El rey hizo levantar a la muchacha y, mirándola directo a los ojos, le dijo:
– Sí, veo en tu hermoso rostro lo que vales, Rosamund Bolton de Friarsgate. Que Dios te bendiga, niña, y a tu buen esposo, sir Owein.
– Vamos -intervino la Venerable Margarita-, haremos un breve brindis a la salud de la feliz pareja. -Le hizo una señal a un criado que repartió copas de vino. Bebieron rápidamente a la salud de Rosamund y de Owein y se retiraron.
– Me han informado que saldremos en menos de una semana -le dijo Owein a Rosamund cuando se retiraban del salón privado del rey.
– ¿Qué fecha es hoy? Qué extraño que no lo sepa, pero lo recordare si me lo dices.
– Hoy es 22 de junio.
– Estamos listos para salir el 27. Iremos a Collyweston, que, según dijeron, pertenece a la madre del rey. ¿Es muy grande, Owein?
El rió, comprendiendo el desagrado que le producían a Rosamund i s residencias reales de grandes dimensiones.
– Bien, mi amor, en un tiempo fue una mansión sencilla, parecida a Friarsgate, pero la han renovado varias veces desde su construcción. Esta primavera le agregaron una casa de huéspedes bastante grande. Tiene un gran parque donde el rey caza cada vez que va a visitar a su madre. No creo que nos quedemos mucho antes de seguir nuestro camino.
Salieron de Richmond en la fecha estipulada y llegaron a Collyweston, que quedaba algunos kilómetros al oeste de Stamford, el 5 de julio. Se quedaron allí tres días y fueron agasajados por el coro de la condesa, además de los de Cambridge y Westminster. Hubo concursos de arquería, danzas y una cacería. Pero a Rosamund le interesó mucho más la arquitectura de la casa, en especial cuatro grandes ventanas sobresalientes construidas especialmente para esa visita. Estaban decoradas con vitrales y ella nunca los había visto fuera de las ventanas de las iglesias.
Mientras el resto de la Corte perseguía ciervos en el parque de Collyweston, la joven interrogaba al mayordomo de la condesa sobre asuntos domésticos, porque admiraba mucho el sentido de la organización de la madre del rey. El señor Parker se sintió muy halagado por el hecho de que un miembro de la Corte, aunque fuera alguien de tan poca importancia como Rosamund, se interesara en cómo se manejaba la casa, y fue muy amable con la muchacha.
Ella pasó las horas de ocio también en las rosaledas con la princesa de Aragón. La pobre Kate ahora no tenía caballo propio, de modo que, a pesar de que le gustaba cazar, se veía obligada a quedarse. Casi todos sus criados habían sido devueltos a España y ella hacía esfuerzos, con sus magros ingresos, por mantener a los que le quedaban. Era una situación muy embarazosa para la princesa, que era muy orgullosa. Dos años antes había sido la prometida del siguiente rey de Inglaterra. Ahora no sabía qué sería de ella. Su padre y el rey Enrique discutían por dinero y se olvidaban por completo de ella, que agradecía la compañía d Rosamund. Aunque esta parecía preferir a la joven reina de los escoceses, siempre había sido amable, respetuosa y generosa con Kate.
– Qué suerte que tienes que te vas a tu casa -le dijo Kate a su compañera-. Yo a veces deseo poder volver a mi hogar.
– No desesperes. Estás destinada a ser la reina de Inglaterra algún día, y así será.
– Tu confianza me avergüenza. Debo ser fuerte, lo sé, pero a veces tengo tanto miedo…
– Si tienes miedo, querida Kate, nadie se ha dado cuenta, y por cierto que yo no se lo diré a nadie -sonrió.
La princesa de Aragón rió.
– No te pareces a nadie que haya conocido, Rosamund. Eres franca y honesta, y tienes muy buen corazón. Lamento que te vayas. Tengo pocos amigos aquí.
– No importa si estoy aquí o en Friarsgate, querida Kate. Soy tu amiga y siempre seré leal a ti. -Se arrodilló y le besó la mano.
La joven Catalina de Aragón sintió que las lágrimas le hacían arder los ojos. Parpadeó para disimularlas y dijo:
– Te recordaré, Rosamund Bolton de Friarsgate. Tus palabras amables y tu promesa me ayudarán a fortalecer mi espíritu. Te ofrezco mi gratitud por tu amistad, porque no tengo nada más que ofrecerte. Vaya con Dios, mi amiga [2].
El 8 de julio, Margarita Tudor se despidió de su padre y de su abuela y de muchos miembros de la Corte. Estaría bajo la protección del conde de Surrey, un soldado famoso por su represión de los ataques a la frontera. La condesa de Surrey actuaría como chaperona y consejera de Margarita. El embajador escocés, el obispo de Moray, acompañaba al séquito de la novia, y el heraldo de Somerset, John Yonge, fue elegido para escribir la crónica de todo el viaje para la posteridad.
Cuando el séquito real inició su marcha, el conde de Surrey comenzó a cabalgar con un grupo de sus hombres armados. Lo seguían, en el orden establecido, los señores, los caballeros, los escuderos y los alabarderos. El hombre designado para ser el portaestandarte de Margarita Tudor, sir Davey Owen, siempre precedía a su joven señora Montada en una yegua blanca como la nieve, la joven reina de los escoceses lo seguía, ataviada, alhajada y vestida magníficamente cada día. Su maestro de la cabalgadura la seguía, llevando una yegua de reserva. En caso de que Margarita se cansara de cabalgar había una litera que portaban dos caballos espléndidos.
Detrás de Margarita iban sus damas y los escuderos de estas. Todos montaban caballos soberbios. Las mujeres mayores viajaban en carruajes sin resortes, cada uno de ellos arrastrado por seis hermosos caballos zainos. Detrás de los equinos seguía el resto de las mujeres, Rosamund entre ellas. Owein, por supuesto, iba con los caballeros, al principio de la procesión. Fueron momentos de soledad para Rosamund, porque no conocía a casi ninguna de las mujeres que acompañaban a Margarita Tudor. Algunas eran parte de la Corte, pero estaban las que se unían solo para ser parte de esa ocasión histórica y otras se sumaban en el camino. No había mucha oportunidad de conversar en medio del desfile de la comitiva real. En cierto sentido, ellos eran un espectáculo para la plebe.
Cuando entraban en cada ciudad y pueblo, se ponían al frente de la procesión los percusionistas con sus atabales, y los trompetistas y los juglares para anunciar con música y canciones la llegada de la joven reina de los escoceses. Todos los habitantes se vestían con sus mejores ropas, mostrando las divisas y las armas de sus propias casas o las de sus amos. A veces, Margarita iba en su palafrén, vestida con el traje de terciopelo rojo adornado con pampilion negro azabache, una piel similar a la del cordero persa. Había sido uno de los últimos regalos que le había dado Isabel de York, su madre, antes de morir. El palafrén estaba magníficamente enjaezado con un manto de malla de oro que mostraba las rosas rojas de Lancaster. En otras ciudades, Margarita entraba sentada dentro de su litera, de la que pendían paños de malla de oro bordeados con terciopelo negro y joyas.
A lo largo de toda la ruta (el viaje duraría en total treinta y tres días) la gente salía a ver a la princesa Tudor, a vivar a la joven reina de los escoceses. Cuando pasaban por los diversos distritos, los señores locales y sus esposas se unían a ellos. Algunos para completar el camino hasta Escocia, otros para acompañar un día o dos a la gran procesión.
En Grantham, la novia fue recibida por el alguacil de Lincoln. Un grupo de frailes salió de la ciudad cantándole himnos. La joven reina desmontó para arrodillarse ante la cruz que le presentaron y besarla. El alguacil de cada condado cabalgaba con ella hasta el siguiente, salvo el de Northampton, que siguió hasta Yorkshire. La comitiva de la novia pasó por Doncaster, Pontefract y Tadcaster. Los caminos estaban bordeados de gente que la vivaba y le gritaba sus buenos augurios.
El conde de Northumberland, el afamado Harry Percy, se unió a la procesión. La magnificencia de su traje era espectacular. Para el encuentro con Margarita vestía terciopelo rojo con mangas con piedras preciosas y botas de terciopelo negro con espuelas de oro. La procesión se engrosaba cada vez más, pues muchos querían acoplarse a ocasión tan histórica. Al aproximarse a York, se envió a un jinete adelantado para avisar al alcalde de la ciudad que la procesión de la reina de los escoceses había crecido tanto que sería imposible pasar por las puertas de la ciudad. Como respuesta, el alguacil demolió parte de los antiguos muros. Las campanas tocaron con alegría y las trompetas ejecutaron una fanfarria en el momento en que Margarita Tudor entró en la antigua ciudad por el ancho boquete creado para ella. De cada ventana asomaba la gente, curiosa, a darle la bienvenida. Las calles estaban tan atestadas de gente que la joven reina pudo llegar a la catedral de York, donde la esperaba el arzobispo, dos horas después.
A la mañana del día siguiente, domingo, Margarita asistió a misa vestida con traje de oro y con el cuello resplandeciente de piedras preciosas. Fue una de las contadas ocasiones en que Rosamund pudo reunirse con su prometido y con Maybel. Estuvieron juntos, vestidos con sus mejores trajes, en la atiborrada catedral. Como había tanta gente que quería ingresar en la casa abierta del arzobispo, los tres se escaparon a encontrase a la vera del río y comer pan y queso.
– Ni en mis sueños más delirantes habría imaginado que pasaría por experiencias como estas. El viaje, aunque interesante, es agotador. No sé cómo lo soporta Meg, pero la condesa de Surrey dice que yo no soy digna de acompañar a la reina de los escoceses. Espero tener oportunidad de despedirme de ella -dijo Rosamund.
– Dejaremos la procesión en Newcastle -dijo Owein-. Alégrate de que no acompañaremos a la novia hasta Escocia, mi amor. Si te parece que ahora la procesión es agotadora, no te imaginas lo que será cuando cruce la frontera y los escoceses comiencen a sumarse a la comitiva -Rió-. Casi valdría la pena continuar para ver cómo se pelean todos por ganarse un lugar cercano a la nueva reina.
– Bien -dijo Maybel-, para mí, nuestro viaje a casa nunca será demasiado pronto. Nosotras, las criadas, dormimos en pajares y graneros, donde sea que consigamos echarnos.
– Lo mismo sucede con los caballeros y alabarderos del rey -admitió Owein.
– A mí me salvó la intervención de Meg con esa arrogante condesa de Surrey -dijo Rosamund-, aunque he dormido más en el suelo de las mansiones que visitamos que en otra parte. Hasta el camastro de paja de un convento será una mejoría.
– Entonces, estamos de acuerdo -dijo Owein, bromeando con las dos mujeres-, todos seremos felices cuando volvamos a estar en casa, en Friarsgate.
– ¡Sí! -dijeron ellas a coro, y los tres rieron.
Maybel se levantó.
– Necesito mover un poco mis viejos huesos. Llámenme cuando quieran volver al bullicio.
– Se va para dejarnos solos -dijo Owein.
– Sí -dijo Rosamund, sonriéndole-. ¿Tú de verdad piensas en Friarsgate como tu casa, Owein?
– Sí, es extraño, pero sí -admitió él. Le tomó la mano, se la llevó los labios y comenzó a besarle los dedos, uno a uno-. Me gustó desde el principio, tanto como su dueña.
– Ahora eres tú el que está coqueteando, señor. Y me gusta, Owein.
– Es que tengo algo más de experiencia que tú en el arte del cortejo. Sabes que nunca pensé en tener una esposa a quien querer, ni albergué esperanza de que me diera hijos. Como te dije, he coqueteado con mujeres, pero esto es diferente. Antes no me importaba si la mujer me quería, pero ahora sí. -Rió, nervioso-. Rosamund, creo que mi corazón ha caído de rodillas ante ti. Siento que en tu presencia pierdo el coraje, que tengo miedo.
– Pero ¿a qué podrías temerle? -exclamó ella, tendiendo las manos hacia él, como para consolarlo.
– Se me ha dado un gran regalo con tu persona, Rosamund. Quiero que seas feliz; pero, ¿sé yo cómo hacer feliz a una mujer, a mi esposa?
– Owein -lo tranquilizó ella, conmovida por la vulnerabilidad de este hombre fuerte-. Soy feliz. ¡Te lo juro! Mi matrimonio contigo es el primer matrimonio verdadero que tendré. John Bolton y yo éramos criaturas. Mi querido Hugh fue un abuelo más que un esposo y, de todos modos, yo era demasiado joven. Ahora no soy demasiado joven, ni tú eres demasiado viejo. Somos amigos y nos sentimos bien juntos. La amistad es importante entre marido y mujer, según me dijo la Venerable Margarita. Confío en ella. Creo que estamos empezando mejor que muchos.
– Pero, mi amor, hay más en el matrimonio que la amistad -dijo él, con suavidad.
– Sé que hay pasión. Qué hermoso llegar a explorar ese aspecto de mi naturaleza con mi mejor amigo, Owein. Tú llevarás la delantera y yo te seguiré. Tal vez aprendamos a amarnos, pero, si no es así, seguramente nos respetaremos.
Él sacudió la cabeza, asombrado por las palabras de ella.
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