– ¿Maybel?

– Mi nodriza -respondió Rosamund-. Es la esposa de mi tío Edmund y ha sido una madre para mí. Mi madre nunca recuperó sus fuerzas después de que yo nací, según me han contado, pero yo recuerdo que era una señora muy dulce.

– Me gustaría conocer a Maybel y a Edmund.

– Entonces iremos a su casa. ¡Te agradarán!

Ahora Hugh Cabot conocía otra razón para que Henry Bolton lo eligiera como esposo de Rosamund. Por cierto que irritaría a Edmund Bolton -evidentemente un buen administrador- ser reemplazado de una manera tan sutil. Nada lo apartaría de su promesa de mantener a salvo a Rosamund y a Friarsgate. Si Edmund Bolton era como decía su sobrina, se llevaría muy bien con él.

Llegaron a destino: una casa de piedra ubicada en una ladera aislada que daba a un pequeño lago rodeado de colmas. Estaba bien cuidada; el techo de paja tenía un fuerte entretejido y el encalado de las paredes estaba muy limpio. Había un único banco muy gastado bajo una ventana, en el frente. Una estrecha columna de humo gris pálido salía de la chimenea. Algunas rosas tardías crecían junto a la puerta. Después de apearse, Hugh bajó a Rosamund de su poni. Ella corrió hacia la casa llamando:

– ¡Edmund! ¡Maybel! ¡Traje a mi esposo para conocerlos!

Hugh agachó la cabeza para pasar bajo el dintel de la puerta. Ahora estaba en una habitación alegre, con un buen fuego en el hogar. Un hombre de altura mediana, con el rostro curtido por el aire libre y ojos ámbar que mostraban curiosidad, se acercó e hizo una reverencia.

– Bienvenido, milord. Maybel, ven a saludar al nuevo señor.

Maybel era una mujer rolliza y baja, de edad indeterminada y agudos ojos grises. Miró con detenimiento a Hugh Cabot. Finalmente, satisfecha, le hizo una reverencia.

– Señor.

– ¿Podemos ofrecerle una copa de sidra, milord? -preguntó Edmund con cortesía.

– Se lo agradeceré -dijo Hugh-. Estuvimos cabalgando todo el día por las tierras de mi esposa.

– ¿Y mi niña no ha comido nada desde la mañana? -preguntó Maybel-. ¡Qué disparate!

Rosamund rió.

– No tenía hambre -le dijo a su nodriza-. Es la primera vez en semanas que salgo de la casa, Maybel. Tú sabes por qué. El tío Henry no me permitía alejarme de su vista más que para orinar y dormir. ¡Fue bellísimo cabalgar por las colinas!

– Pero Maybel tiene razón, esposa -dijo Hugh, con voz calma-. Yo también disfruté de la jornada, pero tú estás creciendo, y necesitas alimentarte bien. -Se volvió a sus anfitriones-. Yo soy Hugh Cabot, y me agradaría que me llamaran por mi nombre de pila, Edmund y Maybel Bolton.

– Cuando estemos entre nosotros -concedió Edmund-, pero ante los sirvientes debes llevar la investidura de un lord, Hugh Cabot. Después de todo, tu esposa es la señora de Friarsgate. -Edmund quedó gratamente sorprendido por el tono y la amabilidad de Hugh.

– ¡Siéntense! Les voy a traer de comer. -Con esfuerzo, Maybel recorrió la habitación, tomó panes de una canasta que había junto al fuego. Los puso sobre la mesa y los rellenó con un guiso de conejo, cebolla, zanahoria y salsa, de un aroma delicioso. El que sirvió a Rosamund y Hugh duplicaba el tamaño de los otros dos. Se esperaba que lo compartieran. Maybel les dio cucharas de madera pulidas para comer y se sentó con ellos. Edmund colocó sobre la mesa copones de peltre con sidra preparada esa misma mañana.

Rosamund descubrió, con sorpresa, que tenía mucha hambre. Comió con entusiasmo; hundía la cuchara una y otra vez, y se llevaba a la boca el guiso con la miga del pan casero que Maybel había puesto en un plato.

La mujer los miraba furtivamente y vio que Hugh Cabot trataba a la niña de manera especial; permitía que comiera hasta llenarse y simulaba imitarla. Cuando fue obvio que Rosamund estaba satisfecha, él comenzó a comer en serio. Bien, bien, pensó Maybel, qué interesante, aunque todavía no creía del todo que Henry Bolton le hubiera hecho un favor a su sobrina eligiéndole ese esposo viejo. Por otra parte, a Rosamund el hombre parecía caerle bien. Solía ser muy recelosa con los desconocidos, en especial con los que tenían relación con su avaricioso tío.

– ¡Maybel, este ha sido el mejor guiso de conejo que comí en mi vida! -dijo Hugh cuando terminó y se apartó de la mesa con un suspiro de satisfacción.

Edmund Bolton sonrió.

– Mi Maybel es buena cocinera. ¿Un poco más de sidra, Hugh?

– No, mejor no, Edmund. Debemos irnos pronto para poder encontrar el camino de regreso antes de que oscurezca.

– Ah, ya está llegando el invierno con sus días oscuros -le respondió Edmund.

– Pero antes de irnos -replicó Hugh- quiero dejar algunas cosas en claro, pues Henry Bolton ha querido crear problemas entre nosotros, y no deseo que eso ocurra. Durante muchos años he servido como administrador del hermano de Agnes Bolton. Se me pidió que le enseñara a su hijo la labor para que ocupara mi puesto, y lo hice. Cuando Agnes se enteró de que me había quedado sin trabajo, me propuso que me convirtiera en el esposo de Rosamund para proteger los intereses de su esposo en Friarsgate.

– ¡Henry Bolton no tiene intereses en Friarsgate! -exclamó Edmund, enojado.

– Estoy de acuerdo -respondió rápidamente Hugh-. Friarsgate pertenece a Rosamund, y pertenecerá a sus herederos, pero Henry Bolton, con astucia, intentó reemplazarte casándome a mí con Rosamund. Friarsgate no necesita dos administradores. Por mi parte, se me pidió que me casara con mi esposa. Y nada más… aunque Henry da por sentado que yo asumiré el mando y te apartaré del lugar que tu padre te asignó. No lo haré.

– ¿Qué harás, entonces? -preguntó con cautela Edmund.

– Enseñaré a Rosamund a leer y escribir, y a llevar las cuentas, para que, cuando llegue el día en el que ninguno de los dos esté aquí para ayudarla, ella sepa qué hacer. No creo que el sacerdote le haya enseñado nada. Me pareció un hombre bastante ignorante y tonto.

– Henry Bolton no cree que una mujer deba conocer más que las tareas del hogar. Le parece mejor que nuestra sobrina aprenda solo labores femeninas, como hacer sopa y conservas o salar pescado -dijo Edmund.

– ¿Y tú qué opinas al respecto? -preguntó Hugh.

– Creo que debe aprender ambas cosas -respondió Edmund-, pero el viejo padre Bernard no puede enseñarle nada. Aprendió la misa de memoria, y no puede vérselo como un hombre educado. Demonios, si es aun más viejo que tú, Hugh Cabot. Hugh rió con ganas.

– Entonces estamos de acuerdo, Edmund. Tú continuarás administrando la propiedad y yo educaré a mi esposa.

– Nos veremos con frecuencia. Debes estar al tanto de todo, para que Henry Bolton quede convencido de que ahora tú administras Friarsgate. Y es mejor que tú te ocupes de los juicios en el tribunal del señorío, que se celebra cada tres meses. Para las apariencias, ahora tú eres el señor de Friarsgate.

– Espero desempeñar bien mi papel -respondió Hugh, con amabilidad.

– Esta niña se está quedando dormida mientras ustedes conspiran-Dijo Maybel, cortante-. Vete a casa con tu esposa, Hugh Cabot, antes de que caiga la noche y no encuentres el camino. Todavía hay ladrones sueltos, pues, como sabrás, estamos cerca de la frontera con Escocia.

– Yo vivía más al sur -respondió él-. ¿Tenemos saqueos a menudo?

– En general, en Friarsgate estamos seguros -dijo Maybel-. A menos que los reyes y los grandes lores deseen luchar. Entonces, los pobres y los infelices son los que más sufren. A veces, los escoceses vienen a buscar ovejas, pero, en general, no nos molestan.

– ¿Y por qué? Es extraño.

– Por nuestras colinas -explicó Edmund-. Son muy empinadas alrededor de Friarsgate, y para llevar una manada o un rebaño o aun unos pocos animales, el terreno tiene que ser más plano. Tendría que haber un conflicto muy grave con los escoceses para que nos atacaran.

– ¿Quién es el lord de la frontera que está más cerca de Friarsgate? -preguntó Hugh.

– El Hepburn de Claven's Carn -respondió Edmund-. Lo conocí cuando fue con sus hijos a un mercado de ganado. Probablemente haya muerto y lo haya reemplazado alguno de los hijos, aunque quién sabe cuál. Los escoceses discuten por todo, y seguro que los hijos se pelearon por la tierra de su padre.

– Ah, sí -asintió Hugh-. Los escoceses son así. Están más cerca de ser salvajes que civilizados. -Se levantó de su lugar a la mesa y miró a Rosamund, que cabeceaba en su sitio-. Edmund, levántala. La llevaré en mi caballo y guiaré al poni.

– No, yo iré en el poni -intervino Maybel-. Tengo que volver con ustedes para cuidar a mi niña, Hugh Cabot.

– Vamos, entonces -respondió Hugh. Se dirigió a la puerta, la abrió y salió. Era la última hora de la tarde. Soltó a su caballo, lo montó, se agachó para tomar de brazos de Edmund Bolton a la niña dormida, la acomodó con suavidad contra sí y con la otra mano afirmó las riendas.

Maybel caminó deprisa, abrigándose con su capa con capucha. Ayudada por su esposo, montó el poni blanco, y dijo:

– Estoy lista. Asegúrate de dejar la casa limpia cuando vengas mañana, Edmund Bolton.

– Sí, querida mía -respondió él, con una sonrisa. Entonces le dio una palmadita al poni en el anca. El animal comenzó a caminar junto al nuevo lord de Friarsgate. Observándolos, Edmund pensó que, al fin, su sobrina tenía un arma para defenderse de Henry Bolton, si Hugh Cabot era lo que prometía ser. Pero Edmund tenía una buena corazonada sobre el nuevo lord. Rió para sus adentros. Su medio hermano, tan avaro y mezquino, creía haber elegido a un anciano débil como esposo de su sobrina.

Henry siempre había sido presumido. Edmund sabía qué se traía, pues era transparente como el vidrio. Henry había arreglado este matrimonio para Rosamund porque la niña era demasiado joven para procrear. Hugh Cabot estaba viejo para esas cosas. Pero la heredera de Friarsgate era una mujer casada, a salvo de los predadores que pudieran desposarla e ignorar los deseos de Henry de apoderarse de Friarsgate para sus propios herederos. Si la criatura que Agnes llevaba en las entrañas era un varón, Edmund no tenía duda de que, en cuanto pudiera, Henry casaría a ese hijo con Rosamund. Aunque la madre todavía estuviera amamantándolo. No importaba que la novia fuera mayor que el novio. Esas cosas eran habituales en los matrimonios en que la tierra era lo más importante. Pero si Hugh Cabot era el hombre honesto que Edmund creía, Rosamund estaría a salvo de su tío Henry, que, por fin, parecía haberse pasado de astuto.

Edmund observó cómo los dos jinetes desaparecían del otro lado de la colina. Se volvió y entró en su casa, para ordenar. Por la mañana regresaría a atender sus deberes como administrador de Friarsgate. Él y Hugh, juntos, le enseñarían a Rosamund todo lo que debía saber para manejar sus tierras cuando ellos ya no estuvieran para hacerlo.

Friarsgate se había debilitado con la administración de Henry Bolton. Ahora, con su nuevo lord, volvió a ser el lugar feliz que era en tiempos de los padres y abuelos de Rosamund. En la víspera del Día de Todos los Santos, que era también la fiesta de san Wolfgang, a la caída del sol se encendían fogatas en todas las laderas. En la sala de Friarsgate se colocó un candelabro alto y grande en el medio del recinto. Se colgaron guirnaldas de hojas verdes con manzanas en toda la habitación para decorarla. El punto más importante de la comida era el crowdie, un postre dulce de manzanas con crema que se repartía entre quienes compartían la mesa. Dentro del crowdie se habían escondido dos anillos, dos monedas y dos canicas.

– ¡Tengo una moneda! -gritó Rosamund, entusiasmada, entre risas, y sacó el penique de la cuchara.

– ¡Yo también! -exclamó Hugh-. Entonces, esposa, si la leyenda es correcta, seremos ricos, aunque yo ya lo soy contigo.

– ¿Qué te tocó, Edmund? -le preguntó la niña a su tío.

– Nada -dijo él, riendo.

– Pero eso significa que tu vida estará plagada de incertidumbre -dijo Rosamund. Y hundió la cuchara en el plato común del crowdie-. ¡Te voy a encontrar el anillo!

– Ya está casado conmigo -le recordó Maybel a su pupila-. Deja el anillo para las muchachas de la cocina, que disfrutarán de lo que quede, mi pequeña lady.

– ¿A ti te tocó algún premio? -le preguntó Rosamund a su nodriza.

– La canica -admitió Maybel.

– ¡No! ¡No! -gritó la pequeña-. ¡Eso significa que tu vida será solitaria, Maybel!

– Bien, no ha sido para nada solitaria hasta ahora. Debo cuidar de ti, y tengo a mi Edmund. De todos modos, son todas pamplinas.

Escoltada por su esposo, Rosamund salió al aire libre para repartir manzanas frescas de una canasta de mimbre entre sus arrendatarios, reunidos en torno a la fogata por la víspera del Día de Todos los Santos, en la ladera de la montaña. Se creía que en esa época del año las manzanas traían buena suerte. Las frutas de Rosamund se recibieron con inclinaciones, reverencias y el agradecimiento de la gente de Friarsgate.