien soy, señor, porque me parece que ya no tendrás elección en el asunto.

Él se detuvo, la miró y le tomó el rostro entre las manos.

– Me has gustado desde el momento en que te vi, Rosamund Bolton. Pero nunca esperé ser nada más que un amigo para ti. -Sus ojos verdes se clavaron en los ambarinos de ella.

– Pero ahora serás mi esposo.

– Mañana firmaremos los papeles.

– No me desagrada para nada ese asunto -le dijo ella. El corazón le latía con fuerza, pues él la miraba con tanta intensidad…

– ¿Está coqueteando conmigo, señora? -preguntó él y no pudo contenerse: rozó los pulposos labios de ella con los suyos.

La mirada de él, sus labios, la dejaron sin aliento, pero igual alcanzó a decir, con osadía:

– ¿No es obvio, señor? Si no se nota, no estaré haciéndolo nada bien.

– Ah, Rosamund -dijo él, con tono grave-, lo estás haciendo muy bien. -Entonces la besó y sus labios tomaron posesión de los de ella y exigieron más; la joven, a pesar de su inocencia, reaccionó con sus instintos más primitivos. Le echó los brazos al cuello y le devolvió el beso, su boca se volvía más y más experimentada con el correr del abrazo, y su propia pasión despertaba y ardía para tragarlos a los dos. Ella sintió contra su cuerpo la dureza de su cuerpo de hombre bien disciplinado, y suspiró.

El delicioso sonido del suspiro lo hizo reaccionar. La suavidad de los jóvenes pechos de su prometida contra el suyo lo había obnubilado, pero estaban en un lugar público y no podían quedarse demasiado tiempo sin que los sorprendieran. No pensó que se enfrentaría a las burlas de sus amigos, que, por cierto, iban a reírse de él. Owein Meredith el de confiar, el responsable, había sido obviamente embrujado por una muchacha. Al menos había aprendido algo: esta muchacha que sería su esposa rebosaba calidez y no le temía al placer.

– Mi amor -susurró él con los labios contra el cabello de ella- tenemos que salir de aquí. Debo regresarte a los departamentos de la princesa. Por la mañana vendré para acompañarte a misa. Después seguramente ya estén listos los papeles para que firmemos.

– Pero me gustan los besos y las caricias contigo -le dijo ella, con franqueza-. ¿No podemos ir a algún lugar en privado y continuar?

Él le tomó una mano, se la besó y comenzó a caminar con ella.

– Amor, verdaderamente me asombra que te hayan dado a mí por esposa. Ruego al cielo que no sea un sueño del que vaya a despertar. Contigo en mis brazos siento que mis deseos despiertan con tanto ímpetu como jamás experimenté. Admito que he tenido muchas mujeres en mi cama y he sentido la lujuria más de una vez, pero por eso mismo sé que esto es muy diferente. No quiero compartir lo que siento por ti con nadie que no seas tú, Rosamund. ¿Me comprendes?

– Sí y no. Pero me dejaré guiar por ti en este asunto, Owein Meredith, porque tú lo conoces mejor que yo. Pero ¿significa eso que no volveré a besarte hasta que estemos casados?

Él rió apenas.

– No creo que pueda esperar tanto, mi amor. Encontraremos pequeños escondites cuando estemos solos, eso te lo prometo. Pero, por el momento, debes comportarte con pudor.

Habían llegado a los departamentos de la princesa, donde dormía Rosamund. Él le besó la mano antes de retirarse. Rosamund entro el salón tarareando, con aire de ensueño, y se encontró con Maybel, muy sonriente, que la abrazó y se puso a llorar.

– Ah, mi niña, qué alivio que te hayan encontrado un buen hombre. ¿Eres feliz, mi pequeña? Sir Owein es tan parecido a sir Hugh, solo que más joven, y tú ahora ya eres mayor. ¡Ah, pronto mi señora será madre!

– Sí, es hora. Ya puedo ser una esposa en todo sentido, Maybel. Estoy contenta con sir Owein. Es bueno y creo que me quiere.

– Gracias a nuestra bendita madre María que te has dado cuenta. Sí, muchacha, te quiere. Me animaría a decir que está enamorado de ti, aunque puede que ni él lo sepa aún. Tienes que amarlo, niña. No simplemente con el cuerpo, sino con todo el corazón. ¡Creo que eres la muchacha más afortunada que he conocido en cuanto a los esposos que te han tocado!

– Y después de todo lo que me he quejado, es posible que todavía me quede elegir uno a mí -agregó Rosamund-. ¡Sí, soy feliz! Fue Meg la que hizo esto, Maybel. Le debo un gran favor, porque si ella no hubiera sugerido que sir Owein fuera mi marido, quién sabe a quién me habrían elegido cuando desearan honrar a alguien.

– Bien, a quienquiera que sea responsable por este giro de los acontecimientos, le quedo agradecida. Nos vamos a casa. Estaré con mi Edmund otra vez. No creo que tenga ganas de volver a viajar, niña. ¡Estos últimos meses alcanzan como aventura para las dos!


En la mañana, después de misa, sir Owein Meredith y lady Rosamund Bolton fueron llamados a la presencia del rey, su madre, la princesa Margarita, el príncipe Enrique y el capellán del rey. Sobre la mesa estaban los pergaminos que debían firmar.

– ¿Está de acuerdo con esto, señora? -preguntó el capellán del rey.

– Sí, reverendo padre -respondió Rosamund, con una sonrisa.

– Y usted, sir Owein, ¿también está de acuerdo en tomar a esta mujer por esposa? -preguntó el capellán.

– Así es -respondió Owein Meredith, luchando por borrarse la sonrisita tonta de la cara. Después de todo, era una ocasión seria, pero el acento que hacía mucho le había desaparecido del habla, que delataba su origen gales, volvió a ser evidente.

El rey miró a su madre, y unas sonrisas cordiales se les dibujaron en los labios. No ocurría seguido que sus actos hicieran tan felices a las personas. Pusieron sus firmas como testigos del compromiso de matrimonio entre Rosamund y Owein.

Cuando estuvo terminado, y los pergaminos secados con arena enrollados, se le dio uno al caballero del rey. El otro sería guardado por el capellán del rey en los archivos reales. El sacerdote entonces instruyó a la pareja a que se arrodillara ante él. Los bendijo, haciendo así oficial e irrevocable el compromiso. Ahora eran, salvo por la ceremonia matrimonial, marido y mujer.

– Algún día -alardeó el príncipe Enrique-, les mostrarán este documento a sus hijos y les contarán que su compromiso fue atestiguado por un rey y una reina.

– Tú todavía no eres el rey de Inglaterra -dijo su padre, seco, y se dirigió a Owein Meredith-: Te extrañaré, mi fiel caballero, pero te mereces esta bonita muchacha y una casa propia. Y tú, lady Rosamund, ¿te parece que sir Hugh Cabot habría aprobado el esposo que te he concedido?

– Sí, Su Alteza. Lo aprobaría absolutamente, y le agradezco su cordialidad hacía mí. No he recibido más que bondad en su casa. Primero, de parte de su gentil reina, que Dios la tenga en su santa gloria. Después, de su hija y de su madre. Y ahora de usted, señor. -Rosamund se arrodilló ante el rey, le tomó la mano y se la besó, reverente-. Gracias, señor. Siempre estaré a sus órdenes.