– Razonas como un abogado londinense -bromeó, con ternura Eres joven e inexperta, pero, ¡alabado sea Dios, mi amor, qué sabia eres!

Estiró el brazo, apoyó la palma en la nuca de ella y la acercó para besarla en los labios.

– ¡Mmmm… Me gustan tus besos, Owein Meredith. Son deliciosos. No tienen nada que ver con los del príncipe Enrique, que parecen exigirle todo a una muchacha, en especial eso que ella no debe conceder -Rosamund se inclinó hacia él y lo besó con entusiasmo.

Luego de unos momentos sin aliento, él interrumpió el abrazo y dijo:

– Quiero que apenas lleguemos a Friarsgate se celebre el matrimonio por iglesia, Rosamund. Creo que no puedo esperar para amarte, prometida mía.

– ¿Por qué debemos esperar? -le preguntó ella, con franqueza-. Estamos formalmente comprometidos. Es legal si decidimos disfrutar el uno del otro, ¿no?

– No quiero apresurar mi primera unión contigo, mi amor, y en esto quisiera que confíes en mi prudencia. Además, cuando por fin lo hagamos, será en nuestra propia alcoba, no a la orilla del río, donde cualquier campesino ruin puede encontrarnos. -Le tomó la barbilla entre pulgar e índice-. La primera vez tiene que ser perfecta para ti, Rosamund, porque para mí será perfecta, hermosa novia mía.

¡Dios santo! Este hombre le hacía salir el corazón del pecho cuando decía cosas como esas. Se le entrecortaba la respiración y la cabeza le giraba con un placer esquivo que no alcanzaba a comprender, pero que disfrutaba.

– Owein Meredith -dijo, bromeando-, creo que ya comenzaste a seducirme, y me agrada mucho.

La tarde se había convertido en un idilio, pero debía terminar. Maybel volvió de su paseo y los tres regresaron al séquito. Margarita Tudor salió de York el 17 de julio, con dirección a Durham. Allí asumiría el cargo un nuevo obispo. La comitiva se quedó tres días, como huésped del obispo, que ofreció un enorme banquete para todos los que quisieran concurrir, y su mansión rebosó con todos los invitados que asistieron, cada cual ansioso por ver y ser visto.

Luego viajaron a Newcastle, donde la joven reina de los escoceses hizo otra entrada triunfal en la ciudad. La recibió, a las puertas de la ciudad, un coro de niños de rostros frescos que le cantaron felices himnos de alegría. En el muelle del río Tyne los ciudadanos se treparon a la arboladura de las naves atracadas para apreciar mejor la maravillosa exhibición pública. Esa noche, la joven reina descansó en el monasterio agustino, en la ciudad. Allí Rosamund fue a despedirse de su amiga.

Cuando la oficiosa condesa de Surrey trató de impedirle la entrada a Rosamund en las habitaciones de la reina, Tillie, la fiel servidora de Margarita Tudor desde su nacimiento, dijo, osada:

– Es lady Rosamund Bolton, la heredera de Friarsgate, que ha sido la queridísima compañera de mi señora desde hace meses. Es muy estimada por la reina de los escoceses y por la condesa de Richmond, como lo fue de nuestra querida reina, que Dios la tenga en su gloria. Mañana esta señora abandonará el cortejo con rumbo a su casa, con su prometido, sir Owein Meredith. Mi señora querrá verla antes de que parta, señora. -Esto último lo dijo con marcado énfasis.

– Ah, está bien -dijo la condesa de Surrey, derrotada-. Pero no te quedes demasiado tiempo con Su Alteza, lady Rosamund.

Rosamund hizo una reverencia.

– Gracias, señora, por su bondad -dijo, con inocente malicia.

– Bien, al menos tiene modales -dijo la condesa, frunciendo la nariz, mientras Rosamund desaparecía en los departamentos de Margarita Tudor. Tillie ahogó una carcajada.

– ¡Meg!

– ¡Ay, Rosamund! -exclamó Meg-. Tenía miedo de que esa vieja arpía no te dejara entrar a verme antes de que nos abandonaras. -Las dos muchachas se abrazaron.

– Gracias a tu Tillie. Es una arpía mucho más feroz que la condesa de Surrey -dijo Rosamund, riendo-. Se te ve cansada, Meg. -Tomo la mano de su amiga y se sentaron juntas.

– Así es, pero no puedo dejar que se note. Se ha hecho tanta alharaca con este matrimonio. Todos están ansiosos por complacer a mi padre con sus recibimientos. John Yonge está escribiendo una crónica y cuidadosa de todo el viaje. He visto algunos de sus escritos. Relata abundante detalle el vestuario del conde de Northumberland, que por supuesto, magnífico. No sé si Harry Percy quiere honrarme, como dicen todos, o aparentar ser de la realeza. -Rió-. Me estoy agenciando el primer requisito de toda reina: una naturaleza recelosa. -Volvió a reír, esta vez con menos alegría-. ¿Cuándo nos dejas?

– Mañana. Debemos atravesar la campiña para llegar a Friarsgate. Nos llevará dos días o más.

– Entonces, te perderás el gran banquete de Percy mañana, por el Día de San Juan. Habrá juegos, otro torneo, baile y mucha comida. Después, iremos al castillo Alnwick para que yo descanse unos días antes de dirigirnos a la frontera, en Berwick. Lord Dacre, el representante de mi padre aquí, y su esposa, nos recibirán con más nobles. Dicen que cuando entre en Escocia mi séquito será de al menos dos mil personas. Casi envidio tu tranquila cabalgata por la campiña estival hacia tu casita.

– Me gustaría que conocieras Friarsgate, Meg -le dijo Rosamund, entusiasmada-. Las colinas están tan verdes ahora, y el lago del valle es de un azul intenso. Es todo por demás tranquilo y la gente es muy buena.

– ¿Cuándo te casarás con Owein Meredith? -le preguntó Meg, con un brillo en sus ojos azules-. Me contó la abuela que él se sorprendió mucho cuando ella le dijo que sería tu esposo. Te ama, creo. Ruego porque Jacobo Estuardo me ame a mí, Rosamund. Sé que no se supone que esa emoción sea de importancia en un matrimonio como el mío, ¡pero deseo que sea así!

– Rezaré por ti, Meg. En cuanto a tu pregunta, Owein quiere que nos casemos casi de inmediato, pero yo primero tengo que informar a mi tío Henry de mi compromiso. No puede impedir mi matrimonio, por supuesto, pero, si no le digo, andará haciendo escándalo por todo el distrito. No quiero que se calumnie injustamente a mi esposo.

– Algún día lo amarás.

– Eso espero, pero, aunque no lo ame, al menos me gusta cómo es. Es muy bueno conmigo. Y ahora, antes de que venga la condesa de Surrey a echarme, me despido, Meg. No tengo manera de agradecerte toda la bondad que tuviste conmigo. No sé qué habría hecho sin ti. Tú y la princesa de Aragón, pero más que nadie tú.

– ¿Viste a Kate antes de que partiéramos?

– Sí. Le regalé lo que me quedaba de mi cuenta en el taller del orfebre de Londres. Gasté poco. Creo que a ella le harán más falta esos fondos en los meses próximos. Pero no se lo digas a nadie.

– Sí, es cierto, le harán falta si su padre no paga el resto de la dote. Fue muy bueno de tu parte. Lo mantendré en secreto.

– Nuestros días despreocupados han terminado, Su Alteza -dijo Rosamund, poniéndose de pie y haciéndole una reverencia a la joven reina de los escoceses-. Que tu matrimonio sea feliz y próspero.

Margarita Tudor permaneció sentada muy rígida, aceptando el sencillo homenaje de su amiga.

– Y a ti, lady Rosamund de Friarsgate, te deseo lo mismo y un buen viaje de regreso a casa.

– Gracias, Su Alteza -dijo Rosamund, con una nueva reverencia. Entonces retrocedió despacio para salir de la habitación; se detuvo apenas en la puerta para darle un último adiós. Su última imagen de Margarita Tudor antes de que la puerta se cerrara y que Tillie la acompañara a salir de los departamentos de la reina fue la de una muchacha sonriente-. Tillie, muchas gracias -le dijo Rosamund a la criada. Le puso una moneda de plata en la mano.

La criada hizo una reverencia silenciosa y se guardó la moneda en el bolsillo sin mirarla.

– Que Dios la bendiga, señora. Le han dado a un buen hombre. Ahora cuídelo. Su Maybel la guiará.

Rosamund asintió. Entonces se volvió para ir en busca de su servidora y su prometido. Al día siguiente, comenzaría el tramo final de su largo viaje de regreso a Friarsgate.

Salieron de Newcastle apenas después del amanecer de principios del verano. Owein había averiguado con los monjes del monasterio que su orden tenía un establecimiento pequeño cerca de Walltown, adonde podrían llegar a última hora de la tarde, si no se demoraban. Siguieron un camino paralelo a la muralla de Adriano, que, explicó Owein, había sido construida por soldados romanos. La habían levantado para evitar que los salvajes del norte fueran al sur, a zonas más civilizadas. Después de recorrer varias horas se detuvieron brevemente para descansar ellos y los caballos. En la muralla se levantaba una torre. Rosamund y Owein subieron sus escaleras y fueron recompensados con una espléndida vista de la campiña. El paisaje se extendía en todas direcciones en torno a ellos. Vacas y ovejas salpicaban las laderas de las colinas.

Por fin, a última hora de la tarde, llegaron al monasterio, que estaba ubicado en la parte oriental de Walltown. Owein golpeó a las enormes puertas de madera. Enseguida se descorrió una ventanita con celosía y apareció un rostro.

– ¿Sí?

– Soy sir Owein Meredith; viajo en compañía de mi prometida lady Rosamund Bolton de Friarsgate y su criada. Hemos salido hoy de Newcastle, adonde llegamos con la comitiva nupcial de la reina de los escoceses. El monasterio de ese lugar nos informó que podríamos encontrar refugio aquí para pasar la noche.

La ventanita se cerró con fuerza y después de un largo rato, un joven monje abrió una puerta pequeña.

– Bienvenido, sir Owein. Aquí estamos muy cerca de Escocia, así que debemos tener cuidado. Ni siquiera nuestra investidura nos protege. Los llevaré ante el abad. Vengan conmigo, por favor.

Los tres lo siguieron hasta el recinto de recibo del abad, donde esperaba un religioso anciano. Sir Owein volvió a explicar quiénes eran y de dónde venían. El abad les indicó que tomaran asiento.

– No recibimos huéspedes a menudo, ni noticias del mundo exterior -dijo, con voz temblorosa-. ¿Han viajado con la reina de los escoceses, nuestra princesa Margarita? ¿Cuándo se unieron al séquito?

– En Richmond -respondió sir Owein-. Hasta hace muy poco yo estaba al servicio de la Casa de Tudor, buen padre. Lady Rosamund fue compañera de la joven reina durante casi un año. Ahora regresamos a Friarsgate, a hacer bendecir nuestra unión por la Iglesia y a comenzar nuestra vida en pareja.

– ¿Eres pariente de Henry Bolton, el hacendado de Friarsgate?

– Henry Bolton es mi tío -dijo Rosamund, rígida-, pero yo soy la heredera de Friarsgate, santo hombre. Cuando quedé huérfana, mi tío era mi tutor, pero después de mi segundo matrimonio con sir Hugh Cabot, mi tío volvió a su casa, en Otterly Court. Cuando murió sir Hugh, su testamento me dio en tutela e al rey, que ha concertado esta nueva unión con sir Owein. Mi tío no tiene ni control ni autoridad sobre Friarsgate. Y por cierto que no es el señor de la finca.

– Tal vez me he equivocado -dijo el abad, con lentitud-. Soy viejo, y a menudo se me confunden las ideas.

– Dudo de que se le hayan confundido las ideas, buen padre -respondió Rosamund, riendo-. Mi tío siempre ha deseado lo que es mío, y estoy segura de que sigue manteniendo esperanzas.

El anciano asintió.

– Sucede a menudo con las fincas prósperas, milady. Ahora, permítanme que les dé la bienvenida a nuestra casa. Es sencilla, pero podrán estar cómodos esta noche. Otro día de viaje y llegarán a su casa.

Los invitaron a acompañar al abad a su comedor privado esa noche. Esperaban un potaje de tubérculos, y quedaron encantados cuando les sirvieron pollo asado relleno con manzanas y pan, una fuente con filetes de trucha fresca sobre un colchón de berro, una fuente con cebollas en leche y manteca, pan recién horneado y todavía caliente, manteca y un buen queso añejado.

– Es la fiesta de San Juan, patrón de los viajeros -dijo el abad con un brillo en los ojos, al ver su sorpresa-. Es una buena fiesta para guardar, y mañana es el Día de Santa Ana. Ella es la patrona de las esposas y de las muchachas solteras. Tú, milady, pareces estar en el medio de las dos. -Y el viejo abad rió.

Un joven llenó sus copas de peltre con un vino muy bueno.

– Es importante mantener alto el espíritu en este lugar desolado -dijo sir Owein con una sonrisa-. ¿Dónde consiguen un vino tan excelente?

– Nos lo envía nuestra casa central, que está en Newcastle. Es parte del pago por la lana que tomamos de nuestras ovejas todos los años. Así mantenemos nuestro pequeño monasterio. Ellos venden la lana a las Tierras Bajas, donde se confecciona la ropa que después nosotros vendemos.

– Harían mejor si cardaran ustedes la lana e hicieran la tela -opinó Rosamund-. Se pierde una buena cantidad de tela si tienen que transportarla y usar un intermediario que se queda con las ganancias que podrían tener ustedes mismos aquí en el monasterio. ¿Por qué no hacen eso?