– ¡Sécate la cara, mi niña! -respondió Maybel con voz ronca, ya que ella también estaba a punto de llorar. Rosamund había estado a su cuidado desde su nacimiento, porque su madre nunca había sido muy fuerte. La hija de Maybel con Edmund había muerto antes de cumplir un año. Y ella había alimentado a Rosamund con sus propios pechos llenos de leche, casi sin tiempo de llorar a su Jane. Rosamund se había convertido en su hija en todo sentido: solo le faltaba haberla parido- ¡Y lávate bien el cuello! -le dijo, medio como un rezongo, con una sonrisa en los labios.

Rosamund, feliz, rió, se restregó con fuerza el cuello con la franela enjabonada y se enjuagó. Se puso de pie, salió de la tina y se secó con la toalla que Maybel había calentado al fuego. Estaba ansiosa por ver su traje de novia.

Maybel primero le dio a la muchacha una camisa de delicado lino con un cuello de encaje, que no era alto como la camisa de diario, sino bajo, ara amoldarse al escote cuadrado del corpiño de seda blanca que Maybel había bordado con hilo de plata, con un diseño de flores y rosas pequeñas. El encaje de la camisa aparecería por debajo del corpiño. Las medias de seda se sujetaban por encima de la rodilla con ligas de rosetones blancos. Los zapatos de punta redonda eran de cabritilla blanca. Algunas partes del vestido no habían cambiado. Las mangas eran ajustadas, como las del original, y la falda larga conservaba un plisado grácil.

– Ah -se quejó Rosamund-, cómo me gustaría que tuviéramos un espejo de cuerpo entero como el de Meg para ver cómo estoy. -Giró a un lado y otro, apreciando la falda-. ¿Esto era de mi madre? ¿Se lo puso el día de su boda?

– Sí. La falda era más larga porque iba recogida para mostrar una hermosa enagua de brocado. El escote no era tan pronunciado y no tenía el corpiño bordado. Pero era el traje más bonito de esta comarca. Dicen que el padre de tu madre lo mandó comprar en Londres cuando dio a su única hija en matrimonio a Guy Bolton, el heredero de Friarsgate. Recuerdo bien a tu madre, porque éramos de la misma edad. Estaba hermosa. La haría tan feliz saber que llevas su traje el día de tu boda.

– Me vestí de verde para Hugh y creo que me trajo buena suerte -dijo Rosamund, pensativa-. Recuerdo bien aquel día de octubre.

Maybel asintió.

– Henry Bolton pensó amarrarte para siempre a su rama de la familia con esa boda. Tuviste suerte con Hugh Cabot, niña, no hace falta que yo lo diga.

– Y también la tendré con Owein. Meg cree que me ama. ¿A ti te Parece que me amará o ella me lo habrá dicho para que yo no tuviera miedo o no me enojara?

– Por Dios, mi niña, ¿no te das cuenta? Es claro como el agua. Sí que te ama. Y a partir de hoy será mejor que tú aprendas a amarlo a él. Es mejor cuando hay amor.

– ¿Tú amas a Edmund? -preguntó Rosamund, atrevida-…él dijo alguna vez que te amaba?

– Mi padre era el molinero de Friarsgate cuando yo era una muchacha. Como tú, era hija única, y él quería un buen matrimonio para mí. Se fijó en Edmund Bolton, nombrado administrador aquí por su propio padre, porque no podía heredar Friarsgate, como ya sabes. Pero tu abuelo quería a todos sus hijos y trató de darles un buen futuro a todos Yo era bonita entonces, como son bonitas todas las muchachas jóvenes. Todo el mundo sabía que era muy trabajadora. Mi padre me dio una dote generosa, cinco monedas de plata, un baúl de lino, cuatro trajes, cuatro camisas, gorras, una capa de lana y un par de zapatos resistentes de cuero. Fue ante el señor de Friarsgate y le pidió permiso para casarme con Edmund, porque yo era una muchacha decente con una buena dote. El señor sabía que cuando muriera mi padre, yo heredaría lo que era de él. Mi madre ya había partido. Tu abuelo nos dio nuestra cabaña de regalo. ¿Si lo amaba? No entonces. Pero tu tío es un hombre que se le mete a uno en el alma. Un día, de la nada, y no sé por qué, porque nunca me animé a preguntárselo, Edmund me dijo: "Te amo, Maybel. ¿Tú me amas?". "Te amo", le respondí, y eso fue todo. No hemos vuelto a hablar de eso, y no es necesario. Él lo dijo, yo lo dije, y allí termina la historia. Ahora, quédate quieta, mi niña, que te cepillaré el cabello. Margery te hizo una preciosa corona de flores. -Tomó el cepillo de cerda de jabalí y lo pasó por el largo cabello de Rosamund hasta que brilló con reflejos dorados. La joven lo llevaría suelto sobre los hombros, porque era virgen.

– ¿Todavía no llegó el tío Henry? -preguntó la muchacha, nerviosa.

– Todavía no, y me alegro -dijo Maybel, con aspereza-. Me pregunto si soportaría ver que todas sus estratagemas no lo han llevado a ninguna parte, pero ya aparecerá, mi niña. -Dejó el cepillo, tomó la corona de flores y se la colocó a Rosamund en la cabeza-. ¡Ahora sí! Ya estás lista, y te aseguro que no he visto novia más linda que tú.

Rosamund abrazó con fuerza a Maybel.

– Te quiero y nunca podré agradecerte lo suficiente, porque has sido una madre para mí, queridísima Maybel. -Dio un paso atrás-. Qué linda estás -le dijo a Maybel, que sonreía de oreja a oreja-. ¿Ese es el traje que te ayudó a hacer Tillie?

– Sí -dijo Maybel-, y puede que sea demasiado para Friarsgate, pero quería estar especial para ti en este día. -El traje de Maybel era azul oscuro; la camisa de lino de cuello redondo con volados aparecía por debajo del escote cuadrado del traje. Las mangas largas y ajustadas terminaban en puños celestes. Llevaba una capucha corta de terciopelo azul con un velo blanco como la nieve sobre la cofia blanca.

Afuera, la campana de la pequeña iglesia comenzó a repicar, llamando a misa. Juntas, las dos mujeres bajaron la escalera de la casa; al final las esperaban Edmund y sir Owein Meredith. Ambos hombres llevaban calzas bajo los jubones y sobre-túnicas. La de Edmund era azul oscuro, haciendo juego con el traje de su esposa, pero el novio tenía una calza de seda en negro, blanco y oro. Su sobre-túnica era de un color borgoña intenso adornada con piel oscura, y los zapatos de punta redonda eran de cuero negro. El color del sombrero armonizaba con el resto del traje.

A Owein se le iluminó la cara al ver a Rosamund con su vestido de novia y ella lo miró sorprendida. Nunca lo había visto tan elegante, ni siquiera en la Corte. La ropa de ambos había sido más práctica.

– Qué apuesto estás -dijo ella, casi sin aliento.

Él la tomó de la mano para ayudarla a bajar los últimos escalones.

– Y tú eres la novia más hermosa que ningunos ojos hayan visto jamás, mi amor. Si quedara ciego en este momento, tu imagen me quedaría grabada en la memoria para siempre. -Galante, le dio un beso en la mano. Después, la tomó del brazo y salió con ella por la puerta de la casa.

De pronto, y para gran sorpresa de ella, aparecieron tres fronterizos, vestidos con sus kilts, tocando la gaita y dispuestos a preceder al séquito nupcial hasta la iglesia.

– ¿Qué es esto? -le susurró a Owein.

– El Hepburn de Claven's Carn y sus hermanos tienen la gentileza de tocar para nosotros -dijo Owein, con calma-. Espero que les agradezcas, más tarde, durante la fiesta, mi amor.

– ¡Es intolerable! -siseó ella.

Owein rió.

– Todo es, en parte, para hacer las paces con nosotros y, en parte para bromear contigo, Rosamund.

– ¡Le dije que no viniera! -Ella estaba colorada de furia.

– Pero sabías que vendría, dadas las circunstancias. Sé generosa mi amor. Logan Hepburn no puede resistirse a un desafío, y tú lo provocaste al mostrarte tan firme en tu determinación. Dudo que haya conocido a otra mujer que no cayera desmayada en sus brazos. Después de todo, es un hombre muy bien parecido. Sería un gran éxito en la Corte con esos ondulados cabellos negros, los ojos azules, la mandíbula pronunciada y su altura -dijo Owein, riendo.

– Es muy obvio que nunca lo trataron con disciplina ni le enseñaron las virtudes de la moderación -rezongó Rosamund.

– Muy pronto serás mi esposa, mi amor, y nada podrá separarnos, excepto la muerte. Mi vida, mi espada y mi corazón son tuyos, Rosamund. ¿Qué podría ofrecer Logan Hepburn para tentarte a dejarme? No temas, mi amor. Te protegeré, pero quiero que estés segura, antes de que entremos en la iglesia, de que esto es lo que quieres de verdad. ¿Es así?

– Sí -le respondió Rosamund sin vacilar-. Solo te quiero a ti por esposo, Owein Meredith. No sé por qué Logan Hepburn me enoja tanto.

– Es su arrogancia juvenil. Es muy parecido al príncipe Enrique -comentó Owein-. Es su aire de grandeza lo que te irrita tanto, como te sucedía con el príncipe.

– Su música es alegre -admitió Rosamund, de mala gana, mientras recorrían el sendero que llevaba a la iglesia.

– Díselo después, durante la fiesta. El Hepburn ha venido a desafiarte, pero, si no muerdes el anzuelo y le agradeces, de una manera cordial, como si fuera un amigo muy querido que ha tenido un gesto amable contigo, te aseguro, Rosamund, que serás tú quien gane la partida con el amo de Claven's Carn.

Ella rió.

– Por lo que veo, hay muchas cosas que puedo aprender de ti, milord. Tus años en la Corte de los Tudor no fueron desperdiciados.

Él le sonrió.

– Nosotros, los galeses, podemos ser tan astutos como ese trío de escoceses.

A ambos lados del camino estaba la gente de Friarsgate, que, luego de observar a los novios, ahora seguía el cortejo nupcial hacia la iglesia. El pequeño edificio estaba bellamente decorado con gavillas de trigo y flores estivales. Había velas de verdadera cera de abeja en pulidos candelabros de bronce sobre el altar de piedra. A diferencia de las iglesias grandes de las ciudades, que, con frecuencia, disponían de pantallas talladas entre la congregación y el sacerdote, la iglesia de Friarsgate no tenía ninguna barrera entre la gente y el representante de Dios. Incluso había algunos bancos de roble dentro de la iglesia rural. Los novios ocuparon su lugar en el primero de los bancos, mientras que los demás se ubicaron en los de atrás o permanecieron de pie.

Los dos sacerdotes salieron de la sacristía. El padre Mata estaba vestido con una sobrepelliz de lino blanco bordada con gavillas de trigo doradas. Era un traje especial que, en general, usaba sólo en Pascua. Solía celebrar misa con la sencilla sotana de su orden, como la que ese día tenía Richard Bolton. Las velas del altar se agitaban a la luz de la mañana que entraba por las ventanas de arco gótico simple, con sus paneles de plomo vidriados.

"Algún día -pensó Rosamund- habrá ventanas de vitrales en esta iglesia, como en la capilla real y en las iglesias que vi en el sur". Se sentó a escuchar con atención las palabras de la misa. Cuando terminó, el padre Mata los llamó a ella y a Owein a ponerse de pie ante él. Con voz serena pronunció las palabras del sacramento del matrimonio. Cuando les preguntó su intención, tanto la novia como el novio respondieron con voz clara, que se oyó en toda la iglesia. No hubo timidez ni vacilación de parte de ninguno de los dos. Por fin, el joven sacerdote bendijo a la pareja, sonriéndole con calidez. Owein Meredith besó la mejilla sonrojada de la novia y los arrendatarios de Friarsgate estallaron en vivas.

Los gaiteros Hepburn los llevaron de la iglesia por el sendero que volvía a la casa. Se habían dispuesto mesas frente al edificio, con bancos a ambos lados para la mesa de los novios, traída de la sala junto con sus sillas de roble tallado y respaldo alto. Se abrieron los barriles de cerveza y sidra. Los criados comenzaron a venir desde la casa con bandejas y cuencos con comida. En un asador cercano se asaban las dos mitades de res cubiertas con sal, mientras cuatro jóvenes criados las daban vuelta lentamente. Se sirvieron todos los productos de trigo tradicionales relativos al festival de Lammas, como el año anterior, pero, como esta era, además, una fiesta de boda, había carne de res, gordos pollos rellenos con pan y manzanas que habían sido mezclados con salvia, un guisado espeso de conejo con trozos de zanahoria y puerro que flotaban en la salsa de vino, pasteles de aves de caza y cordero asado. Cuando presentaron una bandeja con salmón en rodajas delgadas sobre un colchón de hojas frescas de berro, Rosamund preguntó:

– ¿De dónde proviene este fino pescado, Edmund?

– Lo trajeron los Hepburn, señora -respondió Edmund.

Rosamund se volvió hacia Logan Hepburn, quien, por su rango, estaba sentado a la mesa de los novios, y dijo, dulcemente:

– Qué afortunados somos de tenerte por vecino, mi señor. Tu regalo de música para alegrar nuestra fiesta fue más que generoso, ¡pero traer salmón, además! Te doy mi más caluroso agradecimiento. -Y le dirigió una espléndida sonrisa.

Él, desde la silla, hizo una profunda inclinación, con una sonrisa de asombro en los labios.

– Estoy encantado de darte placer, señora -le dijo, con un brillo en los ojos azules.