– No conocemos el procedimiento; lo único que sabemos hacer es cuidar las ovejas y esquilarlas.

– Si quieren aprender, les enviaré a alguien que les enseñe a los monjes -ofreció ella-. Les garantizo que será mucho más conveniente que enviar la lana a las Tierras Bajas.

– Debo pedirle permiso al abad de nuestra casa madre -dijo el anciano-, pero no veo motivo alguno por el que pueda negarlo. Gracias, lady Rosamund.

– La madre del rey, a quien llaman la Venerable Margarita, es patrona de muchas causas nobles, pero en especial de la Iglesia. He aprendido de ella, buen padre. No soy una gran dama, por lo cual no aspiro a igualar sus muchas virtudes, pero sí puedo hacer algo. Esto es lo que elijo hacer, y sé que mi prometido estará de acuerdo.

Owein sonrió. Tendría que hablar con Rosamund sobre preguntar primero y no dar por sentado, sin más, que no habría oposición, aunque, en este caso en particular, él estaba de acuerdo con ella.

– Mi señora sabe cuál es mi pensamiento en estas cuestiones -dijo, tranquilizando al viejo monje.

Se separaron para dormir, pero en la mañana volvieron a conversar. Los monjes les sirvieron un buen desayuno de avena, endulzada con pedacitos de manzana y miel, y cubierta con una crema espesa y dorada. Sirvieron el cereal caliente en pequeños recipientes de pan nuevo, individuales, y acompañaron la comida con sidra de manzana. Antes, la misa había sido hermosa: las voces puras de los monjes se elevaron en el sereno aire matinal. Dejaron el monasterio bien alimentados y rodeados de paz, aunque el día era gris y lloviznaba. Los monjes les habían dado pan, queso y manzanas para comer en el viaje. Eso hicieron, protegiéndose dentro de otra de las torres romanas durante un chaparrón de última hora de la mañana.

Rosamund supo por instinto el momento exacto en que pasaron de Northumberland a Cumbria. Había algo en las colinas. Un aroma conocido en el aire limpio y fresco. Sintió que aumentaba su ansiedad con cada milla recorrida. No importaban la lluvia ni el cielo encapotado. ¡Iba a su casa! A casa, a Friarsgate. Al salir de allí, hacía casi un año, había pensado que este día no llegaría jamás, pero allí estaba. Esa noche dormiría en su propia casa. Entonces, llegaron a la cima de una colina escarpada. Abajo, ante ellos, estaba su lago, ¡su casa! En ese momento se abrieron las nubes. Salió el sol, y desplegó sus rayos dorados sobre todo el valle.

– ¡Maybel! -exclamó Rosamund, con la voz quebrada de felicidad.

– Que Dios nos bendiga, mi dulce muchachita. Hubo noches en las que creí que nunca volvería a ver esto -admitió Maybel. Y, con estas palabras, azuzó a su caballo y lo llevó al trote-. No puedo esperar más para ver a mi Edmund.

– Esto es hermoso -le dijo Owein a Rosamund-. Casi me había olvidado de lo bello que es, amor.

– Es casa. Nuestra casa, Owein.

Él estiró el brazo, tomó la mano enguantada de ella y la besó.

– Bajemos, mi amor, que Maybel ya habrá alborotado a todos para cuando lleguemos. -Rió, le soltó la mano e hizo trotar al caballo, seguido de Rosamund.

Maybel había revolucionado a toda la casa, efectivamente, y cuando llegaron al pie de las colinas que rodeaban Friarsgate, las gentes salían de los campos para darle la bienvenida a su señora. Detuvieron los caballos ante la casa.

– Buena gente de Friarsgate -anunció Rosamund-, he vuelto con mi prometido, a quien ya conocen. Sir Owein Meredith será su nuevo amo. Quiero que lo respeten y lo obedezcan como lo hago yo. El padre Mata bendecirá nuestra unión una semana después de que se notifique a mi tío de Otterly.

La gente de Friarsgate recibió con aclamaciones sus palabras y se apiñó en torno a ellos, mientras desmontaban, con deseos de larga vida y felicidad. Owein y Rosamund escaparon hacia la casa riendo, agitados. Edmund Bolton los recibió y los felicitó con una sonrisa cálida.

– Henry no va a estar muy contento -bromeó, con una pequeña risa traviesa.

– Envíale un mensajero a primera hora de la mañana -dijo Rosamund-. Es tiempo de terminar sus intrigas de una vez por todas. ¡Esta vez no solo me casarán, sino que me desflorarán, tío! -Y Rosamund Bolton rió fuerte de tanta felicidad.

CAPÍTULO 09

Rosamund consultó con el joven sacerdote, el padre Mata, y se decidió que las formalidades eclesiásticas relacionadas con su compromiso y matrimonio se realizarían en Lammas, el 1° de agosto. La gente de la finca tendría un feriado, de todos modos y, de regreso en su casa, Rosamund dejó aflorar su naturaleza práctica. Qué necesidad de dar dos días de fiesta cuando alcanzaba con uno.

– Es momento de cosecha -le dijo al sacerdote-. No podemos darnos el lujo de perder dos días. ¿No ha tenido dificultades mientras estuve ausente?

– No, señora. Celebro misa todos los días y me ocupo de las necesidades espirituales de los arrendatarios. Es un honor para mí celebrar el sacramento para usted y sir Owein.

– Cuénteme lo que no me ha dicho mi tío -pidió Rosamund, hábil.

– Señora, yo sólo practico mis deberes espirituales -respondió el padre Mata, astuto, con una sonrisa.

– Entonces, hay algo. ¡Me lo imaginé! Ni siquiera en un lugar tan remoto y tranquilo como Friarsgate puede pasar un año sin que suceda algo. Gracias, buen padre.

Edmund estaba en la sala con Owein. Los dos conversaban en voz baja y sombría.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó ella.

Edmund Bolton miró a su sobrina. Había crecido en los diez meses de ausencia. No solo estaba más alta, sino que había una nueva madurez en su rostro joven.

– ¿Qué dices?

– Tío, hablé con el sacerdote. Ahora cuéntame lo que ha sucedido mientras estuve lejos -repitió Rosamund. Se sentó en las rodillas H Owein; la falda azul cubría sus largas piernas. Edmund suspiró.

– Tal vez no tenga demasiada importancia, pero los escoceses estuvieron merodeando. En los últimos días hemos observado jinetes en las cimas, sobre el valle. Se paran ahí y observan. Eso es todo.

– ¿Nadie ha ido a hablar con ellos?

– No, sobrina, no hemos mandado a nadie. No hicieron nada. Solo permanecen allí -respondió Edmund Bolton. Se pasó la mano por los cabellos plateados, con un gesto nervioso, y se movió en la silla.

– Quiero que me avisen la próxima vez que vengan -dijo Rosamund-. Yo misma iré a interrogar a esos intrusos.

– ¡Rosamund, es peligroso! Debe ir tu esposo, no tú.

– No, tío, yo soy la señora de Friarsgate. Es mi deber y mi responsabilidad investigar esto. Y debo ir sola. No atacarán a una mujer, en especial si los hombres de esa mujer se quedan aquí abajo, vigilándola. Recuerda que soy amiga de la reina de los escoceses.

– Como si eso le importara a una banda de salvajes fronterizos -masculló Edmund, irritado-. ¡Owein, tienes que hablar con tu esposa!

– ¿Qué quieres que le diga? Estoy de acuerdo con mi esposa. Ella es la señora aquí. Yo soy apenas su marido. La tierra no es mía y seguramente nunca lo sea. No quiero heredar, pues para que yo heredara mi Rosamund debería morir. No soy Henry Bolton.

– Pero si la dejas salir sola a caballo, ¿no estarías exponiéndola demasiado?

– ¿Estos fronterizos han robado algo que pertenezca a Friarsgate, o han intentado hacerlo?

– No, no. Se sientan en sus caballos, en la cima de las colinas, sobre nosotros.

– ¿Siempre se quedaron en la cima? ¿No bajaron nunca?

Edmund Bolton negó con la cabeza.

– ¿Y además de observarlos, aquí no se ha hecho nada?

Edmund Bolton volvió a negar moviendo la cabeza.

– La riqueza de Friarsgate es de conocimiento público -concluyó. Pero también lo es la dificultad de escapar de aquí con ganado, fronterizos seguramente han venido a ver si no hay una manera de burlar los desafíos naturales que les presentan nuestras defensas. Sospecho que si Rosamund los enfrenta, decidirán que no vale la pena En especial, si se enteran de que es amiga de su nueva reina.

Rosamund intervino.

– Me da curiosidad. ¿No tienes idea de quiénes pueden ser, tío?

– No, ninguna -admitió él-. No estuve cerca de ellos como para ver su falda o sus enseñas, sobrina. Hoy empezaremos la cosecha en el huerto de peras. Debo irme -sonrió-. Creo que encontrarán cómo entretenerse durante mi ausencia, ¿no? -Salió de la pequeña sala, riendo para sí.

– Me gusta que me respetes -le dijo Rosamund a Owein.

– Sí, respeto tu posición como señora de esta finca -respondió él, y comenzó a acariciarle los senos jóvenes-. ¿Qué fecha decidiste para nuestro matrimonio religioso, querida? Me temo que a cada hora que pasa me vuelvo más ansioso por poseerte. Ya hace un día entero que estamos en casa.

– El 1° de agosto -murmuró ella, disfrutando de sus manos e inclinándose hacia adelante para besarle la oreja-. Tienes unas orejas tan hermosas, Owein. Son largas y delgadas, y los lóbulos me resultan deliciosos -le dijo, mordisqueándoselos.

– Comienzo a arrepentirme de mi nobleza al abstenerme de visitar tu lecho hasta que la Iglesia haya bendecido formalmente nuestra unión con el sacramento del matrimonio. -La mano que había estado acariciando su pecho ahora se metió por debajo de la falda. Rozó con los nudillos la carne satinada y suave de la entrepierna. Rodeó con su gran mano el monte de Venus de ella y apretó apenas, sintiendo súbitamente la humedad que le cubrió la mano. Saber que la estaba excitando comenzó a excitarlo a él, que sintió cómo se le ponía duro el miembro. Sus labios se encontraron, las lenguas se desafiaron, juguetonas, y el beso que se dieron se hizo más apasionado e intenso. Él apoyó un dedo en la abertura de ella y lo deslizó entre sus labios inferiores. Enseguida encontró el incólume pimpollo de amor de ella y comenzó a acosarlo, la yema áspera de su dedo buscaba y atosigaba el botón de carne sensible hasta que lo sintió henchirse y oyó que Rosamund gemía contra la boca de él con un placer claro y abierto. Ella se estremeció, suspiró y él abandonó el delicioso tormento, moviendo el dedo muy lentamente una y otra vez hasta que al fin introdujo el largo dedo en la vaina de amor de ella, con cuidado y delicadeza.

– ¡Ah! -volvió a suspirar ella y, moviendo el cuerpo, trató de que el dedo que la penetraba fuera más hondo.

El dedo se movía rápidamente hacia adentro y hacia afuera en el interior de ella hasta que Rosamund contuvo la respiración y él dijo, con suavidad:

– Esto es apenas el principio, mi amor. Ahora tienes una pequeña idea de lo que sucederá. -La besó con ternura.

– Quiero más -dijo Rosamund, demandante-. ¡Más!

– En la noche de Lammas te daré más -le dijo él, retirando la mano.

– Creo que eres muy mezquino al atormentarme de esta manera -se quejó ella.

Él sonrió, travieso.

– Soy un malvado -bromeó, contento-. Pero puede llegar el momento en que me pagues con la misma moneda, mi dulce Rosamund. No puedo explicártelo, pero ya verás.

Al el banquete para el Día de Lammas se le sumaría otro para que la finca celebrara el matrimonio de su señora con sir Owein Meredith. Se envolverían en sal gruesa dos mitades de res, que se asarían lentamente. También habría dulces, pétalos de rosa confitados y tartas de pera. Y, por supuesto, los productos habituales de los primeros granos cosechados y molidos.

El 28 de julio, los misteriosos jinetes aparecieron en la colina por primera vez desde el regreso de Rosamund. Apenas se enteró, fue a los establos y montó su caballo para subir el cerro, donde no había más que tres jinetes. Desde abajo la observaban Owein y Edmund.

Al llegar a la cima, detuvo su caballo y dijo:

– Soy Rosamund Bolton, la señora de Friarsgate. Y ustedes, señores, son intrusos en mis tierras.

– Usted está en sus tierras, señora, pero no son suyas donde estamos nosotros -dijo el vocero del grupo. Era el hombre más alto que Rosamund hubiera visto jamás, montado sobre su caballo, que apretaba con unas piernas gruesas como troncos de árbol. Para sorpresa de ella, estaba afeitado, lo que no era usual en los fronterizos-. Soy el Hepburn de Claven's Carn -anunció con una voz profunda que pareció tronar desde dentro de su amplio pecho.

– ¿Qué busca, milord? Hace ya semanas que se ha observado a sus parientes en las colinas. Si su propósito es honesto, siempre serán bienvenidos aquí.

– No podría venir a cortejar a nadie hasta su regreso, milady -respondió él. Llevaba muy corto el espeso cabello negro y tenía los ojos más azules que ella había visto. Más azules, incluso, que los del príncipe Hal.

– ¿A quién quieres cortejar?

Los dos escoceses que lo acompañaban rieron.

– A ti, claro.

– ¿A mí? -Rosamund estaba muy sorprendida.

– Mi padre, que Dios lo tenga en su gloria, trató de casarnos cuando tú eras jovencita, pero tu tío te casó con su esbirro para poder quedarse con tus tierras. Hace unos meses me enteré de que tu esposo había muerto, pero te habían llevado al sur. He apostado hombres en las colinas que rodean Friarsgate esperando tu regreso. Ahora he venido a cortejarte, señora, y me casaré contigo lo quiera tu tío o no. -Mientras hablaba la miraba directo a los ojos.